Isabel (nombre ficticio, porque para qué vamos a hacer leña del árbol caído) decidió simular una trama criminal en Instagram. Publicó una foto al borde de un balcón en Venecia, una pretendida persecución con varios pares de pies peligrosamente cercanos al vacío. Debajo, los canales, y el reflejo en el agua de dos cuerpos que se perseguían. “Solo puede quedar uno. Él o yo” @MuertenVenecia.
La cruda realidad es que Isabel fue sola a este viaje. No hubo persecución. No hubo contrincante. Pero con un poco de habilidad con la cámara y buscando el ángulo más propicio, logró el espejismo. La publicación generó cierto revuelo. Algunos se alarmaron, otros se burlaron, otros escribieron: “Fotón”. Ella, que suele contestar rápidamente a los comentarios, permitió que cundiera la intriga. Al cabo de una hora, cuando ya se habían acumulado suficientes likes, apareció como una reinona: “The winner takes it all” [“El ganador se lo lleva todo”, como la canción de Abba]. Balance: 105 comentarios y 450 “Me gusta”.
Isabel es una guerrera en la batalla por la atención, en una guerra declarada por sorpresa sin que ningún experto la viera venir. La atención es un bien escaso y estamos dispuestos a dejarnos la piel por estar, aunque sea durante breves segundos, en el foco. Y nos da igual que el precio sea ser blanco de críticas o despotriques varios. Lo importante es que los demás hablen.
Las redes sociales y los grupos de Whatsapp son el escenario más descarnado de esta batalla. Y los combatientes son personas que parecían normales... hasta que se abrieron una cuenta de Instagram y revelaron una inesperada personalidad histriónica y narcisista ávida de clics, likes y comentarios de desconocidos. Los expertos de marketing digital lo llaman engagement. Tener mucho engagement (pronúnciese en inglés y con tono grave) equivale a tener éxito y supone no solo que la gente ponga un like en tu publicación, sino que, además, se animen a comentar y a interactuar más de una vez. En resumen, la clave está en conseguir que se detengan en tu post, en ser capaces de atrapar la atención de un ser humano durante más de 10 segundos. Toda una hazaña en pleno 2018.
La enésima fractura social parece haberse producido entre los que comparten (y a veces venden) cada acto de su vida en internet y los tímidos y pasivos, que solo miran y no publican, pero que también están conectados. Una nueva pirámide social se está pergeñando, la que organiza las clases sociales digitales.
En una década –el tiempo que llevamos conviviendo con la web 2.0–, algunos han demostrado gran habilidad, gracia y soltura para contar una vida cien veces filtrada y editada con aplicaciones varias. Esas imágenes perfectas han seducido a millones de personas (en adelante, followers) y a muchas marcas que les han hecho ganar mucho dinero. Más del que podríamos imaginar.
Al otro lado está la masa de seguidores. Si hubiera que volver al símil de las clases sociales, hablaríamos de una élite exhibicionista conectada frente a una cibermasa tímida y voyeur... e igualmente conectada. Unos son los que crean contenidos; otros son los que los consumen.
En la cima de esa hipotética pirámide social digital estarían los influencers, los yuppies de la era de internet: algunos empezaron a contar su vida inocentemente y acabaron convertidos en escaparates de productos de lujo. Cada una de sus publicaciones vale una fortuna. Y están profesionalizados por completo. Un poco más en el centro estaría mi amiga Isabel, que no llega a ser influencer, pero que querría serlo. Es un soldado de infantería. En la base está el resto de la humanidad, los seres humanos sensibles que nos enfadamos cuando en un grupo de Whatsapp se nos ignora o cuando en Facebook no conseguimos ni un miserable “Me gusta”. Eso nos rompe el corazón.
Sentirse excluido de un grupo social –y un grupo de Whatsapp lo es– es una fuente de ansiedad, celos, sentimientos de soledad y baja autoestima. Así lo afirman varios estudios que en la primera década del siglo acuñaron el término “depresión de Facebook” para definir el sentimiento que genera ser sistemáticamente ignorado en esa red social.
La búsqueda de popularidad a cualquier precio en las redes sociales también ha generado muchas investigaciones en las grandes universidades del mundo, y casi todas coinciden en que las personas con cierto desparpajo, exhibicionismo y un exceso de actividad virtual comparten rasgos narcisistas y una baja autoestima que les hace inventarse una imagen hiperpositiva de sí mismos para buscar reconocimiento. El enjambre de las redes sociales es para ellos un Prozac interactivo.
El periodista francés Guy Birenbaum conoce bien el fenómeno y lo relata en su libro Vous m’avez manqué. L’histoire de une depresión francaisse [Os he echado de menos. La historia de una depresión francesa]. “Mucha gente pensaba que había caído en una depresión por mi uso compulsivo de Twitter, pero era justo lo contrario: abusaba de Twitter porque estaba deprimido”.
Según cuenta en su libro, ahora, cuando ve a un amigo exponerse demasiado en las redes sociales, contacta con él de manera privada para preguntarle si todo va bien. Este riesgo –el de la depresión por abuso digital– parece afectar más a los mayores de 40 años, pues las generaciones posteriores, considerados ya nativos digitales, hacen un uso intensivo de las redes como un modo de construir su identidad sin que eso implique un desequilibrio emocional en sus vidas. Los rebotados de las redes, por su parte, se quedan en una especie de limbo hasta que vuelvan al redil. Porque es muy probable que vuelvan tarde o temprano.
“No me preocupa el cambio de condiciones de privacidad de Instagram o Facebook porque todo lo que cuento ahí es mentira”, me suelta mi amiga Gloria. Los algoritmos de Facebook nunca adivinarían su rutina de auxiliar administrativa, con su estupendo horario de ocho de la mañana a tres de la tarde, de lunes a viernes. Para Facebook, Gloria es un personaje que hace viajes exóticos por el mundo y se hospeda en hoteles de lujo en cualquier punto del globo. En esos destinos compra pañuelos de Hermès y zapatos de Prada. Nada más lejos de la realidad: Gloria lleva una vida austera, pero esta ficción la divierte. “No lo hago por vanidad, mis amigos conocen mi vida. No pretendo engañar a nadie más que a Mark Zuckerberg”, el fundador de esta red social.
Tengo otra amiga que se ha ganado cierta fama y varios miles de seguidores gracias a una cuenta de Instagram sobre piscinas. En veranos pasados despertó toda mi envidia; me imaginaba que tendría acceso a todas y cada una de las piscinas de Madrid. Hasta que un día me sorprendió con una pregunta: “¿Me llevas un día a alguna piscina?”. Al ver mi cara de asombro, se adelantó a mi pregunta: “Mi conocimiento del asunto es más teórico que práctico”, dijo.
Estos usuarios son los artistas de las redes sociales. Sus cuentas son obras de arte, creaciones, ficciones. No hay conexión con la realidad. Su postureo profesional no hace mella en su vida privada, porque las reglas del juego están muy claras. Su sitio en la pirámide social está determinado por su actitud en cada momento. Son los que más disfrutan de la dinámica de Twitter e Instagram.
Sin embargo, tanta perfección provoca envidia sana (o no tanto) y cierta tensión en los mirones. Es el origen de la lucha de los clics. Los hiperactivos de internet nos tiranizan con sus interiorismos perfectos, sus cenas de autor, sus estilismos estudiados... Nos bombardean con su felicidad permanente y, lo peor de todo, nos crean deseos y falsas necesidades. Queremos seguir comparando nuestra mediocre vida con la suya, ideal y de diseño. Y anhelamos ver más de lo que hacen solo para poder odiarles, también, un poco más. En la sociedad de la comparación permanente y de la envidia pasada por un filtro de Instagram somos enemigos virtuales irreconciliables. La clásica tensión entre clases sociales
A estas alturas sabemos que, así como el amor puede nacer y morir en internet, los odios y las manías también. Se puede odiar a alguien en Instagram y tolerarlo en la vida real. Se puede tener un buen amigo al que se ha bloqueado en secreto en Twitter porque allí se convierte en un ser abyecto. En resumen, en la pirámide social digital, amigos y enemigos tienen una doble dimensión, analógica y digital. Y a veces pueden cruzar de un bando al otro lado sin enterarse.
El verano se acaba y no he salido de Madrid (y sigo en la base de la pirámide social digital). Mi próxima foto de una playa transparente del Caribe puede ser el detonante para que unos cuantos amigos se pasen al lado oscuro. Advertidos quedáis.
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