Cuando nuestra madre envejece, su fragilidad aumenta y llega un momento en el que necesita cuidados materiales y emocionales. Según haya sido nuestra relación, viviremos esa tarea como algo que nos enriquecerá o como una obligación. Al cuidarla, dejamos de ser solo hijas y comenzamos a devolver algo de lo que recibimos. ¿Pero qué sucede cuando no podemos cuidar a nuestra madre enferma como nos gustaría?
Se acercaba el Día de la Madre, e Irene no sabía qué regalarle a la suya que, además, la estaba agotando. Su madre tenía 80 años y se había roto una cadera. Desde su operación, no podía estar sola. Para complicarlo todo aún más, Irene acababa de lograr el trabajo de su vida y se encontraba muy ocupada. Al final, consiguió ponerse de acuerdo con su hermano y repartirse entre todos el tiempo de cuidados que su madre necesitaba.
A pesar de ello, Irene se sentía muy mal consigo misma, porque pensaba que debía dedicarle más tiempo del que podía. "No puedo curar a mi madre", dijo cuando llegó a la sesión de psicoterapia a la que acudía, para enseguida comenzar a llorar. En realidad, no había querido decir "curar", sino "cuidar". "¿De qué habría que curarla?", preguntó la psicoanalista. Irene empezó a hablar del lapsus que acaba de tener. Había trabajado en la terapia la relación con su madre y por ello podía llevarse mejor con ella. Pero ahora, ante la excepcional situación en la que se encontraba, volvía el agobio.
Las fragilidades y carencias de nuestra madre nos acercan a ella, si no las niega y nosotras no nos asustamos.
Si sus demandas nos resultan excesivas, quizá tengamos el deseo infantil de creer que solo nosotras podemos complacerla. Por ello se abandonan todas las demás tareas y su cuidado invade nuestra vida.
Una hija que no puede ver a su madre como una mujer mayor que precisa protección es una mujer que mantiene la imagen infantil de una madre omnipotente que está siempre a su disposición.
El deseo inconsciente de Irene de curar a su madre escondía que no podía resistir su fragilidad. Al poco de nacer, su madre cayó enferma y a Irene la cuidaron su abuela y una tía. Esta separación la llevó a sentir un gran desamparo. Además, organizó una fantasía inconsciente en la que se sentía responsable del mal que había sufrido su madre.
Esa idea la llevaba a hacerse responsable de curarla, un deseo imposible que la dejaba exhausta y que nacía de su desamparo infantil. Ahora trataba de compensarlo apegándose a su madre en exceso y abandonando sus otras actividades. Cuando fue capaz de poner palabras a estas fantasías, pudo buscar ayuda para cuidarla.
Algo nos duele cuando no hemos logrado hacer las paces con nuestra madre. Cuando esto sucede, se permanece en una posición infantil que niega sus carencias y la mantiene en una posición todopoderosa.
La madre es nuestro primer amor, al que tenemos que renunciar para llegar a querernos a nosotras mismas y ser independientes. Siempre seremos herederas del amor que nos tuvo, pero esa herencia implica la responsabilidad de transformar aquello en lo que ella tuvo dificultades. Nuestra madre, como todas las mujeres, reeditó sobre nosotras conflictos inconscientes que sufrió con la suya. Por eso, al tener hijos, nuestra mirada hacia ella se vuelve más comprensiva o más crítica.
Cuando envejece, según hayamos vivido nuestras carencias y las suyas, tendremos más recursos para ayudarla como lo necesita. Hacer las paces con la madre es hacer las paces con nosotras mismas. Mientras la rechacemos por sus debilidades o fracasos, su enfermedad o su vejez, seguiremos insistiendo en que debería ser como a nosotras nos gustaría que fuese.
No aceptar la imposibilidad de este deseo nos mantiene atadas patológicamente a ella. Además, la proyección de estos sentimientos lleva a pensar que es ella la que no nos quiere ni acepta como somos. El problema es que, mientras tengamos hacia ella quejas o reproches, nos sentiremos culpables de nuestras emociones. Entonces, la incomodidad en la relación y la imposibilidad de sentirnos a gusto con el cuidado que le damos, estarán garantizadas.
Se trata de un término acuñado por la psicoanalista Françoise Dolto. Designa las facultades de una persona para ser y hacer de madre. El maternaje se puede llevar a cabo con cualquier persona.
Una persona que cuida a otra tiene que tener el deseo de hacerlo y no sentirse demasiado invadida por la demanda de esa otra que requiere atención. La labor de maternaje la podemos llevar a cabo con nuestras madres cuando llega el momento en que lo necesitan.
20 de enero-18 de febrero
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