La familia es el punto de partida de nuestra vida. Todos tenemos una y en ella aprendimos a amar, y también a odiar. En el hogar recibimos ternura, contención, caricias y halagos, pero también rechazos y críticas. Las raíces de nuestra vida emocional se encuentran sepultadas en nuestra primera infancia; sobre ella se levantará la base desde la que se organizará nuestra identidad y la forma de relacionarnos.
Las reuniones en estas fechas nos hacen recordar la infancia. Si estos días nos ponen tristes, es porque miramos más al pasado y a lo que no fue bien. Quizá seguimos enlazados a lo que perdimos y no aceptamos lo que no pudo ser. En este caso, no hemos podido modificar dentro de nosotros vivencias antiguas.
Es posible que la palabra familia evoque en algunos el calor tibio y melancólico del pasado, o bien un número de recuerdos nada agradables y de personas con las que ya no se tiene mucho que ver. Puede que sea, para algunos, un sinónimo de asfixia, de cargas abrumadoras, que represente un manto de plomo sobre el corazón; que la familia se sienta como el lugar donde no se es reconocido, donde se es atacado, donde no se puede decir lo que se siente si no está de acuerdo con lo que “se debe” sentir, si no se ajusta a una ley familiar que prohíbe ciertas diferencias.
Las reuniones familiares producen un cotillón de emociones donde la gama de colores del confeti representaría la gama de afectos que se ponen en circulación: el negro del rencor, el rojo del amor, el blanco de la ternura, el verde de la esperanza en el apoyo del otro, el azul de la tranquilidad, el marrón de la asfixia, el morado de la tolerancia.
En cualquier caso, los miembros de nuestra familia forman parte de nuestra vida. Nuestro mundo emocional se ha organizado a partir de la red de afectos que hemos organizado con ellos. Todos tenemos en nuestra mente una novela familiar que hemos escrito con los afectos, deseos y frustraciones que hemos vivido. Lo bueno de esto es que, en cierta medida, podemos reescribir y cambiar un poco esa novela si estamos dispuestos a aceptar las limitaciones ajenas y las propias.
Andrea preparaba como siempre la cena para el día 31 de diciembre. Coincidía con el cumpleaños de su padre y todos se reunían a cenar en su casa. Después, sus hijos y sus sobrinos se iban de fiesta. Andrea tenía poca relación con su hermana: siempre esperaba que la ayudara, pero nunca lo hacía. Y no solo no ayudaba, sino que solía protestar. Este año comenzó diciendo que siempre comían lo mismo, que ya era hora de cambiar el menú. A Andrea, las críticas de su hermana le irritaban, pero se sorprendió a sí misma respondiendo: “Llevas razón, siempre cocino lo mismo, lo hago por papá, porque le gusta así; pero te propongo que el año que viene prepares tú la cena y nos sorprendas con un menú diferente. Me encantaría”.
Un poco desconcertada, su hermana rectificó: “Bueno, pues lo hablamos. De todas formas, tampoco pasa nada por comer lo de siempre, a ti te sale muy bien”. Era la primera vez que alababa su trabajo.
Andrea se dio cuenta de que lo que le amargaba la cena del día 31 era la importancia que daba a las críticas de su hermana, así como su dificultad para frenar sus agresiones. Esperaba un imposible: que su hermana cambiara, que reconociera al fin su esfuerzo, o, al menos, que no lo criticara. La antigua rivalidad fraterna no estaba superada. Ella nunca respondía a los comentarios agresivos para evitar que sus padres se disgustaran. Pero esta vez había respondido de forma sutil y contundente. Por eso, en lugar del enfrentamiento que temía, apareció una rectificación. Quizá lo había podido hacer porque ya no esperaba nada de ella.
Andrea también se había dado cuenta de que ella ocupaba en la familia el lugar de la buena y se había cansado de ese papel que, en alguna medida, había asumido. Decidió cambiarlo, lo que le hacía sentirse mucho mejor: era un alivio dejar de ser la buena. A partir de ahora, estaba decidida a contestar a sus impertinencias, eso sí, con ironía y sin ningún enfado.
Andrea acababa de descubrir que la manera de estar más cómoda en las reuniones familiares se basaba en no guardarse emociones que le hicieran daño. Esa noche no tuvo el malestar con el que solía acabar estas cenas de fin año. Siempre había deseado devolver a su hermana las agresiones que esta le dirigía. Una vez expresados sus sentimientos, desapareció el malestar y disfrutó de una cena tranquila.
Cuando hay incomodidad o malestar en una reunión familiar, es porque existe un deseo camuflado que busca manifestarse y no lo consigue. Para mitigar los malestares, lo mejor es reconocer los deseos accesibles a la conciencia e intentar ponerle palabras.
20 de enero-18 de febrero
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