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Cuentos de verano: "Llévame contigo, hermana", por Najat Al Hachmi

¿Qué ocurre cuando todas nuestras vidas posibles confluyen en un instante, solo para enfentarse a la realidad más áspera?

'Llévame contigo, hermana.' / Maite Niebla

Najat Al Hachmi / Ilustración Maite Niebla

Se sentó encima de una roca, a unos metros del agua. La luz blanquecina de la mañana la cegaba y parecía reflejarse en el verdor turbio de la cantera. Si me llevaras contigo, hermana. Las cigarras ya habían empezado a emitir ese ruido chirriante que tanto le molestaba. Nacida en estas tierra, se dijo, tendrías que estar acostumbrada. Al ruido de las cigarras, a la luz cegadora, al páramo que era el pueblo, a la casa encalada, al patio ligeramente en pendiente. Tendrías que estar habituada a la incertidumbre de ser mujer, pero no, Samira no consiguió hacerse nunca a la idea de que esa fuera la única vida posible. Con el cuerpo dolorido, doblegándose hacia delante, empezó a trazar líneas en la arena fina, polvo más que arena. Y se acordaba de su hermana mayor a la que a penas veía, cada dos o tres años como mucho. Dichosa la suerte de la que salió del mismo vientre que ella. Su regreso esta vez le había dejado el alma enturbiada. ¿Cuánto hacía que vivía en el extranjero? Se fue cuando Samira ya estaba en edad de casarse, pudo marcharse porque un emigrante la pidió en matrimonio.

Dejó de dibujar con el dedo y se acordó de Hamid. De los hombres. De la espera. Una mujer espera, no puede hacer otra cosa. Cuando no tenía más que 13 o 14 años vinieron a pedir su mano. Hijos de campesinos como su familia, gente sencilla con casas como la suya, jovencitos a quienes ya les tocaba cumplir con el deber del matrimonio. Samira veía llegar a los invitados de lejos, andando por el camino yermo y se iba corriendo a la cocina. Agarraba la tela del vestido de su madre y besándola sin parar, suplicaba. Que no, madre, que no me den a éstos. A estos tampoco, por favor. Que no madre, que no quiero irme. Déjame ya las telas, le respondía ella, haciendo como que se disgustaba por la petición de la hija irreverente que se atrevía a opinar sobre su futuro esposo. Pero luego transmitía el ruego de la hija al padre y éste acababa por rechazar a los pretendientes. Es muy joven, decía. Hasta que dejó de serlo y ya no avistó a más invitados acercándose por el camino.

Se descalzó, se quitó las cangrejeras de plástico y observó por un rato la marca que le habían dejado en el empeine. Se la tocó y luego puso los pies encima del polvo seco, ardiente ya de buena mañana. Sintió cierto alivio. Volvió a pensar en la hermana. Cuando regresaba le traía jabón perfumado, agua de colonia, una crema que al tacto parecía seda. Se le deshacía sobre la piel como una caricia, se estremecía entera. Y bromeaba con la hermana: para esta cara de campesina que se pasa el día al sol, que siembra, que siega, que encala y labra traes un lujo como éste. ¿No ves que mi piel curtida es demasiado gruesa, demasiado áspera para tanta delicadeza? La hermana había sido como ella, tez oscura, manos ásperas, talones agrietados, hasta que se la llevaron muy lejos y volvió con el rostro resplandeciente, unos ojos oscuros llenos de luz, el cuerpo rebosante de carnes blandas. Parecía otra. Samira también quiso ser otra.

En la intimidad de la alcoba abría los postigos del espejo y observaba el tono ligeramente brillante que adquiría su rostro al untarse la crema. Me voy a acostumbrar, se decía. Su madre advertía siempre a todas la hijas: no os pongáis cremas o la piel se os acostumbrará y ya no os conformaréis nunca más con lo que sois , la necesitaréis siempre para volver a encontrar vuestra propia belleza. Pero Samira nunca había visto nada agradable en la imagen que le devolvía el espejo. Los ojos tristones parecían caerse a lado y lado, los labios finos la hacían más vieja de lo que era, la nariz le daba la impresión de ser un enorme pegote en medio de la cara y el bello facial era cada vez más abundante. Pero así la había hecho Dios y una no puede cambiar lo que Dios ha creado. Sería una falta de modestia enorme modificarse el cuerpo. Como hacía esa chica descarada vecina de su otra hermana, la que vivía en la ciudad. La vio un día salir a pasear enfundada en unos tejanos ajustados, una camiseta que dejaba su ombligo al aire, el pelo sedoso y largo cayéndole por la espalda, la cejas depiladas, la cara llena de pintura. La vio estando sentada frente a la ventana con otras mujeres y todas maldijeron a la extraviada. Arderá en el infierno, seguro. ¿De dónde creéis que saca el dinero para tanto potingue? Y seguían insultándola hasta que la perdían de vista. Samira se la imaginaba entonces encontrándose con chicos que la trataban bien, que la llevaban a pasear a la orilla del mar, que la invitaban a tomar algo en el café elegante de la avenida principal. También imaginaba todo lo que los hombres, atraídos por sus carnes prietas dentro del pantalón, le dirían al pasar. Cuando se daba cuenta de su ensoñación se regañaba por dentro. ¿Quieres tú también arder en el infierno?

Samira ahora tenía la mirada fija en el agua. Nunca se había acercado tanto a la cantera. Cuando pasaba por allí, por el camino a la fuente de agua dulce, observaba de lejos el lugar. Siempre le había dado miedo pero más desde lo de la madre con los hijos. ¿A quién se le ocurre? La mujer se fue con sus cuatro niños a lavar la ropa a la cantera abandonada. A saber por qué no se reunió con las demás mujeres en el río. O en la fuente. Nadie entendió la terrible decisión que tomó esa madre una mañana cualquiera. Las aguas de la cantera, lo sabía todo el mundo, eran peligrosas. Pero allí estaba golpeando la ropa contra la tabla de madera cuando vio a uno de los críos anegado hasta las rodillas. Me hundo, mamá, le dijo y entonces el hermano mayor entró a rescatarlo pero también se quedó atrapado. Luego el mediano. El pequeño, en la orilla, se puso a gritar y la madre, desesperada, también avanzó en el turbio lodazal hasta donde estaban sus hijos. Les dio la mano pero no sirvió de nada. Luego se fueron hundiendo todos. El pequeño les siguió.

El amor, se decía, después de tanto tiempo esperando, esto debe de ser el amor..."

O eso contaba la gente. Nadie estuvo allí, nadie conoció a ciencia cierta el orden de los acontecimientos, pero sí que la cantera había engullido a una madre con sus cuatro hijos. Samira pensaba en ellos mientras se quitaba el imperdible de debajo de la barbilla y se deshacía del pañuelo. Dejó al descubierto un pelo negro en el que se reflejaba la luz, recogido en un moño en la nuca. Lo deshizo y el cabello cayó en cascada hasta la cintura.

Vinieron muchos a pedirle la mano cuando apenas era una niña. Sus padres le hicieron caso, no la dieron en matrimonio. Samira esperaba siempre algo mejor. Ofendieron a los pretendientes. Cuando cumplió 20 años dejaron de venir. Entonces Samira empezó a sentirse el cuerpo pesado, como un lastre. Esperaba a un marido como el de la hermana, uno que le comprara cremas para la cara y la llevara a un país donde el sol no pegara tan fuerte, donde hay máquinas para lavar la ropa.

Se quedó prendada del costurero al que le hacía encargos en la ciudad. Hamid le hablaba con los ojos puestos en el hilo que tenía entre las manos. Le decía hermana mía. Ella bajaba la mirada, hablaba con la voz queda. Se pasaba largos ratos allí de pie, junto al mostrador mientras él atendía a los cliente o enrollaba los hilos o cosía galones dorados al escote de los vestidos.

A Samira la fascinaba la habilidad que Hamid tenía manejando la aguja. Entendió que iba en serio, que no jugaba con ella el día en que, al recoger una túnica para su hermana, le dijo qué pena que te vayas tan deprisa. Hermana mía, a tu vera la vida se vuelve más ligera. Todo se lo decía sin levantar la vista de sus propias manos pero en algún momento sus miradas coincidieron y Samira sintió un estremecimiento extraño, desconocido.

El amor, se decía, después de tanto tiempo esperando, esto debe ser el amor del que hablan las canciones. Las señoras mayores, al escuchar a las jovencitas hablar del amor, movían la cabeza y decían que las llevaría directas al infierno. Samira ya no era joven, pero también creía en el amor. Hamid iba en serio pero nunca pasó de decirle hermana mía mientras tenía la vista puesta en el hilo. Y ella no supo qué hacer. Las mujeres esperan, no suplican, no piden, no desean.

Se metió en el agua con el estómago encogido. Temblaba entera. La falda del vestido flotaba ligeramente. De repente en los pies sintió el hormigueo del polvo convertido en lodo que la sostenía y arrastraba ligeramente. Pudo observar su rostro en el agua. Un rostro turbio. No apto para el amor.

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