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Encarar los reveses con una sonrisa no solo es insuficiente. Puede ser incluso dañino. Tras eslóganes como “Todo irá bien” y los consejos de psicología facilona se activa una mecánica de responsabilidad individual que, muchas veces, deriva en ansiedad, frustración y demás males modernos. Es lo que la socióloga Lauren Berlant denomina “optimismo cruel”, “una relación de apego a condiciones de posibilidad comprometidas, cuya concreción resulta imposible, pura fantasía; o bien cuando es demasiado posible, se vuelve tóxica”. La pensadora estadounidense, conocida por anticipar el triunfo electoral de Donald Trump en 2017 cuando nadie podía imaginarlo, sostiene que las fantasías de progreso suponen un obstáculo en sí mismas. “El optimismo se basa en un empecinamiento de que las cosas van a ir bien solo por el simple hecho de que nos apetece o conviene creerlo, pero puede generar expectativas muy equívocas o dolorosas si no se cumplen. La pregunta no sería cuánto optimismo es necesario, si no cuándo es necesario. ¿Debemos ser optimistas aunque no existan motivos?”, se pregunta el psicólogo e investigador Edgar Cabanas, autor del ensayo sobre la mercantilización de la felicidad, Happycracia.
Lo cierto es que, en situaciones de crisis, esas historias entusiastas de voluntad y superación personal encuentran un público que necesita aferrarse a algo. Según datos de la plataforma de lectura digital Nubico, la demanda de libros de autoayuda se multiplicó por seis durante el confinamiento. También entre los títulos más vendidos en Amazon siempre hay algún manual con la fórmula para alcanzar la felicidad. Quizá lo que habría que resolver primero es si realmente existe.
Me llama mucho la atención que en el discurso generalizado se priorice la felicidad sobre la justicia, la igualdad o la sostenibilidad. Lo que denominan felicidad es algo altamente individualista y liberal, un concepto construido sobre creencias ideológicas y culturales, no científicas”, explica la psicóloga Jara A. Pérez, autora del libro anti-autoayuda La locura como superpoder, que propone el acto revolucionario de visibilizar y validarse en el malestar. “ El individuo feliz no existe y ahí está la clave: puedes pasar la vida tratando de conseguirlo a través del consumo de bienes y de experiencias. Esa continua búsqueda de la felicidad lo que remarca es que siempre nos falta algo y que, si nos falta, es porque no hemos trabajado lo suficiente para conseguirlo”, explica la creadora del portal The Therapy Web.
La felicidad no solo se ha convertido en la gran industria (o farsa) de este siglo. Desde el nacimiento de la psicología positiva en Estados Unidos, a finales de los años 90, con el psicólogo Martin E.P. Seligman como rostro visible –quien incluso desarrolló una ecuación con la proporción de factores que revelarían la dicha–, y el generoso soporte económico de instituciones religiosas y conservadoras, la felicidad alcanzó la categoría de ciencia y se situó en lo más alto de la agenda política. “Emplearla como indicador político supone asumir que la idea de gobernar para la felicidad es el mejor criterio para decidir si estamos ante un buen gobierno o una democracia saludable. Corremos el riesgo de que sustituya otros índices de desarrollo político o calidad social como de desigualdad, pobreza o desarrollo económico”, explica el psicólogo Edgar Cabanas.
La pensadora Sara Ahmed considera la felicidad un instrumento de opresión que perpetúa la desigualdad y la exclusión, y propone aprovechar la infelicidad como herramienta de cambio. “Aguar la fiesta supone abrir paso a una vida, dar lugar a la posibilidad, a la oportunidad”, apunta en su ensayo La promesa de la felicidad. ¿Significa que el pesimismo es la forma más optimista de afrontar las adversidades? “Tenemos que ser realistas, abogar por el pensamiento crítico, pensar las cosas de una forma más fría. Nos imponen que tomemos decisiones con el corazón, como si las emociones nos guiaran de forma más correcta que la cabeza”, apunta Cabanas. Coincide con Jara A. Pérez: “No podemos ser realistas las 24 horas del día con una realidad tan dura, pero el optimismo cuqui es una lacra que nos impulsa a negar una realidad injusta o desigual contra la que debemos actuar”.