Amanda Lindhout lleva ayuda humanitaria a África. /
Tiene la sonrisa cautivadora de quien ha encontrado su "casa en el cielo". Sin embargo, de donde ella ha regresado es del infierno. Después de 15 meses en manos de una milicia de islamistas somalíes, Amanda se quedó en los huesos, cubierta de eccemas, con los dientes rotos, destruida por el hambre, los golpes, la tortura y las violaciones. Pero todavía en pie, gracias a un refugio mental que se construyó. "En el interior de mi casa en el cielo [...] -escribe-, me sentía segura y protegida. Allí era donde las voces aterradoras [...] se callaban, hasta que no quedó más que una. Una voz tranquila, fuerte, una voz de esencia divina. Decía: "¿Ves? Puedes superarlo, Amanda. Es sólo tu cuerpo el que sufre, pero tú no eres solamente un cuerpo. El resto va bien".
En Canadá, su país, el libro que publicó en 2014 es un best seller. Su narración es como ella, tan directa y franca como púdica. Amanda creció en Sylvan Lake, al norte de Calgary, en una familia disfuncional, dividida y bohemia, a la medida de cualquier reality show americano, según ella misma explica.
Su padre abandonó a su madre por un hombre y, a partir de entonces, ella empezó a sentirse atraída por los peores tipos. Sus hermanos tenían problemas con las drogas, mientras Amanda alternaba crisis de anorexia y de bulimia. Afortunadamente para ella, su huida eran los viejos ejemplares de National Geographic que compraba por unos céntimos en una librería de viejo. En aquellas revistas, ella encontró su camino. Después de mudarse a Calgary, donde encadenó trabajos mal pagados (dependienta, camarera...), Amanda consiguió ahorrar lo suficiente para sus primeros viajes. Latinoamérica, en enero de 2002; después el sudeste asiático. Viajar le permitía "ser alguien", dejar atrás la tristeza de su vida cotidiana y a esa familia, cariñosa pero tóxica.
Amanda se compró una cámara de fotos, se apuntó a algunos cursos y adoptó los códigos de los precarios freelance del periodismo de hoy: "No tener miedo de trabajar sin cobertura sanitaria y sin ningún plan de carrera, y soportar estar "sin blanca".
Con sus ahorros financió sus primeros viajes a países como Afganistán o Irak, desde donde mandaba sus crónicas a pequeños medios. Los periodistas no la consideraban una de los suyos, sino más bien una "aventurera", la manera educada de decir que la veían como a una irresponsable. Ella misma admite que asumía riesgos casi sin darse cuenta: "Sí, ya sé que no era consciente, pero eso no significa que me mereciera lo que me pasó".
Con su amigo, el fotógrafo australiano Nigel Brennan, en Mogadiscio después de su liberación el 25 de noviembre de 2009. Habían pasado 463 días capturados. /
En agosto de 2008, Amanda decidió ir a Somalia, el país del que, en pleno caos, huían los periodistas. Iba acompañada de Nigel Brennan, un fotógrafo australiano de 35 años que había conocido años antes en Etiopía. Cuando aterrizaron en Mogadiscio, les sorprendió la atmósfera tranquila de la ciudad, mecida por el soplo del océano Índico. Amanda admite haber "tomado esa calma por lo que no era". El sábado 23 de agosto, ella y el fotógrafo salieron de su hotel fortificado para entrevistar a la doctora Hawa Abdi, una ginecóloga amenazada por el grupo yihadistas somalí Al Shabab. Vivía a solo 20 km al oeste de la ciudad.
El vehículo de Amanda y Nigel acababa de pasar el control, un check-point que señalaba la línea divisoria entre la zona controlada por el Gobierno y la de las milicias, cuando surgió al borde de la carretera un Suzuki azul oscuro y un hombre les apuntó con su arma. "Una ola de pánico me invadió -escribe Amanda-. Íbamos a desaparecer en medio de ninguna parte". Ella y Nigel fueron secuestrados y comenzó para ellos un interminable calvario.
Lo primero que hicieron fue convertirse al islam. "Era para nosotros la manera de sentirnos menos extranjeros y, al mismo tiempo, menos aterrorizados. Hacíamos lo que fuera necesario para permanecer con vida". Al principio, fueron retenidos en la misma celda y trasladados regularmente; pero a las ocho semanas, Amanda y Nigel fueron súbitamente separados. Mientras que ella caminaba en círculos durante seis o siete horas al día por la habitación donde estaba encerrada, Nigel hacía yoga. Amanda escuchaba las risas de los guardias que intentaban reproducir sus posturas.
Amanda tiene hoy 28 años. Desde que fue liberada decidió transformar su pesadilla en una lucha por la esperanza. Creó La Global Enrichement Foundation, una ONG que ayuda a las mujeres y niños somalíes, y ha publicado el libro Una casa en el cielo, en best seller internacional, donde cuenta su larga batalla por la vida.
Debido a que ella era una mujer, despertaba una especial crueldad por parte de sus carceleros. Los secuestradores exigieron un rescate de dos millones de dólares. Y uno de los líderes, Abdullah, hizo creer a sus hombres que, si no recibían el dinero era por culpa de "la chica, que ha dicho a su madre que no pague". Él fue el primero en violarla. Un crimen de apenas 10 segundos, suficiente para provocar un dolor infinito.
Desde entonces, nada fue igual para ella. Otros hombres le siguieron. Incluso aquellos con los que Amanda había conseguido tejer cierta complicidad. Un día, bajo el pretexto de un registro, todos se ensañaron. "Lo que me hicieron aquella mañana en aquella habitación [...] nos precipitó a todos a un nuevo territorio -escribe-. Todos los hombres participaron. Más tarde comprendí lo importante que había sido para ellos, cómo eso les había evitado juzgarse unos a otros. Franquearon todos juntos una frontera funesta detrás de la que toda dignidad quedaba desterrada para siempre entre nosotros. Todos se convirtieron en culpables sin excepción. Mi cuerpo no sufrió durante algunas horas, ni algunos días: lo hizo durante semanas".
Para aumentar la presión sobre las negociaciones del rescate, se organizó incluso un simulacro de ejecución. Cuando sintió la hoja del cuchillo en la yugular, Amanda gritó: "No podéis hacer eso. Yo no tengo hijos. Quiero tener hijos". Para seguir viviendo y tener alguna opción de futuro, aprendió a disociar su espíritu de ese cuerpo violado, golpeado, atrapado y amenazado sin cesar. Se obligaba a respirar según una técnica bien perfeccionada, a concentrarse en los detalles más gratificantes para afrontar la desesperación y, a base de esfuerzos, terminó por construirse esa "casa en el cielo" donde pudo refugiarse. "Cada vez que mis secuestradores me hacían hundirme en la nada más absoluta, yo encontraba un nuevo camino para salir de mí misma. A cualquier sitio, a cualquier sitio, me repetía. Podía ir a cualquier sitio". Y lo hacía.
Volver a Somalia ha significado para ella la oportunidad de enfrentar sus miedos e intentar conjurarlos. /
Amanda fue liberada el 25 de noviembre de 2009, después de que su familia pagara unos 700.000 ¬. Desde entonces, ha vuelto con frecuencia a lo que ella llama su "casa en el cielo". Y aunque los dos primeros años fueron difíciles -"A veces siento todavía las cadenas, los tobillos me duelen, tengo dificultades para andar...", dice-, los psiquiatras saben que su sufrimiento tiene un nombre: estrés postraumático. Un diagnóstico que le permite sentirse menos sola. Hoy, en sus conferencias, habla de su experiencia y, sobre todo, de la resiliencia, la capacidad de sobreponerse a las peores situaciones.
En el último año, Amanda ha dado más de 80 charlas en 25 países. Ha creado una ONG, Global Enrichement Foundation, con programas escolares en Somalia. El 11 de junio de 2015, la víspera de su cumpleaños, supo que Ali Omar Ader, alias "Adam", uno de sus torturadores, el "negociador", había sido arrestado en un aeropuerto canadiense. Tuvo entonces "la impresión de que la tierra se desplomaba". Le hicieron falta meses para que aceptara prestar testimonio en su proceso judicial, previsto para octubre de 2017.
Hoy, está "feliz de que haya justicia, de que sienta aunque solo sea un poco a qué sabe eso por lo que yo he pasado... Es importante que me oiga". Seguramente, cuando los culpables sean condenados, podrá perdonar a la joven ingenua y ambiciosa que una vez fue. Le gustaría perdonar también a esos hombres, "aunque no sea fácil. Algunos días, el perdón, como un punto en el horizonte, es fácil de alcanzar, otros no. Pero, más que cualquier otra cosa, es lo que me ha ayudado a avanzar".
Avanzar. Es la otra palabra mágica de Amanda, que repite como un mantra. Avanzar apoyándose sobre eso que descubrió en ella y que puede revelarse en cada ser humano: una combatividad y una fuerza insospechadas "que sacas desde lo más profundo, porque ante tal adversidad, no tienes otra elección".