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En defensa de la literatura erótica

"La literatura erótica ha entrado, podríamos decir que desde finales del siglo XX, en una crisis que amenaza con acabar en entierro. ¿Y por qué?", por Valérie Tasso

Haz click en la imagen para descubrir las mejores películas eróticas para ver con tu pareja./Pinterest

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Valérie Tasso
Valérie Tasso

Cuando me siento atraída sexualmente por alguien, sé que ese magnetismo existe porque, de inmediato, escribo, en mi imaginario, literatura erótica con esa persona. Nos demos cuenta o no, el erótico fogonazo (el llamado “flechazo”) que enciende nuestro deseo empieza siempre con un “érase una vez” y se desarrolla en nuestra cabeza como un cuento, una narración, un relato con el que revestimos al otro deseado con las mejores galas posibles.

De hecho, desear es, ni más ni menos, escribir un argumento que nos resulta convincente sobre nuestra relación con lo deseado. El deseo se hace, se cabalga y se construye sobre esa capacidad narrativa, grandilocuente, enmascaradora y extraordinariamente vigorizante que recubre, que da excepcionalidad, que embellece a eso que me atrae y que, en consecuencia, me erotiza.

Ese relato es la cristalización (es decir, la idealización) a la que hacía referencia Stendhal, el autor de Rojo y negro; y también es el paisaje que, según otro escritor francés, Marcel Proust, envuelve y recubre (después de que nos lo inventemos) al amante... Es decir, siempre que deseamos algo, sea lo que sea, aparece ese relato y le da sentido y explicación a lo que anhelamos. Por eso, y como apuntaba Baruch Spinoza, “no deseamos las cosas bellas, las hacemos bellas al desearlas”.

Pero, además, los humanos somos animales representativos, lo que significa que exponemos nuestras ficciones y nos estimulamos con ellas: si asistimos a una representación de la venganza, sentimos deseos de venganza; si asistimos a una representación del amor y la ternura, se nos despiertan el amor y la ternura; si asistimos a una representación erótica, se nos despierta el deseo. Probad a que vuestro gato vea una película de gatos que copulan y comprobaréis su absoluta indiferencia a copular. No es que el gato sea raro; es que los raros somos nosotros.

El relato erótico sirve para erotizarnos

Ese sería, pues, el primer sentido de la literatura erótica: excitarnos, hacernos deseantes, ponernos en “predisposición a”. Esta capacidad tiene una evidente función lúdica (hedónica), pero también otra, digamos, de tipo terapéutico. Cuando nos encontramos frente a una dificultad de deseo sexual hipoactivo, no hay mejor recomendación que unas recurrentes y terapéuticas dosis de literatura erótica. Lo que a uno le falta, lo puede “tomar prestado” del relato del otro hasta que germine en él.

Para este menester de nutrir el sustrato de nuestro imaginario, la literatura es, además, la mejor de las representaciones eróticas, puesto que la lectura exige un tiempo, una detención, una imaginación y un “ponerse en el lugar de” que no alcanzan otras artes cuando se enfocan a lo sexual. De ahí se puede derivar una segunda utilidad de este tipo de relato.

El arte de aprender a amarnos

Los escritores que escandalizan descosen el corse´moral establecido".

La segunda función de estos relatos es enseñarnos a amarnos. Toda la literatura erótica es una amatoria (un ars amandi), un tratado sobre cómo desarrollar nuestros afectos eróticos, engrandecernos y ser mejores personas gracias a ellos. Este relato es un modelo que nos enseña (por afirmación o por negación) nuevas extensiones de nuestra capacidad de amar; a veces, también es verdad, mediante lecciones mal contadas, arquetípicas y aburridísimas, ya que al leer según qué relatos dan ganas de irse corriendo… pero en el sentido literal, y no en el metafórico.

Objetivo: dinamitar el corsé del orden establecido

Pero todavía existe, al menos, una tercera función de la literatura erótica. Históricamente, nuestro deseo ha sido la base de los sistemas morales que se han construido, en su práctica totalidad, orientados a luchar contra él.

El relato erótico, en un mundo hipersexualizado como este, se encuentra en crisis".

La moral es, ante todo, un intento de coartar, de regular, de reprimir –cuando no de suprimir–, de conseguir de alguna manera “ordenar” la tremenda capacidad de agitación que surge de ese deseo erótico humano. Por todo ello, la tercera función de la literatura es (o lo era, en otros tiempos) la de subvertir el orden moral establecido, sacudirlo, romperle las costuras y ampliarlo hacia otros ámbitos de compresión. Del marqués de Sade o Sacher Masoch a Apollinaire, de Diderot a Anaïs Nin o Georges Bataille, de Catulo a Pietro Aretino, de Choderlos de Laclos a D. H. Lawrence, Henry Miller o Catherine Millet...

Detrás de las obras de todos estos escritores acababa emergiendo el escándalo, la revuelta moral contra sus reflexiones, comprensiones, actitudes y narraciones sobre el deseo erótico, que amenazaban con dinamitar y descoser (como así lo hicieron, en efecto) el corsé del orden moral establecido. Encendernos, educarnos y sublevarnos en el territorio de nuestro erotismo son, por lo tanto, las más evidentes funciones de la literatura erótica.

La narrativa de calidad está en peligro

A pesar de todas estas importantes funciones, la literatura erótica ha entrado, podríamos decir que desde finales del siglo XX, en una crisis que amenaza con acabar en entierro. ¿Y por qué? Entre las causas de esta situación de declive está haber perdido parte de las funciones que le otorgaban sentido; por ejemplo, esta última que señalamos como subversiva.

En un mundo hipersexualizado, con todas las variantes del deseo al alcance de la mano, donde la puritana transparencia exige, en nombre del tabú, que se elimine cualquier tabú, preferimos un match en Tinder que un excelente relato erótico. Pero tampoco ayuda el mercadeo editorial que prima cosas sencillas, masticadas, que no cuestionen ni alteren en exceso (basta ver los grandes éxitos editoriales eróticos de los últimos años); tampoco le favorece que se haya considerado un género menor, que debe ser subsumido como complemento, casi decorativo, a otros géneros literarios “mayores”.

Y es que, además, escribir erotismo con originalidad, potencia y calidad es extraordinariamente difícil; narrarlo sin caer en clichés, metáforas manidas o afectaciones resulta verdaderamente exigente. Pero tengamos confianza, pues, como decía el poeta: “Allí donde crece el peligro, crece lo que nos salva”. Mientras existan flechazos que nos sorprendan, mientras haya humanos que se deseen y que mantengan su capacidad simbólica, la literatura erótica seguirá, de una forma u otra, en pie.

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