Imagine que esta mañana, al levantarse, descorre las cortinas de la ventana del dormitorio. Frente a usted aparece el paisaje de todos los días. Su coche aparcado abajo, el árbol frente a la ventana, la ropa tendida de la vecina… su mundo, en definitiva, por bueno o malo que sea. Solo ha habido ligeras variaciones: hoy llueve y ayer no llovía, el vecino ha sacado a pasear al perro antes, el árbol parece algo más frondoso... Esos cambios no solo no le angustian sino que quizá, incluso, le reconfortan, porque le ayudan a asumir que la vida sigue su curso. Ahora, imagine otro escenario. Esta mañana se levanta, se despereza y descorre las cortinas de siempre, pero lo que ve, súbitamente, no tiene nada que ver con lo de ayer. Ya no hay árbol ni vecino ni ropa tendida sino un paisaje irreconocible. Lo que está experimentando en ese momento es el horror en estado puro: no sabe dónde está y, lo que es peor, no sabe ni quién es.

El dolor de hoy es el mismo que el de ayer.

Pues bien, esa sensación de que se ha transformado el mundo y, con él, nosotros mismos, es similar a la que experimentamos al descubrir una infidelidad. Lo que creíamos saber, dejamos de saberlo. Dejamos de sentirnos en "casa" y en nuestra "piel". Para una persona que ama y que lleva tiempo amando, la infidelidad es similar a un proceso de duelo, quizás no equiparable en intensidad y duración, pero semejante en cuanto al desconcierto y el desamparo. Por eso tenemos tanto miedo a que nuestro ser amado nos sea infiel y, a eso, es precisamente a lo que nunca prestamos la debida atención cuando nos disponemos a ser infieles.

"Para una persona que ama, la traición es similar a un proceso de duelo".

Hoy en día, el dolor de sufrir una infidelidad sigue siendo el mismo que en tiempos de Chindasvinto, pero las oportunidades de que se produzca se han multiplicado por un millón. Esa imposible conjunción se debe a dos factores: por un lado, conservamos una concepción del amor y de la fidelidad formulada en y para tiempos pretéritos; y por otro, se quiere mantener en una sociedad y en un tiempo ideológico en los que el consumo, los reemplazos, el imperativo del gozo perpetuo y la rápida rotación afectan, desgraciadamente, tanto a la ropa interior como a las asociaciones afectivas. Así que todos, en mayor o menor medida, nos encontramos como aquellos malabaristas chinos con los platos: haciendo girar el de la fidelidad, pero sin que se pare el de la falta de compromiso, ni deje de girar el del "dale a tu cuerpo alegría, Macarena"... Y eso, lo sabemos, suele acabar con los platos rotos.

Entre la contención y la teoría de que "todo es de todos y nada es de nadie".

Y es que hoy en día, aspiramos a encontrar nuestro jardín al descorrer las cortinas por la mañana, sin reparar en que han convertido nuestra casa en un tren a toda máquina en el que se suceden los paisajes por la ventanilla. Esa imposible síntesis entre concebir la fidelidad como lo hacía mi tatarabuela y habitar una cultura de la oferta y el consumo infinitos –donde siempre se puede comprar algo mejor, o eso dicen los vendedores de "mejoras"– equivale a pretender manejar un acelerador de partículas borracho y con el manual de instrucciones de una alpargata.

El dolor traumático de una infidelidad no se soluciona negando que existen lealtades y nuestra necesidad de ellas; pero tampoco pretendiendo evitar las tentaciones que nos pueden llevar a cometerla. Y esos planteamientos, a grandes rasgos, parecen ser las dos únicas posibilidades que se nos presentan, tanto para este asunto como para el de la relación entre los sexos. Es posible que el problema de nuestro tiempo no esté tanto en nosotros mismos como en esa forma de entender el mundo (ese "caballo de la historia") para la que es más cómodo (y extraordinariamente más rentable) adaptarse que interrogarse.

"Lo que esperamos del amor se lleva mal con la sociedad del consumo y el gozo perpetuo".

La tendencia que podríamos llamar "híper liberalizadora" pretende eliminar la trascendencia, la sacralidad y el conflicto del establecer un vínculo afectivo para hacer de nuestra condición sexuada una especie de pirulí de fresa. Su enemigo sería el concepto de compromiso y su divisa, cualquier eslogan de marketing al uso: desde el just do it hasta el porque yo lo valgo. Su planteamiento con relación a la infidelidad es tan simple (en la doble acepción del término de "sencillo" y "bobo") que para ellos no existiría nada parecido a la pulsión por querer ser exclusivo para el otro. Y, en consecuencia, tampoco se establecerían competencias selectivas entre pretendientes. En ese paradigma todo es transparente. En su dibujo, nadie es infiel (ni nadie padece el trauma de la infidelidad) porque, como en el Jardín del Edén, todo es de todos y nada es de nadie; ni tan siquiera el propio deseo sexual humano… Ni tan siquiera el amor. Un planteamiento tan inmaculado, conveniente y racional como lo era la teoría geocéntrica. Pero claro, el problema es que esta teoría no se aplica a sardinas en escabeche sino a humanos que padecen, aman, sufren y existen.

El segundo planteamiento es el que aboga por la contención y las mortificaciones (a buen precio en la sección de ultracongelados...). Es decir, por cerrar los ojos frente a la ventana del tren como si el problema fuera el paisaje y no el hecho de que el tren está en movimiento. Su planteamiento sería: si la infidelidad es una sacudida de tal magnitud que puede hacer temblar los cimientos de nuestra cohabitación en común, lo que hay que hacer es negarse a observar las tentaciones que nos ofrece el mundo.

Quizá pudiera parecer que la primera opción es innovadora, mientras que la segunda es arcaica y reaccionaria, pero lo cierto es que ambas camuflan su verdadera vocación, que no es domar al caballo, sino desbocarlo.

Tener la fortaleza de espíritu para cumplir lo que se acuerda.

La gestión de esa sombra oscura y sus dolorosas consecuencias sigue siendo un asunto no resuelto. La fidelidad y la infidelidad son conceptos tan antiguos como el vivir en lo colectivo y establecer para ello acuerdos que requieren de la madurez suficiente como para entenderlos, y de la fortaleza de espíritu como para cumplirlos. En la pareja, la necesidad de confiar en el otro viene de serie, pero la definición del acuerdo que lo tipifica, no: es algo cultural que se establece en lo colectivo y, en última y más importante instancia, entre los asociados sentimentales. Algo que parece sencillo, pero que se apoya en algo tan endiabladamente complejo como ser buena persona, que no es ni más ni menos que el dificilísimo arte de no empeorar las cosas.

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