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"Hey, tengo un cachorro", por Caitlin Moran

No sé si alguna vez habéis ido a veranear con una cachorrita de dos meses en el bolso, pero si vuestra respuesta es no, os lo recomiendo...

Caitlin Moran / D.R.

Caitlin Moran
Caitlin Moran

No sé si alguna vez habéis ido a veranear con una cachorrita de dos meses en el bolso, pero si vuestra respuesta es no, os lo recomiendo. Sobre todo si te sientes derrotada por la vida, o deprimida o solo ligeramente melancólica.

Os lo aseguro: intentar ponerle la correa a esa pequeña bola de pelo en la entrada del chiringuito es como resolver de un plumazo los problemas del mundo. Porque un cachorrito parece curar no solo tu propia infelicidad, sino también la de toda alma viviente que se cruce en tu camino. Mientras le lleves contigo, eres como el Louis Pasteur de las almas. ¿Y el perrete? El perrete es un dispositivo inventado para hacer que la gente pierda la cabeza.

Yo he entrado en un bar gay con Lady Gaga, he caminado por la calle con Benedict Cumberbatch en plena ola de sherlockmanía, pero nunca, nunca, he visto girarse tantas cabezas como cuando voy con mi pequeña y alegre cachorrita.

Es flipante, pero la gente realmente ama a los perros. Todas esas personas con las que te cruzas en el paseo marítimo, con sus caras normales, la tensión del calor en el rostro, la boca como en un rictus, los ojos entrecerrados por el sol, simplemente explotan de felicidad al verte (verle) y se vuelven radiantes y alegres como dientes de león flotando en la brisa veraniega. Y de pronto te ves con una fila de 10 personas pugnando por rendirle pleitesía al bicho. "¡Pero bueeno! ¿Cuánto tiempo tiene? ¿La puedo coger? ¡Ay qué pequeñita! ¡Qué cuqui! ¡Qué pena que no están los niños aquí! ¡Es que me muero! ¡Y que bien huelen! Como a café con leche ¿no? ¡Ay, ay, mira como me lame! ¡Hace cosquillas! ¿Puedo besarla? ¿Mamá, puedo besar al perrito?".

¡Pero claro que puedes, majo! Todos pueden besar a mi perrita. De hecho, permitidme que insista: todos los presentes deberían abrazarla, olfatearla, apretarle las patitas y tomarle fotos para enseñárselas a sus amigos. Tengo que admitirlo, esto es, probablemente, lo más grande que puedo hacer por la humanidad. Solo parándome aquí, tengo el poder de alegrar a cualquiera. Tener un cachorrito es lo opuesto a tener un arma, al sostenerlo en tus manos y apuntarlo a los demás puedes insuflarles vida. Por ejemplo, un señor mayor acaba de girarse muy solemne para decirme, con la sonrisa de un niño de 10 años en el rostro: "Hey, vaya amiguito tienes ahí, ¿eh?, ¿a qué sí?", mientras le acariciaba la panza con sus manos arrugadas como si él mismo fuera un perro viejo, de otro tiempo.

Sí, un cachorrito es pura y simple alegría. Y la verdad no sé por qué me he resistido durante tanto tiempo a tener uno. O por qué mi hija ha tenido que pasarse cuatro largos años machacándome ("Mamá, quiero un perro. Mamá, quiero un perro. Mamá, quiero un perro. Mamá, quiero un perro") hasta conseguirlo. Yo pensaba, y voy a ser honesta aquí, que un perro arruinaría nuestras vidas. Otra responsabilidad, otra cosa que necesita cuidados y documentación y medicinas y consuelo y comida. Buf. ¡Si llevo desde 1999 intentando estar sola durante 10 minutos con un libro!. "Yo es que soy más de gatos —pensaba—. A los gatos no hay que educarlos, ni cuidarlos, vienen listos para usar: simplemente los llevas a tu casa, les dice dónde está el baño y ya ellos siguen a su bola. Los gatos son una ventaja, no un problema".

Pero la cruda realidad es que con un gato una no hace ni un solo amigo. Todo lo contrario, los gatos son accesorios para gente que no quiere amigos. Algo que tienes cuando te apetece cerrar la puerta de tu casa y sentarte con algo igualmente autónomo y antisocial que tú, en un silencio cómodo y ronroneante.

Los perros, por su parte, son un nexo con el mundo exterior. Es simple: como ellos están felices de salir de casa, tú inmediatamente te sientes feliz de salir de la casa. Y al igual que un sabueso que camina lento olisqueando cada poste, te verás obligado a pararte sin hacer nada, mirando al cielo, o escuchando a los pájaros o la lluvia, bajo la capucha de tu sudadera, hasta que te veas golpeada por la verdad más obvia: el mundo es asombrosamente hermoso. Y entonces te verás a ti misma preguntándote si el mundo ha sido así de exquisito siempre. O por qué hasta ahora no habías salido nunca a pasear. O qué más se le puede pedir a la vida.

En serio, tu ritmo vital se resetea y ahora que tienes que salir como mínimo dos veces al día eres, finalmente, parte del gran mecanismo de relojería de tu barrio. Siempre en el parque, a la misma hora, como los chicos que hacen peyas, como los chatarreros, como el cartero que pasa raudo. Sintiendo el continuo y apacible tic tac de la semana, del mes, del año y de la vida lenta. Sintiendo, cuando los viejos que alimentan las palomas te dicen que el tuyo es el cachorro más lindo que han visto en su vida, que finalmente has encontrado la magia.

Por cierto, su nombres es Luna y hace dos meses no estaba en mi vida.

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