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Diario de una sufridora navideña (en rehabilitación)

Diseñar una Navidad perfecta puede convertirse en la peor de las pesadillas.

K. Vázquez Madrid

Tarjetas artesanas, decoración exquisita y ecológica, menú gourmet digno de Ferrá Adriá, regalos únicos y personalizados...

Me llamo Alicia Díez, tengo 38 años y hasta hoy he sido una sufridora de la Navidad. Lo he sido desde los 28, cuando me independicé y decidí que en mi vida todo sería especial y diferente. "Especial" y "diferente" son dos conceptos inherentes al sufridor navideño. También se pueden añadir otros adjetivos, como "bio", "antisistema" y "auténtico". Cualquiera de ellos significa que en mi casa no ha entrado jamás ni entrará nada que no sea homemade, es decir, hecho con mis propias manos, amor y espíritu navideño. Significa que no se hacen regalos industriales ni fabricados en serie.

Que todo está personalizado hasta las últimas consecuencias. Que no se compra comida precocinada. Que no se repite decoración navideña, ni se adquieren árboles sintéticos con abalorios de plástico brillante. Que los langostinos no se compran hasta la tarde-noche del 24 de diciembre. Que la mayonesa se bate a mano. Y que no puede faltar a la cena nadie de la familia. Quiero en mi casa hasta al último cuñado. No importa que esto suponga desplegar estrategias bélicas dignas de la guerra fría. Ahí estaré yo para neutralizar los dos lados del muro de Berlín.

Como se puede ver, estoy en terapia para superar mi vocación de complicarme la vida. Las circunstancias que me han traído hasta aquí (una especie de diván freudiano con una terapeuta que no da crédito cuando le explico que empiezo a fabricar las tarjetas de felicitación a finales de octubre, siempre con papel reciclado y resinas naturales, y que tengo una hoja de Excel para hacer los envíos antes de que se colapse Correos) han sido la angustia extrema y un ataque de ansiedad prenavideño sobrevenido cuando descubrí que llegaba la hora de retirarme de todas mis actividades sociales para dedicarme en exclusiva a preparar el maratón navideño.

Contra todo pronóstico, mi cerebro se rebeló ante mi fatal destino y entró en un estado catatónico porque la perspectiva de pasar dos meses dedicado a materializar mi amor al prójimo lo fundió. Así de ingratos son los cerebros.

Mi terapeuta me reta a poner en marcha la operación "Resistencia pasiva a la Navidad", que consiste en aplicar la filosofía de Mahatma Gandhi: no violencia y desobediencia civil. Huelga de brazos caídos y dejar que todo fluya. Como todo el mundo sabe, todo fluirá hacia el desorden y el caos, hacia los turrones de marca blanca y los regalos del todo a 1 €. Una cascada de acontecimientos que desembocará en un cuñado, un ser superior sentado a la derecha de Dios, contando otra vez en la mesa su particular teoría sobre quién mató a Kennedy y sacando el tema, pacífico donde los haya, de la superioridad del PC sobre el Mac. Antes no se podía hablar en la mesa ni de política ni de religión. Ahora los temas prohibidos son los ordenadores y los teléfonos móviles.

Para esos casos, mi terapeuta me ha prescrito un ansiolítico. Puedo doblar la dosis en caso de que mi cuñado se adentre en el oscuro territorio de su indiscutible liderazgo en ese sitio donde abunda la sabiduría y el pensamiento abstracto conocido como Forocoches. Medicación mediante, podré mantenerme en silencio sin levantarme de la mesa otra vez a servir el próximo plato homemade que neutralice la inminente bronca. ¡Ah, qué no! Que si sigo la filosofía de Gandhi no habrá un menú de 14 platos caseros. Lo que debo conseguir es fluir con gracia y desparpajo en ese mes prenavideño en el que suelo estar ocupada preparando unas Navidades "especiales y diferentes".

  • Soy un junco hueco... o no

Este año, como parte del propósito "Tendré unas navidades fabulosas y perfectas" que hice en enero de 2015 y antes del ataque de ansiedad que ya os comenté, planeaba cocinar tres tipos de rissotto con la dificultad añadida de no haber hecho ninguno en toda mi vida. Ya había comprado un libro de cocina especializado en rissottos, e incluso había iniciado uno de mis rituales navideños preferidos: quejarme.

Sí, ¿qué sería de una Navidad sin quejarse? La única recompensa que tiene el trastorno obsesivo compulsivo navideño es la queja. Es catártica y liberadora. Me quejo porque la Navidad cada vez empieza antes, porque la masa de mazapán ya no es lo que era, porque la gente no tiene claros sus planes a finales de agosto, porque el calentamiento global no me permite encender la chimenea y crear un adecuado espíritu navideño, y porque la gente prefiere el Tinder a escuchar villancicos, o lo que sería más adecuado, a cantarlos en amor y compañía.

Mi terapeuta me ha subido la dosis de ansiolítico para que inicie otro reto: 30 días concretamente los que trascurren entre el 10 de diciembre y el 10 de enero, sin quejarme. Cada vez que una queja fagocite mi cerebro, debo fluir hacia el low cost y la teoría del mínimo esfuerzo, hacia el "vive y deja vivir". Afirma el terapeuta que tengo que hacer un esfuerzo porque mi diagnóstico ha sido tardío, lo que empeora el pronóstico y las posibilidades de recuperación.

  • Propósito de enmienda

Tampoco debo fabricar en casa las velas con esencia de canela y cardamomo. Para seguir las enseñanzas de Gandhi, debo comprarlas hechas. Asimismo, debo aceptar que la mayonesa puede tener colorantes y estabilizadores varios y que los langostinos pueden congelarse, Gandhi no pondría ninguna pega por ello. En esta nueva etapa de crecimiento personal, tampoco debo invitar a TODOS los vecinos a brownies y magdalenas orgánicas en mi tradicional merienda prenavideña, que tiene lugar una vez que he decorado la casa con gusto exquisito y diseños originales, sin repetirme (son los mismos invitados cada año) y sin dañar el medio ambiente.

Debo superar el hábito de interrogar inquisitivamente a todos los miembros de mi familia acerca de sus aspiraciones y deseos más íntimos, con la finalidad de acertar de pleno con mis regalos navideños. Y debo aceptar que meter en la caja el ticket regalo no es una vulgaridad. Cambiar un regalo no es una ofensa trascendental e imperdonable, Gandhi dixit. Admitir esto último requerirá una dosis extra de ansiolíticos, advierto a mi terapeuta. Por cierto, son los fármacos más vendidos en España en Navidades, mucho más que los protectores gástricos.

Según mi terapeuta, mi forma de vivir estas fechas me ha permitido "recrearme en mis desgracias y desplegar tácticas pasivo agresivas con mi entorno". Dice que debo dejar de sacrificarme por los demás para luego echárselo en cara en "un fino ejercicio de chantaje emocional".

¿Qué hago eso yo? ¿Yo que me paso un mes trabajando como la esclava de Papá Noel para nadie me lo reconozca? ¿Yo que estoy sola en la cocina desde el 20 de diciembre? ¿Yo que solo aspiro a que no se hable más que de mí misma en estas fiestas? ¿Yo que no pruebo ni una copa de cava hasta que no están todos servidos?

La psicoterapeuta me vuelve a aumentar la dosis de medicación. Dice que, si me sorprendo a mí misma recogiendo almendras en una dehesa de Extremadura para hacer turrón guirlache casero, que llame a Urgencias, deje de confiar en las benzodiacepinas y me entregue a la sujeción mecánica.

Barómetro de la tensión familiar

  • Baja. La mitad de la familia llega tarde a pesar de que en la convocatoria se aclaraba que el horario no era flexible ni orientativo. Realizas cuatro respiraciones profundas y miras al futuro con confianza.

  • De baja a media. Los retrasados aparecen con un invitado. Falta un cubierto. Falta un regalo. Falta una copa... Salgo corriendo a comprar todo. Sprint final.

  • Media. El cuñado por excelencia me pregunta cuánto tiempo de cocción lleva el pavo. Se asombra cuando le respondo que la cocción es lenta y larga. Me explica con todo detalle por que él lo habría hecho mucho mejor. Claro, tiene un horno de última generación, que no consume energía. Sonrío. Respiro. Le digo que nadie le ha pedido opinión.

  • Media. Mi prima la del pueblo solo la veo en Navidades y la última vez estuvimos seis meses sin hablarnos (quiero decir, sin whatsapearnos) comenta que estoy más gorda que el año pasado. "Tú, en cambio estás mucho más joven. Creo que se te ha ido la mano con el botox de la frente, no se te ha quitado la cara de asombro desde que has entrado por la puerta", contraataco.

  • Media alta. Mi cuñado abre la nevera y dice que se ha comprado una mucho mejor, más barata y que consume menos. Los cuñados siempre hacen las cosas mejor y a coste cero. Además, lo hacen antes de que a ningún otro ser humano se le hubiera ocurrido la idea. Por eso son cuñados. Es un sacerdocio.

  • Media alta. En la mesa, con los entrantes, alguien habla de las elecciones. Pongo cara de perro. La convocatoria prohibía expresamente hablar de política y he comprado el cava en La Rioja. Empieza a pitar el horno con el suflé y aún estamos en los entrantes.

  • Alta. Mi cuñado dice que ese sonido es propio de hornos que están descatalogados en el mercado. El suyo, en cambio, emite susurros delicados y murmullos sutiles. Lo mando callar. Mi marido dice que estoy tensa. Lo mando callar. Mi suegra dice "Hmm". La mando callar. El horno emite un pitido agudo y constante. Lo mando callar.

  • Muy alta. Debo decidir en dos minutos si apago el horno y se baja el suflé, o si sirvo el postre antes del primer plato. Lo cual elevaría al máximo el nivel de cuñadismo y sería la anécdota preferida de mi suegra durante el resto del año. Paso al plan B: tiro el suflé a la basura.

  • Muy alta. Mi suegra comenta que es muy arriesgado hacer un suflé para la cena de Nochebuena. Mi madre le da la razón y aporta un dato más: "Sobre todo si lo haces por primera vez". Ambas tienen problemas de oído pero gozan de una vista de águila imperial. Evidentemente me han visto tirar el suflé a la basura. Hago tres respiraciones profundas.

  • Punto máximo. Mi cuñado se marca una conferencia sobre cómo hacer un suflé en Nochebuena con la máxima eficiencia y el mínimo gasto energético. A la porra los ansiolíticos, me sirvo una copa de vino.

20 de enero-18 de febrero

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