La imagen es poderosa: una mujer negra, físicamente imponente, la mejor jugadora de tenis de la historia, apunta con un dedo acusador al juez de silla, un hombre blanco, enjuto y de mediana edad, que está atónito. La jugadora le acusa de sexista por penalizarla con tres puntos por tres infracciones: recibir instrucciones de su entrenador, llamarle ladrón y mentiroso, y romper la raqueta.
Finalmente, Serena Williams –que no hace un buen partido– pierde la final del US Open contra la joven tenista Naomi Osaka. La derrota es simbólica: no solo estaba en juego el jugoso premio y la posición en el ranking, sino la validación de los discursos de una jugadora que hace bandera del feminismo antirracista y cuya sola presencia pone en jaque el establishment de un deporte extraordinariamente elitista.
En los análisis apresurados, la única evidencia admitida fue la obvia mala educación de la tenista. Sin embargo, los malos modos no son raros en las pistas de tenis; es más, se consideran expresión de la personalidad, la pasión o la tensión que experimentan los grandes jugadores. Los monumentales enfados de McEnroe, o las rabietas con raquetas destrozadas de Federer, Djokovic, Lendl o Agassi han ido siempre acompañadas de gritos y palabras gruesas.
Carlos Ramos, el árbitro portugués al que se enfrentó Williams, lleva a gala su reputación de inflexible: ha tenido encontronazos serios con Rafa Nadal, Novak Djokovic y Andy Murray. La diferencia: a ellos solo les amonestó, sin penalizarles. En cuartos de final del último Wimbledon, Djokovic y Kei Nishikori arrojaron al suelo sus raquetas: cero consecuencias. En la pasada edición del Roland Garros, Nadal amenazó al árbitro portugués. Ningún punto le fue arrebatado. Gracias a Serena Williams, ese doble rasero ha salido del armario.
Durante el mismo US Open, el austriaco Dominic Thiem recibió elogios porque, tras romper su raqueta con ira, se la regaló a una fan. Y cuando se hizo evidente que Nick Kyrgios no paraba de recibir instrucciones de su entrenador, el juez de silla, Lahyani, se limitó a reconvenir al coach.
Antes incluso del Serenagate, el sexismo ya se había asomado en las pistas de Nueva York. Hacía calor y los jugadores masculinos se cambiaron las camisetas empapadas en sudor. Pero cuando la tenista francesa Alize Cornet hizo lo propio, fue amonestada por mostrar su modesto sujetador deportivo. ¿El cuerpo de las mujeres solo debe ser visible cuando a ellos les interesa?
Esta manera de aplicar la norma, rigurosamente cuando se trata de una mujer y con laxitud si los infractores son ellos, no es noticia para las tenistas. La campeona estadounidense Billie Jean King tuiteó lo siguiente: "Cuando una mujer expresa sus emociones, se la llama "histérica" y se la penaliza. Si un hombre hace lo mismo, es "franco" y no hay repercusiones. Gracias, @serenawilliams, por invocar este doble estándar".
La Women Tennis Association realizó la misma lectura: "La WTA cree que no debe haber diferencia en los estándares de tolerancia para las emociones expresadas por hombres y mujeres y está comprometida a trabajar con el deporte para que todos los profesionales sean tratados de la misma manera. No creemos que esto sucediese en la final del US Open".
Pero, ¿se trata solo de sexismo tenístico? Hasta que Serena Williams levantó la voz en la pista central de Flushing Meadows, no habíamos visto una reacción tan negativamente unánime a una pataleta deportiva. ¿A qué se debe tan visceral rechazo? ¿Por qué esos minutos de enfado convirtieron incluso a prestigiosas feministas en jueces de circo romano? No nos conformamos con atribuirlo a un caso de mala educación. Demasiados se han sentido incómodos u ofendidos.
Empecemos por lo que se quiere obviar: Serena es una mujer negra. Toda ella es una anomalía en una cancha de tenis. En 93 años de Grand Slam solo ha habido otras cuatro tenistas de color en el máximo nivel (entre ellas, su hermana Venus). No es raro que, desde las gradas, los insultos sobre su color de piel o su cuerpo le recuerden que no está en territorio amigo. Su fisionomía, musculada y fuerte, atenta directamente contra el canon blanco y radiante de la feminidad del tenis de élite.
En junio, Williams apareció en Roland Garros con un mono de color negro, para evitar la formación de coágulos de sangre posparto, y la organización advirtió que no lo toleraría nunca más. Un murmullo de desaprobación reveló la incomodidad ante su negra y fiera presencia. Pero Anna White recibió elogios cuando, en Wimbledon 85, jugó con una malla blanca que resaltaba su figura juncal. Se prohibió el look, pero no hirió sensibilidades. En 2002, Anna Kournikova declaró: "Detesto mis músculos. No soy Serena Williams. Soy femenina. No quiero ser como ella. No me gusta esa masculinidad". En 2012, en un partido de exhibición, Caroline Wozniacki se colocó unos rellenos en los pechos y en el trasero para ridiculizar la silueta de Williams.
Durante su adolescencia, Serena y Venus tuvieron que oír muchos comentarios sobre sus peinados y sus cuerpos. Pero no solo entonces: la presión para que se sometan al molde de la agradable feminidad de las tenistas no ha cedido en las dos últimas décadas. Las aficionadas españolas no podemos extrañarnos: también hemos escuchado comentarios insultantes sobre la fisionomía de Conchita Martínez o la energía a veces agresiva de Arantxa Sánchez Vicario.
Ironizando con la supuesta fragilidad ausente de los cuerpos que no encajan en el ideal femenino, Serena jugó la final del US Open con un tutú negro. Pero estas rebeldías, jaleadas por la masa de fans feministas, no juegan a su favor en la cancha. Las reprimendas a Serena no son solo deportivas, son políticas. Ella es, en sí misma, la negación de la "ley del agrado", como denomina Amelia Valcárcel al deber de agradar que tendría el sexo femenino. De hecho, Valcárcel observa que, mientras otros "deberes" femeninos (obediencia, limpieza, pureza sexual) se van debilitando, el de agradar se incrementa. En otras palabras: podemos conquistar nuevas cotas de libertad mientras, en lo estético, sigamos siendo femeninas, complacientes, sonrientes y agradablemente sexy.
Pero la furia de Serena hizo volar la "ley del agrado" en mil pedazos. No solemos ver mujeres enfadadas ni en la realidad ni en la ficción: en ambos planos, funciona el elemento disuasorio que supone la posibilidad de recibir violencia física a cambio. Por nuestra seguridad, nos educamos en la represión de la furia. Por eso tantas brujas y asesinas de ficción eligen estrategias silenciosas para lograr sus objetivos. El estereotipo que nos retrata de natural civilizadas y pacíficas, nos empuja como contrapartida al territorio del sarcasmo amargado y la maldad recóndita. En la mitología clásica, los dioses expresan su cólera de manera legítima; cuando Hera hace lo propio, es tachada de infantil y celosa.
Katharine Hepburn protagonizó 'La fiera de mi niña' (1938) sin llegar más que a gatita: se salía con la suya por hacer pucheros o no darse por enterada de lo que se esperaba de ella. Jo, la hija rebelde de 'Mujercitas', luchaba infructuosamente contra su temperamento, hasta el punto de tenerse por odiosa. Y cuando pedía ayuda a su madre, la respuesta de esta no tenía desperdicio: "Yo misma he tratado de mejorar mi temperamento desde hace 40 años y solo he logrado reprimirlo. Me enojo casi todos los días de mi vida; pero he aprendido a no demostrarlo, y aún tengo la esperanza de aprender a no sentirlo".
Perder los estribos es cosa de mujeres inestables, histéricas, locas. De ahí que las mujeres fuertes de nuestra ficción actual, de la Olivia Pope de 'Scandal' a la Cersei Lannister de 'Juego de tronos', traten por todos los medios de controlar su furia. Una heroína desatada, cual William Wallace o el mismísimo Hulk, resulta impensable. En 'Del revés' ('Inside out'), el perspicaz análisis de nuestro sistema emocional de Pixar, la ira se encarna en un personaje masculino, reforzando la idea de que es un lugar que les corresponde, por tradición, a ellos. El recuerdo catártico de la furia asesina de Uma Thurman en 'Kill Bill' (Quentin Tarantino, 2003) se desinfló al escuchar de sus labios que, antes de hablar de su experiencia con Harvey Weinstein, necesitaba serenarse: " Cuando hablo desde el enfado, me arrepiento de cómo me expreso. Cuando esté lista diré lo que tenga que decir".
En el mundo anglosajón, la expresión tone policing (algo así como "la policía del tono") se refiere a la técnica que busca silenciar lo que dice una persona señalando lo inadecuado de su tono y obviando la carga emocional que puede conllevar su mensaje. Las mujeres sabemos que nuestra credibilidad depende en un altísimo porcentaje de nuestro control del tono. Si nos enfadamos, seremos tachadas de inadecuadas, como poco.
En 2014, el documental estadounidense 'She’s beautiful when she’s angry' (' Está preciosa cuando se enfada") mostró cómo solo la furia de las mujeres de los 70 logro romper la cárcel de lo doméstico, el silencio sobre los derechos reproductivos o la invisibilidad del cuerpo femenino. El aplauso ante la determinación furiosa de estas mujeres, mayoritariamente blancas, fue general. ¿Por qué ha molestado tanto su ira?
El escrutinio, la vigilancia, el disciplinamiento y la agresión sobre las mujeres racializadas sigue sin ser reconocido y sus rebeldías y resistencias continúan hiriendo la sensibilidad de las que han asumido un autocontrol que han podido intercambiar por ventajas. La censura desde el feminismo a la explosión iracunda de Serena, ¿está cerrando los ojos ante el racismo, presente y pasado, hacia las mujeres negras? El esclavismo elaboró el mito de su agresividad para justificar torturas y forzar su total sumisión y silencio. Cualquier mujer negra, latina, gitana o indígena es hoy percibida automáticamente como agresiva y se le supone mayor predisposición a perder el control. La persistencia y enraizamiento del estereotipo en nuestra sociedad convierte el enfado en un lugar vedado para ellas. De ahí que desde el feminismo se luche por abrirlo: la expresión de su furia no puede ser otra cosa que un privilegio bien ganado.
Serena Williams ha sufrido insultos fuera y dentro de las pistas durante toda su carrera; se vigila su vestimenta; se cuestiona constantemente su integridad, se rechazan su corpulencia, sus rasgos, su pelo. Es habitual que se la compare con un animal. ¿No es comprensible su ira? En julio, ella misma reveló en su cuenta de Twitter que es la tenista más sometida, de largo, a controles antidoping. Mucho más que, por ejemplo Maria Sharapova, que dio positivo en Meldonium en 2016 y fue suspendida durante dos años, pero con su reputación y sponsors intactos.
En la caricatura viral del periódico australiano Herald Sun, se retrata a Serena Williams como una mujer enorme, fea, enfadada, con los rasgos del estereotipo esclavista de la mammy; Naomi Osaka aparece rubia, esbelta y aniñada. Pero hay un problema con esa representación: Osaka es también una mujer negra. Su padre es haitiano. Pero el blanqueamiento era necesario para que la broma racista funcionara.
Crystal Marie Fleming, profesora de Estudios Africanos y autora de 'How to be less stupid about race' (' Cómo ser menos estúpidos en cuanto a raza') habla de misoginoir (misoginia negra) y de la necesidad de una alfabetización racial que solo puede empezar escuchando a las mujeres de color. Reprimir su enfado con nuestras exigencias de autocontrol supone deslegitimar su existencia misma, enfrentada a postergaciones intolerables en cualquier rango de ingresos y agresiones insoportables para las mujeres en situación precaria. ¿Cómo pretender que repriman su rabia frente a la injusticia, si es la energía que les permite luchar contra ella?
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