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"Hombres que no piden perdón", por Caitlin Moran

"Eso sí que sería revolucionario: un hombre lo suficientemente fuerte y flexible como para pedir perdón".

Caitlin Morán. / d.r.

Caitlin Moran
Caitlin Moran

¿Cuál es la diferencia real y palpable entre hombres y mujeres? Ya sé que en la era del “ género fluido” plantear esta pregunta puede desatar batallas campales, pero serenidad: voy a centrarme en el tema del cambio. O mejor dicho, en cuánto han cambiado las mujeres y los hombres en el último siglo.

Desde la era victoriana, lo que viene siendo una mujer, es decir, lo que puede hacer y cómo se la considera, se ha expandido con una rapidez asombrosa. En 1898, una mujer iba en corsé, no tenía derecho al voto ni a tener propiedades a su nombre, era legalmente “violable”, se le consideraba intelectualmente más “débil”, era casi una posesión más de su marido y estaba restringida en todos los ámbitos de la vida. Pero míranos en 2018: estamos en el espacio, o corriendo maratones, o dirigiendo imperios comerciales, o somos presidentas, soldadas o ganadoras del Nobel. Y este es el quid del asunto: si hemos hecho tanto en poco más de un siglo, ¿qué no seremos capaces de hacer en el próximo? El futuro femenino, como el universo, está en expansión.

Consideremos, en comparación, a los hombres en los últimos 120 años. En realidad, la mayoría no siente que sus posibilidades estén en expansión. ¿Por qué? Bueno, entre otras cosas porque no hay casi ninguna diferencia real —salvo, tal vez, la gradual eliminación del uso del fajín— entre lo que era un hombre en 1898 y lo que es ahora.

Las mujeres han ido colonizando todos aquellos territorios considerados “masculinos”: poder, confianza, educación, libertad sexual, estatus social, riqueza. Los hombres, por otro lado, no se han movido hacia las esferas que consideramos femeninas: mantener unidas a las comunidades; cuidar a los niños, enfermos o ancianos; tener fluidez emocional; trabajar juntos por un objetivo común. Todo el tráfico de valor de género ha sido unidireccional. Los hombres no han cambiado mucho en realidad. Pero es porque no tienen manera de cambiar: con el feminismo, las mujeres hemos creado un marco cultural gigantesco y global para analizar nuestros problemas y mejorar constantemente. Las mujeres nos reeducamos todo el tiempo para ser mejores: para ser más interseccionales, más solidarias, más seguras… Y solo hace falta seguir el desarrollo de esta gran conversación mundial –en las redes sociales, en la prensa, en la televisión, en la vida real–, para comprobar que hay una dinámica que se repite. Antes que nada, las mujeres se disculpan por sus errores: “Me doy cuenta de que eso ha sido racista. Me doy cuenta de que he sido muy clasista. Me doy cuenta de que esos zapatos no combinaban con esa falda. Y lo siento”. Luego leen libros y después se involucran en alguna causa. Es decir, cambian.

Ellos todavía no han creado un marco parecido. No hay un equivalente masculino al feminismo: abierto, educativo, empoderante, autocrítico... Nada que los haga mejores. Los artículos y libros que existen sobre lo que significa “ser un hombre” suelen ser, sobre todo, regresivos y añoran un retorno a tiempos pasados. En la actual configuración de la sociedad, no tienen formas de crear su propio poder si no es en relación a las mujeres; tampoco tienen un diálogo global para analizarse, revisarse y mejorarse a sí mismos. Lo único que tienen que hacer es mantener la cabeza baja, el pie firme sobre el acelerador y seguir avanzando, sin cuestionamientos, sin cambios, como si no les importara el costo.

Pero el precio es enorme. Basta verles cuando se equivocan. Cuando realmente la fastidian. Las denuncias de abuso sexual de Louis CK; el juez Kavanaugh enfurecido cuando se cuestiona su pasado; Roman Polanski exiliándose antes que enfrentarse a los cargos por violación; los miles de negocios turbios y mentiras en los que Trump se ha visto atrapado. Todos estos hombres ayudarían a construir un mundo un poco más cuerdo si pudieran hacer aquello que hacen las mujeres públicamente todo el tiempo: admitir que se equivocaron, abrirse en canal, para decir, por ejemplo: “Esto que sucedió hace 20 años, fue un error. Fue horrible. Era muy joven. Hoy no haría algo parecido. Me doy cuenta del daño que causé y quiero ser mejor. Pido disculpas”.

Eso sí que sería revolucionario: un hombre lo suficientemente fuerte y flexible como para pedir perdón. Para darse cuenta de que la vida es un viaje muy largo (y antiguo) y está llena de nueva información a cada momento. De que, si quieres hacer las cosas bien, deberías cambiar de opinión hasta tu último aliento.

En cambio, la insistencia en que no hay NADA que alguna vez hayan hecho mal es la marca de los hombres asustados. Un hombre que no puede disculparse ni puede cambiar está siendo gobernado por pulsiones adolescentes. Esos adolescentes que fueron en años como 1959, 1962 o 1969 —ese inconsciente fosilizado en la resina psicológica— y que siguen dirigiendo sus acciones convirtiéndolos en una legión de obstinados fantasmas.

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