El día que apareció el cartel de Jauría en la fachada del El Pavón Teatro Kamikaze, alguien escribió en letras mayúsculas: “Fuck monetizar los dramas”. A las 24 horas el grafiti se borró, pero la pregunta seguía en el aire. ¿ Convertir en espectáculo el caso de La Manada aumentará el morbo y explotará, de nuevo, el dolor de la víctima o ayudará a cicatrizar una herida abierta? ¿Era necesario hacer esta obra de teatro precisamente ahora? ¿Era tan urgente?
Miguel del Arco, director del montaje no puede estar más en desacuerdo con la acusación: “En Kamikaze siempre intentamos hacer un teatro con el que nos sintamos personal, moral y físicamente concernidos, y en el caso de La Manada ha sucedido algo de una profundidad sísmica –que nos afecta a todos como sociedad y como individuos– sobre lo que es urgente reflexionar. El teatro es la historia del dolor y de la felicidad del ser humano, no es entretenimiento. Por eso esta obra no es oportunista, es oportuna”.
El texto, escrito por Jordi Casanovas –autor de la aplaudida Ruz-Bárcenas (2014)–, está construido a partir de las transcripciones del juicio y reproduce fragmentos de las declaraciones de acusados y denunciante publicadas en los medios de comunicación. Cada una de las palabras que se escuchan sobre el escenario fueron dichas en sede judicial, pero aquí se envisten de poesía y trazan un dibujo corpóreo y atroz sobre la violencia institucional (y no solo física) que la víctima tuvo que soportar durante el proceso.
“Lo único que me preocupaba era no sumar ni un gramo de dolor a la recuperación de esta mujer o que pensara que podíamos tener equidistancia entre los agresores y ella. Por eso le escribimos una carta que le hicimos llegar con su abogado”.
Los hechos sucedidos en Pamplona la noche del 6 de julio son de sobra conocidos. La sentencia, también. Pero la gran paradoja de esta dramaturgia, que es en realidad un pedazo de vida taquigrafiado, es que los culpables se sienten inocentes (“En mi vida he violado a nadie. Yo odio a los violadores”, lloraba indignado Jesús Escudero –uno de los condenados– durante su declaración ante el juez instructor). Mientras, la violada se siente culpable.
María Hervás, una actriz portentosa, que no ha dejado de recibir premios y halagos desde hace un año por su brutal y arrolladora interpretación del monólogo Iphigenia en Vallecas, es quien enhebra en su piel la verdad humana de la víctima.
maría hervás
Hervás cree que los miembros de La Manada “son capaces de salvarse de la culpa porque no se identifican con la imagen del violador psicópata que te acecha en una esquina. Además, han entrado en una guerra conceptual librada por sus abogados defensores sobre cuáles son los límites de la palabra violación. Y es cierto que, a veces, el lenguaje nos puede inculpar o liberar, pero a mí lo que me importa es la acción, no la retórica. ¿Los hechos? La dejaron desnuda en un portal, le robaron el móvil, le sacaron la tarjeta SIM; la penetraron simultáneamente; no le dirigieron la palabra; le estiraban de la coleta para que hiciera felaciones a cada uno de ellos; la dejaron desnuda, tirada... La vejaron, la violentaron, la cosificaron. Y no contentos con eso, conforme iban eyaculando, se marchaban sin mirarla ni decir adiós. A mí que me digan si eso es un trato humano... Pero, ya ves, es ella la juzgada, ella es a quien se culpabiliza...”, explica la actriz.
“¿Y si yo no me hubiera quedado sola en esa fiesta?”, se pregunta la chica en su declaración. Y María continúa: “¿Y si yo me hubiera ido con mi amigo al coche como las reglas sociales dicen que una mujer debe hacer?; ¿Y si yo no me hubiera puesto a hablar con cinco desconocidos, como dicen las reglas sociales –y mi abuela–, que una buena mujer debe hacer...?. Esta criatura se debe dormir todos los días de su vida haciéndose esas preguntas. Y esa es la gran paradoja, que probablemente ella piensa que todo lo que le pasó aquella noche es culpa de un paso equivocado, que es la misma presión con la que se levanta cada mujer en esta sociedad: la necesidad de no dar ni un paso en falso y de hacer todo de manera impecable, perfecta, impoluta...”.
La obra es precisa con los hechos. A través de las declaraciones de unos y otros seguimos a una joven de 18 años que se atreve a tontear sin miedo con cinco chicos que acaba de conocer. Hablan de fútbol. Ella es del Atleti; ellos, del Sevilla. Le dicen que es guapa. Se ríen. Hablan de sus tatuajes. (Escudero lleva la huella de un lobo tatuada en uno de los costados). Ellos son unos guasones. “¿Cuál te gusta más?”. “Yo puedo con dos y con cinco”, dice ella, como el Sastrecillo Valiente del cuento, que mató “cinco de un solo golpe” y en su ingenuidad confundió moscas con gigantes. Una frase letal. Todo juego. Pero sabiendo, como sabemos, lo que vendrá a continuación, resulta conmovedor lo libre y segura que se siente esa chica de 18 años jugando a femme fatal. “Todo lo que esa criatura hizo esa noche era pulsión de vida –opina Hervás sobre los pasos que fue dando su personaje–. Bailar, disfrutar, tomarse una copa, reírse, hablar con desconocidos (porque habló con un montón de gente, no solo con esos chicos...). Todo eso es pulsión de vida, una flor que está emergiendo. ¿Por qué iba a tener miedo? ¿Por qué iba a estar en casa encerrada marchitándose? Yo tengo amigos maravillosos, mi padre es un hombre extraordinario, y si algún día tengo hijas les diré: “Mírales a la cara, no temas a los hombres, que te vean. Pero no dejes de verles tú también a ellos”. A eso aspiro”.
Para los actores que encarnan a La Jauría, la experiencia ha sido un acicate para revisar y deconstruir su propia masculinidad. “Durante los ensayos–cuenta Miguel del Arco– había momentos en que, de repente, se me rajaban como niños pequeños y rompían a llorar incapaces de seguir ejerciendo tanta presión sobre María”.
Cuando le pregunto a Fran Cantos cómo es El Prenda, el personaje que interpreta en Jauría, resopla con nerviosismo. A El Prenda se le considera el líder de La Manada. Antes de ser detenido por este caso, ya tenía antecedentes. Participó en una pelea multitudinaria entre peñas de radicales del Sevilla y fue condenado en 2011 a dos años de prisión por un delito de robo con fuerza. Cuando llevaba seis meses encarcelado en Pamplona, sus colegas le rindieron un homenaje desplegando en el estadio del Osasuna una pancarta donde podía leerse “Gordo”. Fue El Prenda quien primero habló con la chica, con la que coincidió en un banco de la plaza del Castillo tras un concierto. Y fue él también quien aprovechó la llegada de una vecina para colarse en el portal de la calle Paulino Caballero donde sucedieron los hechos.
Hace un año, Fran Cantos estaba haciendo otra obra en el Pavón Kamikaze, Un cuerpo en algún lugar, cuando se anunció la sentencia que condenaba a nueve años a los miembros de La Manada, pero los absolvía de agresión sexual. El actor, que se considera feminista, se unió a las manifestaciones espontáneas de aquella noche frente al Ministerio de Justicia, al grito de “no es abuso, es violación”. (“Acompañamos a la madre de uno de los actores”, recuerda). Nunca se hubiera imaginado mientras gritaba en Gran Vía “Yo te creo” que acabaría dándole rostro y cuerpo a El Prenda y su instinto depredador.
raúl prieto
“Estos tipos son gente normal –dice Cantos–. Están entre nosotros, pero no vemos al monstruo en ellos. Han cruzado una línea que a la mayoría nos queda muy lejos, pero que otros muchos, que a lo mejor son amigos o familiares nuestros, sí cruzarían”.
Él no es el único de los actores que reconoce el sustrato machista que puede llegar a compartir con su personaje. Raúl Prieto –Cabezuelo, en la obra– explica que “estamos hablando de un tipo de persona, un hombre, que si tiramos del hilo, puede estar también dentro de cada uno de nosotros. Porque al final todos somos o podemos llegar a ser manada, y eso es lo que más asusta de este viaje: descubrir cuánto de manada hay en ti”.
“Cuando entramos a este proyecto todos nos creíamos personas muy avanzadas y defensores de la igualdad –recuerda María Hervás–, pero Jauría te pone un espejo delante de tus contradicciones. Incluso yo, que me considero bastante punki, tenía ciertos prejuicios con respecto a lo que hizo la chica esa noche, como si al perder cierto decoro, hubiera dejado de estar protegida por la etiqueta social”.
Sobre el escenario (y en el cubículo donde todo sucedió) la jauría funciona como un personaje único a cinco voces que representa la “ masculinidad tóxica”. Depredadores que siguen a su presa con instinto animal y se difuminan en la horda perdiendo su conciencia individual y su libre albedrío en una identidad colectiva. Es lo que el psicoanalista italiano Luigi Zoja llama el centaurismo masculino.
“En los medios siempre se planteaba: “¿Qué harías tú si fuera tu hija?; pero a mí me interesaba más la pregunta: ¿qué harías si fuera tu hijo? –explica el autor de la obra, Jordi Casanovas–. Para mí sería mucho más terrible ser su padre, porque toda mi escala de valores se iría al traste. Nos centramos en si la mujer tenía que protegerse en vez de preguntarnos por qué los hombres protegemos o alentamos este tipo de comportamientos. Porque si estos chicos lo hacen es porque sienten que forman parte de una sociedad que funciona así y no les va a dejar solos”.
En 2018, según un informe de Geoviolencia, fueron al menos 20 “las manadas” que se investigaron en nuestro país. Algunos medios hablan de un efecto de emulación, pero el director de Jauría, Miguel del Arco cree que, en realidad, “estamos poniendo el ojo en algo que lleva ocurriendo en las fiestas de pueblo de este país desde tiempo inmemorial”.
Y es que desde que se anunció en septiembre que Kamikaze iba a poner en pie una obra sobre La Manada, el proyecto ha estado entre dos fuegos: el “fuego amigo” de quienes condenan el proyecto por considerar que está explotando el dolor de la víctima, y el “sector Forocoches”, de hombres enfurecidos que siguen cuestionando el testimonio de la chica. La insultan, la llaman gorda indeseable, publican su foto y sus datos personales y se refieren a ella despectivamente como “la auténtica agresora”. Un grupo de trolls que no vocifera en las calles, pero sí en las redes y que, a pesar de las denuncias, logra zafarse de la ley escudándose en la libertad de expresión y utilizando las cloacas de la deep web para alojar sus insultos.
En definitiva, ¿cuántas veces se puede violar a una mujer que ya ha sido violada? Durante la obra, las frías transcripciones de los interrogatorios se convierten en el relato espeluznante de la incapacidad de los miembros de La Manada para comprender el dolor de su víctima. Pero esa misma falta de empatía se percibe también en el aparato judicial, cuando las preguntas de los defensores en escena cobran el mismo tono de intimidación física que la propia violación. ¿Una nueva jauría? Ella es siempre ella. Ellos, los abogados, los acusados, las webs misóginas representan el asedio sobre quien habla sin asertividad porque no ha ensayado su discurso y solo cuenta con la memoria, o la amnesia, de su experiencia de saqueo. Y la memoria no registra, construye, a veces de forma anestésica para huir del dolor.
Cuando a las mujeres que han denunciado una agresión y han pasado por un juicio se les pregunta si volverían a denunciar, la gran mayoría dice que no. A pesar, incluso, de haber tenido sentencias favorables preferirían evitárselo. La razón es que el proceso suele ser brutal: aquella noche de San Fermín, los cinco agresores eyacularon en 15 minutos, pero el interrogatorio en la Audiencia Provincial duró más de tres horas. Mientras rememoraba la pesadilla, entre la víctima y La Manada solo mediaba un biombo. Los abogados le preguntaron por su sonrisa, la cuestionaron por acudir a eventos lúdicos, le afearon su “escaso” trauma, le recriminaron sus fotos de Facebook, su alegría. Y ella les contestó: “Son las fotos de una chica de 20 años que está tratando de reconstruir su vida”.
El magistrado que emitió un voto particular dijo que lo único que veía en los vídeos eran “actos sexuales en un ambiente de jolgorio y regocijo” y abogó por la absolución. Los acusados fueron condenados a nueve años, pero puestos en libertad poco después. Uno intentó renovar su pasaporte (no puede salir del país); otro robó unas gafas y arrolló a un vigilante de seguridad con su coche.
Mientras La Manada espera la sentencia del Tribunal Supremo, se siguen visibilizando réplicas. Una de ellas, “la manada de Villalba”, ya ha sido juzgada por la Audiencia Provincial de Madrid, en una Sala constituida por tres magistradas. La sentencia ha sido más dura: 15 años por un delito continuado de agresión sexual.
“Ahora, con la obra ya estrenada, tengo que decir que estoy muy orgulloso del camino que hemos emprendido –concluye Miguel del Arco–. La gente cree que sabe mucho del caso porque nos han bombardeado con un aluvión de desinformación, pero sale muy sorprendida de la obra y hay un proceso catártico que desemboca en todo tipo de reflexiones. Además, hemos creado una guía pedagógica para que los adolescentes puedan trabajarla antes de verla y los lunes por la mañana haremos función escolar. Como dice Mayorga, el teatro debe coger el ruido del mundo y convertirlo en poesía, y en eso estamos”. Como kamikazes.
20 de enero-18 de febrero
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