En 1774, Goethe publicó su célebre novela Las penas del joven Werther, donde el protagonista, que respondía al prototipo de héroe romántico –incomprendido, solitario y sensible–, se pega un tiro para dejar de sufrir por amor. El libro provocó una oleada de suicidios por imitación entre los jóvenes de la época y generó tal polémica que estuvo prohibido durante años en algunos países. Siglos después, en 1974, el sociólogo David Phillips realizó un estudio que llegaba a la conclusión de que el número de personas que se quitaba la vida aumentaba justo después de que apareciera alguna noticia dedicada a esta lacra en las páginas del The New York Times. Phillips bautizó ese fenómeno como efecto Werther y, a partir de entonces, dejó de hablarse del suicidio en los medios de comunicación como medida de salud pública. Y así se consolidó el viejo tabú. El silencio. El estigma y la vergüenza con el que las religiones habían tratado históricamente al suicida (negándole sepultura en los cementerios) se reafirmaba por razones sociológicas. En el año 2000, la OMS dio las pautas sobre cómo tratar el tema en los medios (sin morbo, sin juicios) y promovió el 10 de septiembre como el Día Mundial para la Prevención del Suicidio. Pero el miedo al efecto Werther continuaba, por si acaso…
Hasta que hace poco se suicidó una adolescente llamada Hanna Baker y fue imposible dejar de hablar. Hanna Baker es la protagonista de Por trece razones (Netflix) , la serie que ha arrasado entre los adolescentes, que ha hecho saltar las alarmas de preocupación de los adultos y ha devuelto al debate este problema. En la ficción, Hanna se siente sola y excluida. Ha sido víctima de acoso y agresión sexual. Sufre y, como quiere dejar de hacerlo, se quita la vida. Pero antes graba las 13 razones por las que toma esa decisión.
En lo que va de año, los medios se han hecho eco de los suicidios de Inés Zorreguieta, hermana de la reina Máxima de Holanda ; el músico Avicii ; el chef francés Anthony Bourdain; Oxana Shachkó, una de las fundadoras del grupo feminista Femen; la actriz Margot Kidder, la famosa Lois Lane de Superman; Zombie Boy , el modelo que se hizo célebre al aparecer con su cuerpo hipertatuado en un video de Lady Gaga... Y ha sido la cantante, devastada, la que ha lanzado el S.O.S: “Debemos ayudar a borrar el estigma que hace que no podamos hablar de estos temas”.
En nuestro país, 3.602 personas se quitaron la vida en 2015 (último dato oficial). Alrededor de 10 al día, es decir que cada dos horas y media alguien escribe su propio punto y final cerca de nosotros. Y por cada uno que lo consigue, otros 20 lo han intentado y probablemente vuelvan a hacerlo. Solo en la Comunidad de Madrid, los casos han aumentado un 18% en el último año. Los datos son tan brutales que sitúan al suicidio como la segunda causa de muerte en adolescentes y la primera de fallecimiento no natural en adultos, con el doble de víctimas que los accidentes de tráfico. Además, se suicidan más los hombres que las mujeres: en Europa, 4,9 mujeres y 20 hombres por cada 100.000 habitantes, más del cuádruple.
Y eso que el tabú es tal que incluso lastra las estadísticas y oculta la verdadera envergadura del problema: a esas cifras habría que sumarle un buen número de las que se certifican como muertes accidentales por siniestro de tráfico, por sobreingesta de medicamentos o por ahogamiento o precipitación. En muchos casos, son las familias quienes prefieren que la verdad no conste en acta y el asunto se convierte en el gran secreto con el que cargar toda la vida, junto con el sentimiento de culpa, la vergüenza, la pena y la sensación de abandono.
“Se quita la vida el marido, un hijo o un hermano y se corre un tupido velo, se niega la necesidad de hablar de ello. Sucede en muchísimos casos: tabú, estigma y a callar. Las familias entierran la verdad”, explica Javier Jiménez, psicólogo experto en conducta suicida que en 2009 creó la Red Aipis, la Asociación para la Investigación, Prevención e Intervención del Suicidio (www.redaipis.org), la única en España de estas características. Lo hizo para tratar de suplir la ausencia de programas oficiales para atender a las personas con ideas suicidas y a los supervivientes, que no son quienes lo han intentado sin lograrlo, sino los familiares y allegados que padecen el impacto de esa ausencia violenta.
A esa asociación se aferraron Carlos Soto y su mujer, Olga Ramos, para no ahogarse en el vacío y el duelo. Su única hija, Ariadna, se quitó la vida en enero de 2015, justo después de cumplir los 18. “Nosotros dijimos la verdad desde el primer momento: nuestra hija se ha suicidado. Aunque sabes que lo primero que piensan es: “Pues algo pasaría”. De alguna manera, te están culpando. Y si tú ya te sientes devastado, eso te hunde. Pero hay que hablar de ello y mucho, ningún problema se soluciona negándolo”. Su caso, cuenta, ha sido una excepción: sus amigos y vecinos se han preocupado durante todo este tiempo de que coman, de que salgan de casa, les han guiado por la burocracia de la muerte. “No ha sido así en la mayoría de los casos que hemos conocido después. Hay familias donde está prohibido hablar de lo que ha pasado, amigos que se cruzan de acera para evitar el encuentro incómodo, familiares que evitan el tema y que, cuando ven que te pones triste, rápidamente dicen: “Venga, déjalo, no hablemos de eso…”.
“La adolescencia es una época de mucho sufrimiento. Los chicos están buscando su identidad y aprendiendo a manejar sus emociones y sus conflictos afectivos y, en ese camino, pasan por momentos difíciles a los que los adultos tendemos a quitar importancia. No nos acordamos de nuestra propia adolescencia”, explica la doctora María Beltrán, psiquiatra de la Unidad de Salud Mental Infantil del Hospital de la Ribera de Valencia.
“La depresión en estas edades es mucho más frecuente que en otras. Tienen una forma de ver el mundo con pocos matices. Para ellos, todo es blanco o negro” señala la dra. Beltrán. Por eso es un factor de riesgo clave para los intentos de suicidio por parte de jóvenes. Durante la niñez y la adolescencia, la depresión puede manifestarse como irritabilidad; comportamientos disfuncionales, como violencia o promiscuidad; o somatizaciones como dolor de cabeza, dolor abdominal o síncopes.
Las redes sociales juegan un papel importante. “Las ideas de suicidio o las autolesiones que antes quedaban en lo privado ahora se exhiben en internet. Hay grupos donde se comentan estos asuntos y muchos chicos afirman su identidad haciéndose daño. Ese es el peligro. Porque en las redes se juntan con personas que comparten su perspectiva, con lo cual no encuentran otra salida, sino que se sienten reforzados en esa conducta”, advierte la psiquiatra.
Carlos encontró la motivación para seguir adelante dedicando todo su esfuerzo a la labor de prevención. “ El suicidio entre jóvenes ha aumentado y parece haber bastante relación con el bullying y el ciberbullying”, señala la doctora Aina Fernández, psiquiatra del Hospital Sant Pau de Barcelona, pionero en poner en marcha un plan de detección y prevención, uno de los pocos programas específicos que hay en algunas comunidades autónomas. Y los datos de la Fundación ANAR de Ayuda a Niños y Adolescentes en Riesgo le dan la razón: durante el año pasado, 627 adolescentes llamaron a su teléfono de ayuda por tener ideas suicidas o haber intentado llevarlas a cabo.
Cuenta Carlos Soto que, tras la muerte de su hija, supieron que era el sexto caso que se producía en su instituto en seis años. Pero también allí se impuso la ley del silencio. “Nadie había hecho nada, la directora lo tapa. No nos permitió hacer una reunión de prevención con los padres y los alumnos, aunque finalmente la hicimos en un local externo. Después de esa reunión, conversando los padres con los hijos, se supo de algunos chavales que lo habían intentado y otros que estaban a punto. Ahora están en tratamiento y algunos han salido del peligro. El silencio mata”.
Explican los expertos que las personas a las que esta idea les ronda por la cabeza necesitan poder expresar sus miedos, sus angustias y recibir el apoyo de alguien que enfoque sus preocupaciones de una manera diferente. El problema es que la mayoría no sabe a quién recurrir.
“Se ha hecho una interpretación muy simplista del efecto Werther. Se dice que hablar de suicidios provoca suicidios. Pero es necesario matizar mucho: hablar de manera incorrecta puede provocarlo en personas que ya contemplan la idea, que acumulan muchos factores de riesgo y pocos factores protectores”, aclara el psicólogo Javier Jiménez, que lleva 25 años investigando y trabajando con pacientes con ideas suicidas y supervivientes.
La OMS recomienda hablar de ello sin regodearse en los detalles escabrosos, sin alimentar el morbo y el sensacionalismo, obviando los detalles sobre el método utilizado y evitando simplificar las causas y glorificar al fallecido. Es decir, justo lo opuesto a lo que se hace cuando se informa o se recuerda, por ejemplo, la muerte de personajes icónicos como Kurt Cobain. “Se habla de ese suicidio como de un suceso que ha marcado a toda una generación. Se le da un aura de heroísmo, se le convierte en un ídolo acrecentado por su muerte. Y los chicos ven en eso algo que les gustaría: “Ojalá yo tuviera algo así y todo el mundo fuera a verme porque me querían”. Lo correcto sería explicar que el cantante de Nirvana tenía un problema y no supo ver que se podía solucionar”. El problema al que se refiere Soto es una severa depresión y una adicción a la heroína que desencadenaron su final.
La escritora Virginia Woolf se adentró en el río con los bolsillos llenos de piedras y se convirtió en una intelectual envuelta en un halo de genialidad novelesca. La realidad, sin embargo, es que vivía torturada por los vaivenes del trastorno bipolar que padecía. Tampoco el actor Robin Williams murió como consecuencia de la vacuidad de la vida hollywoodiense, ni de los excesos y la superficialidad del éxito. Lo cierto es que el hombre que nos enseñó el significado de carpe diem en El club de los poetas muertos hacía mucho tiempo que había dejado de disfrutar del momento y sufría lo indecible como consecuencia de la demencia de cuerpos de Lewy que le diagnosticaron tras su fallecimiento.
“En el 90% de los casos, detrás del suicidio hay una enfermedad psiquiátrica, aunque muchas veces esté sin diagnosticar. Los más frecuentes son la depresión mayor, el trastorno bipolar, los trastornos de conducta alimentaria, los de personalidad o el trastorno psicótico”, aclara la psiquiatra Aina Fernández. A eso se suman otros factores biológicos, sociales y ambientales. Las rupturas amorosas, las crisis económicas, los problemas laborales, la exclusión, los distintos episodios de bullying y ciberbullying… son gotas que van colmando el vaso de la desesperación. En la mayoría de los casos, no es posible dar una explicación simplista a estas muertes ni buscarles justificación en un único acontecimiento (se mató porque le dejó su pareja o porque se quedó sin trabajo). Lo más frecuente es que estos factores actúen acumulativamente, aumentando la vulnerabilidad.
“El suicidio es un problema complejo en el que están implicadas muchas causas y desencadenantes posibles, pero todos tienen un denominador común: un sufrimiento, una desesperanza absoluta y una angustia tan grandes que es difícil de comprender. La persona que se suicida no quiere morir, lo que quiere es dejar de sufrir”, explica el psicólogo Javier Jiménez.
Ariadna tenía alma de artista. Pintaba, tocaba la guitarra, le gustaba leer. Tenía buenos amigos que todavía visitan a sus padres. “Pero su enfermedad terrible no le dejaba verlo –recuerda su padre–. En esa época de inseguridades, en la que dudas de todo, te surge un problema amoroso o un conflicto entre amigos o en los estudios y te hundes, porque tienes muy pocas herramientas. Eso puede derivar en una depresión que se va haciendo más y más profunda. Y es algo muy rápido. En el caso de mi hija fue cuestión de tres meses”.
Comentarios negativos sobre sí mismo, su vida o su futuro: “No valgo para nada”, “Esta vida es un asco”, “Estaríais mejor sin mí”, “Quiero terminar con todo”, “Las cosas no van a mejorar nunca”...
Comentarios relacionados con la muerte: “Me gustaría desaparecer”, “Me pregunto cómo sería la vida si estuviese muerto”, “Lo mejor sería quitarme de en medio…”.
Cambio repentino en su conducta que puede ser un aumento significativo de la irascibilidad, irritabilidad, ingesta de bebidas alcohólicas… O, por el contrario, un periodo de calma repentino después de uno de gran agitación. Considerarlo como una mejoría podría ser un error, ya que puede ser una señal de peligro de riesgo inminente.
Aparición de laceraciones recientes en alguna parte del cuerpo.
Regalar objetos muy personales, preciados y queridos a otras personas.
Despedidas inusuales (“siempre te querré”, “Quiero que sepas que en todo este tiempo me has ayudado mucho”) mediante cualquier medio de comunicación, WhatsApp, correo electrónico, redes sociales... o bien en persona (un abrazo inesperado e intenso, no habitual).
Cerrar cuentas de Facebook, Instagram...
Ariadna dormía muy poco y había empezado a vestirse con colores alegres y a tomar un trocito de chocolate cada noche para intentar elevar el ánimo… Eran señales que no supieron interpretar. Nadie lo vio venir, ni siquiera el psicólogo al que acudía.
Por eso, el psicólogo Javier Jiménez remarca que faltan estudios, investigación y formación sobre detección, intervención y tratamiento del duelo y un plan nacional de prevención dotado de medios económicos y humanos, que se mantenga en el tiempo e implique a una gran parte de la sociedad. “No podemos dejarlo solo en manos de los psicólogos y los psiquiatras, hay que involucrar a profesores, policías, trabajadores sociales, bomberos, sacerdotes… En otros países se forma hasta a las peluqueras y a los camareros, para que, llegado el caso, sepan reconocer que alguien está al borde del abismo”.
Edwin S. Shneidman, el psicólogo norteamericano considerado padre de la suicidología, decía que es una solución radical para un problema temporal. Entre el 70% y 80% de los que se han quitado la vida lo han dicho antes: a su compañero, pareja, amigo o médico. La psiquiatra Aina Fernández da esperanza: “El suicidio se puede prevenir, sin duda”. Pero hay que escuchar al otro.
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