Una ilustración de Maite Niebla. / maite niebla

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Cuentos de verano:" Comedia", por Aixa de la Cruz

Volver al veraneo familiar tras vivir un fracaso puede ser otro fracaso... o no. Aixa de la Cruz nos relata cómo nacen las oportunidades.

Llevaba muchos años sin regresar al pueblo donde veraneábamos en la infancia, y unos pocos sin verano, cambiando de hemisferio antes del solsticio porque solo conseguíamos bolos en Sudamérica de junio a septiembre y nunca fuera de esas fechas. Quizás nuestra propuesta de Sófocles en lengua de signos era como el caldo o los potajes de legumbres, un alivio contra la hipotermia que nadie extraña cuando suben los termómetros, porque contra los picores del sudor y el salitre funciona mejor la stand-up comedy. O quizás la stand-up comedy funcione mejor siempre. Ahora que mi compañía se ha disuelto como una conspiración frustrada y busco un plan de rescate, sería inteligente pasarse al humor.

Bajo este sol de rayos ultraviolentos, mascando la gravilla que volatilizan las cosechadoras, me pongo a prueba imaginando monólogos sobre las vacaciones en los pueblos de Castilla, sobre los veraneantes que regresan a los eriales de los que huyeron sus mayores y comprenden los motivos por los que huyeron, como las moscas. Ya no recordaba lo muchísimo que enervan las cortinillas de flecos de plástico, multicolores como regalices, que se colocan en los umbrales de las puertas, como si en el interior se celebrara una fiesta infantil; como si en este pueblo todos los días fueran el día en que cumpliste siete, ocho, nueve años… Incluso las viviendas abandonadas conservan sus cobertores de fantasía con la promesa de una tarta con velas que nadie apaga. Esto no es gracioso; es inquietante. Más Stephen King que Eugenio. Lo mío es la tragedia.

–¿Estás sorda o qué?

Me interrumpe mi hermana, de la que huí como del verano para disfrutar de un trienio sin quemaduras solares ni tecno hardcore. Un trienio de paz que se acabó cuando le dije que no viniera, que no necesitaba compañía sino silencio para poner mis asuntos en orden, y decidió ignorarme. Ahora está aquí conmigo, entre cerros y víboras, a 10 kilómetros del bar más cercano, sin coche, sin nada que hacer, y encantada con todo. Resulta enternecedor y enervante. No la merezco y no la soporto. Me acribilla a consejos para superar mi tema y ni siquiera sabe cuál es. Para ella, estoy muy triste porque me ha dejado mi novio y eso se cura con footing, velas aromáticas, infusiones de hierbajos que recoge en las cunetas y con una noche en blanco, esto es, con una juerga de excesos narcóticos que acabe con una amnesia purificadora.

–Cuando un ordenador se atasca, se resetea. Pues eso vamos a hacer contigo. Solo necesitamos MDMA y tequila.

Si hago las cuentas, resulta que la bacanal que acabaría con todos mis males también vaciaría mi cuenta corriente, pero esto es algo que mi hermana ni siquiera es capaz de concebir. En su mundo, las cosas no cuestan dinero; aparecen y desaparecen en los platos y en los armarios. Llueve maná y en ningún sitio se vive como en casa, es decir, como en la casa de nuestros padres, a la que regresaré en septiembre, 10 años más vieja que cuando me fui y tan pobre como entonces. Pero esto no le parece ningún drama.

–He pedido un taxi a Lerma. Necesito una caña, cambiar de vistas. Esto es privación sensorial, como en Guantánamo.

–No tengo dinero suelto y dudo que el taxista use datáfono.

–Pues pago yo. Ama me dio 100 euros para estos días y ni los he tocado.

La miro con tanta rabia que siento que me revientan mil venitas oculares que le acabarán salpicando el rostro, pero en seguida me recompongo y disimulo con mi mejor sonrisa las cosas horribles que se me han pasado por la cabeza. No, no voy a hacer un canutillo con las facturas de los gastos comunes para metérselos hasta donde espero que jamás le metan nada a mi hermanita, pero vamos a dilapidar sus 100 pavos. ¡A por el taxi! Después de tanta incertidumbre, no hay nada como tener un plan. Subimos corriendo la rampa que desemboca en la autovía y llegamos empapadas en sudor, con el rostro cuarteado por el maquillaje, llorando lágrimas negras de rímel y medio locas, a gritos contra el pueblo que queda a nuestros pies y sobre el que siempre nos sentimos superiores. De hecho, solo venimos para recordar que no somos de aquí. La taxista que nos recoge es el primer elemento oriundo que obtiene la aprobación de Nahia.

–Disculpad el retraso. Es que a mi padre le ha surgido algo y he tenido que sustituirle.

Por distintos motivos, a las dos nos causa impresión nuestra jovencísima chofer de melena dorada y porte de popstar. Yo siento que la conozco, y es una sensación muy fuerte y muy remota, como la reminiscencia de un sueño. La tengo en la punta de la lengua, anclada en un recuerdo que parece un estornudo que no explota, y no ayuda que mi hermana me acribille el costillar a codazos mientras susurra: “Qué pibón, qué diosa, qué escándalo”.

–Te lo tengo que decir: eres la taxista más molona que me ha tocado nunca, en plan de peli. De peli de Hollywood, vamos, no de las otras…

La chica se ríe. Yo pongo los ojos en blanco.

–En realidad, el taxista es mi padre. Yo solo le cubro de vez en cuando, si no queda otra porque, bueno, ya sabéis, está prohibido.

–Te guardaremos el secreto si te tomas una copa.

Incluso la risa de nuestra chofer me resulta familiar, pero sigo sin saber por qué. Dudo que formara parte de mi cuadrilla de Lerma, porque no somos de la misma quinta. Aun así, repaso la lista de los nombres que han sobrevivido a mi desmemoria y se me aparece una orla de adolescentes a los que no vi convertirse en adultos pero que ya lo serán, qué duda cabe, 15 años más viejos todos, salvo aquel pobre chico que se mató a los 15 y se quedó para siempre allí. ¿Cómo se llamaba? Pedro, Pedro Cadenas. No éramos amigos porque ostentaba el cargo de guapo oficial y nos limitábamos a mirarlo desde la distancia, pero aun así, su muerte tuvo que impactarme. Qué raro que apenas la recordara. Será que en la adolescencia no existe la muerte, ni aunque te la pongan delante de las narices, de la misma forma que para mi hermana no existe el dinero a pesar de lo mucho que gasta.

–Aceptaría esa copa si no tuviera que trabajar mañana, que se abre la veda.

–¿Cómo? ¿Eres cazadora?

Respondo por ella de forma instintiva:

–No, pero su familia tiene una armería.

–¿Cómo lo sabes? ¿Nos conocemos?

Me siento culpable por la angustia que se percibe en su voz como un grumo, y porque estoy a punto de abrir una puerta que no es para los invitados, pero ya está hecho. Mi memoria buscaba un detonante y se ha encontrado con el gatillo de la escopeta con la que se mató su hermano. Nos dijeron que había sido un accidente, que es lo que se dice en estos casos, vaya, y ni lo cuestioné. Si la muerte no formaba parte de mi mundo, el suicidio era ciencia ficción.

–Conocí a Pedro. Pero también me acuerdo de ti, porque os parecíais mucho y eras una niña guapísima. Te llamas Mónica, ¿verdad?

–Sí. Y tú eres Carmen. Te recuerdo. Recuerdo a todos los que estabais aquel verano en la cuadrilla. Su última frase es fuerte, amenazante, y me deja muda, pero no así a mi hermana que, incapaz de intuir el subtexto de la conversación, reanuda su rutina de codazos, pidiendo que le haga de alcahueta.

–Así que os reencontráis después de mil años en un taxi que debía conducir otra persona, y os reconocéis y… ¿Os dais cuenta? Es una coincidencia cósmica, en plan una señal. No podemos separarnos hasta que descubrir lo que significa. ¿Me seguís?

Ni Mónica ni yo sacamos fuerzas para seguirle el juego y Nahia empieza a sonrojarse, más cuanto más se alarga el silencio y hasta que sus carrilleras parecen dos globos de sangre a punto de estallar. Al fin me compadezco de ella, de su bochorno por sentirse responsable de este clima extraño, y hago un esfuerzo por resucitar la conversación.

–¿Así que trabajas en el negocio de tu familia?

–Bueno, cuido a mis padres. ¿Y tú?

Le hago un resumen de mis itinerancias con la compañía de teatro, de la ruina económica, de cuando entendí que era el momento de rendirse y de lo negro que pinta el futuro y al hacerlo sucede algo sorprendente. Como me aterra victimizarme en un taxi que aún no se ventila de la tragedia que yo misma he desenterrado, como se me va la vida y la dignidad en quitarle peso a mis desgracias de segunda, doy con el tono de stand-up comedy que se me resistía, improviso mi primer monólogo humorístico y cosecho carcajadas.

Ruidosas y explosivas como fuegos artificiales, las prefiero a los aplausos, pero al igual que los aplausos, me dejan con ganas de más, con ganas de pasarme a la comedia y transformar la tensión en alivio. Lo que acaba de ocurrirnos en el taxi, por ejemplo, es la hilarante historia sobre mi hermana y su costumbre de ligar donde no debe. Este es mi nuevo plan. Dejo la tragedia.

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