Padre cogiendo a su bebé /
El padre es la persona capaz de cumplir la función de la paternidad y asumir el compromiso psicológico y afectivo que eso conlleva, por lo que no necesariamente tiene que coincidir con el padre biológico. Debe realizar, entre otras, la misión de separar al hijo de la madre, que inevitablemente al nacer se encuentra apegado y confundido con ella. Es ese tercero quien pone orden en el triángulo en el que todos nos encontramos al nacer. Al interponerse en la relación entre la madre y el hijo, pone límites entre ambos. Ello permite al hijo o a la hija construir una identidad propia, salir de ese estado de simbiosis con la madre y dirigir sus pulsiones hacia otras personas.
El padre es para la niña un descubrimiento, un refugio y alguien que la decepcionará. Es un descubrimiento porque al principio la madre es su centro de interés. Cuando se fija en él, se produce una separación saludable para ambas. La madre necesita ayuda y libertad para no estar pendiente de su hija; y la hija necesita que el padre la salve de quedarse demasiado dependiente de su madre, con una identidad precaria.
Ahora bien, las negativas del padre a las demandas de la niña son entendidas por ella como una falta de amor y entonces ese hombre, que a los ojos de su hija está idealizado, pasa a decepcionarla. Este sentimiento de decepción solo se podrá paliar con grandes dosis de ternura, que es el lenguaje emocional que organiza la vida psicológica de la niña.
Cuando por dificultades psicológicas el padre no apoya suficientemente a su hija o la rechaza, la niña no tiene más que dos opciones llenas de obstáculos: la rebelión o la indefensión. El primer camino es la respuesta a la herida que ha sufrido. Se enfrenta a él y le odia por su falta de atención, lo que al mismo tiempo le provoca un sentimiento de culpa que la atará a su padre de forma inconsciente. Se relacionará, por tanto, con hombres que la decepcionen para no abandonar a ese padre al que permanece unida de forma patológica.
El camino de la indefensión, en cambio, es el que la convierte en una mujer inmadura con dificultad para tomar decisiones, por lo que probablemente buscará a un hombre que, en cierta medida, la domine.
El padre favorece el desarrollo de la niña cuando la apoya en sus proyectos de integración social. Si la acompaña en su orientación cultural y profesional, que la libera de su dependencia familiar, la ayudará a convertirse en una mujer que se sienta a gusto consigo misma.
El padre no tiene que usar palabras descalificadoras hacia sus hijos. Con esa actitud, está colocándolos en un lugar de poco valor y daña su autoestima.
Es un error suponer que es bueno el hecho de que los niños no protesten o se rebelen ante las reglas educativas. El padre tiene que aceptar sus protestas sin abandonar su lugar de poner límites.
Es un error suponer que la palabra del padre no pesa sobre los hijos porque aparentemente no le hagan caso.
Un padre que no sostiene su lugar dificulta que la hija tenga una buena relación con la feminidad, porque ella intentará negar todas las carencias que haya sentido y se culpabilizará por ellas, como si hubiera sido la responsable de las dificultades paternas.
Según la psicoanalista Janine Chasseguet-Smirgel, la culpa de la niña en relación al padre no solo dificulta sus relaciones sexuales con otros hombres, sino su desenvoltura en tareas tradicionalmente atribuidas al hombre y connotadas de un aura de poder. En tales casos, la hija, cuando se convierte en mujer, asocia inconscientemente que quita ese poder al padre, por lo que prefiere renunciar a él antes que dañar la imagen que tiene de su progenitor.
Esta culpabilidad lleva consigo consecuencias nefastas sobre el psiquismo y determina en gran medida el papel de la mujer en la sociedad. La conquista de actividades intelectuales, profesionales y creadoras tiene que salvar, en algunas ocasiones, una culpa demasiado alta.
En cuanto al niño, durante los primeros años de su vida, idealiza a su madre y después a su padre. Si no baja al padre de esa posición idealizada, es posible que se mantenga sometido a lo largo de la existencia a otras personas que considerará superiores. El padre tiene que comprender la rivalidad del hijo para conseguir que este se sienta cerca de él, apoyado y querido. Pero si el adulto rivaliza con el hijo, este se verá afectado en su identidad masculina.
A partir del nacimiento: el padre, al igual que la madre, tiene que participar de los cuidados del hijo. Ambos tienen que aportar un modelo de identificación para el niño y para la niña.
Durante el primer año: el progenitor deberá elaborar su propia posición femenina. Los padres jóvenes colaboran cada día más con tareas que tradicionalmente estaban asignadas a las madres, como, por ejemplo, la de cambiar los pañales.
Del segundo al quinto año: aquí el padre debe intervenir procurando disolver la simbiosis que el hijo puede tener con la madre proponiendo juegos y estando presente.
En la etapa escolar: la importancia de la presencia del padre en lo que refiere a temas relacionados con la escuela del niño es primordial.
En la adolescencia: conviene que tenga tolerancia a los cuestionamientos. El crecimiento del hijo supone también que el progenitor se hace mayor y esto genera una crisis que él mismo deberá tolerar.
El padre da a los hijos estima y fortaleza para ser independientes en la vida y poseer una identidad madura, si él a su vez ha podido elaborar su historia.
Cuando un progenitor tiene conflictos con su paternidad, está repitiendo sin saberlo antiguos problemas que no ha podido resolver con su propio padre, por lo que conviene que se pregunte por su propia historia afectiva.
El padre debe comprometerse con la tarea afectiva que conlleva tener un hijo y asumir su rol de adulto protector, que guía y acompaña a su hijo o hija, ayudándoles a crecer y a ser autónomos.
No se puede hacer sentir culpables a los hijos cuando van en contra de lo que se había esperado de ellos. El progenitor tiene que reflexionar sobre lo que valora y pide a su hijo y la confianza que tiene depositada en él.