Algo que no todo el mundo sabe es que el sujeto mayoritario de las atenciones de un sexólogo no suele ser un hombre o una mujer, sino una pareja. Este abordaje se debe a que, al contrario de lo que se cree, la gran mayoría de las dificultades no se producen en Pedro o en María, sino en la relación de un sujeto con el otro.
Pero hay un segundo motivo que hace que los profesionales intentemos siempre abordar como sujeto terapéutico a la pareja y no al individuo: la complicidad de sus miembros. De hecho, este concepto –y lo que implica– funciona como nuestro mayor aliado a la hora de resolver las dificultades sexuales , ya que en ningún otro vínculo emocional se da con tanta efectividad. Haciendo buenos los versos de Hölderlin: “Allí donde crece el peligro, crece también la salvación”. Porque es la pareja, o su simple posibilidad, la que genera el síntoma, pero solo ella, y su complicidad, la que es capaz de sofocarlo.
Y es que los especialistas, que algo sabemos del hecho sexual humano, necesitamos más la pareja y su encuadre de complicidad que una casamentera poniéndole velas a San Antonio. Por algo será, creedme.
“Cómplice” es un término que deriva del latín y que implica el resultado de estar entrelazado, trenzado, plegado o unido fuertemente a alguien. De la misma procedencia son otros términos como “complejo” (algo que, por estar estrechamente mezclado, es difícil de desenmarañar), “complicado” (empleado mayoritariamente como sinónimo de lo anterior) o “complexión” (aspecto de un sujeto en función de la unión de las características físicas que lo componen). Un “cómplice” es, ante todo, un camarada particular, alguien que participa solidariamente en el devenir de otro; es quien recibe, entrega y comparte la posesión del “secreto”… Es decir, una pareja es alguien que lleva ese acuerdo implícito de la complicidad hasta sus últimas consecuencias. Y quizá también ese sea el motivo de que “cómplice” pueda tener también la connotación semántica del que conoce, contribuye o protege a alguien que ha cometido un hecho delictivo.
En cualquier caso, la complicidad es un grado superlativo de la amistad, del parentesco o del amor y es, por tanto, la máxima trabazón que puede generar un vínculo afectivo. Lo es hasta tal punto que los sistemas legales amparan el que un cónyuge, esposa o pareja de hecho (el vínculo afectivo que puede conocer el “secreto” que se investiga) no tenga la obligación legal de testimoniar en contra de su pareja, convirtiéndose, así, en su cómplice.
Esto no significa, obviamente, que para que se genere complicidad una tenga que ser Bonnie y estar emparentada con Clyde, o ni siquiera que tenga que ser pareja de nadie; pero esa asociación en particular que venimos a llamar “pareja” es la filigrana social que mejores resultados suele dar en lo de permitir la emergencia de la complicidad entre sus miembros. Y eso es algo que siempre se ha sabido.
Interactuar sexualmente es ofrecerle al amante lo que los otros no ven. De ahí nace la complicidad; y también, en gran parte, el dolor en lo que solemos llamar “ infidelidad”.
En esas circunstancias, el traicionado siente que el infiel está compartiendo con otro ser humano “el secreto”, es decir, eso que solo tú y yo sabíamos; y al desvelarlo se está vulnerando lo que daba sentido a nuestra complicidad. Gestos, rincones y expresiones pierden la opacidad cómplice y se hacen públicos al extraño, al bárbaro, al intruso... Al que estaba, hasta entonces, fuera del vínculo y no era cómplice.
¿Y la guerra? Hace un tiempo, se le preguntaba en una entrevista a un alto oficial del ejército norteamericano el motivo que podía hacer que un soldado, pudiendo elegir la huida, decidiera arriesgar la vida en un combate. Su respuesta fue tajante. Un soldado arriesga su vida solo por una única causa: su compañero. Y lo hace porque, al salvarlo, a su vez se está salvando a sí mismo. No es por los grandes valores de la justicia, la fe, la democracia, Dios, la gloria o la patria... No, es simple y llanamente porque ha establecido con el otro un vínculo afectivo de supervivencia; el otro conoce su miedo (su secreto) y se ha convertido en su cómplice.
Ese poder de la complicidad es algo que ya sabían los antiguos griegos. Cuando las falanges macedónicas de Alejandro Magno asombraron al mundo, lo hicieron con una estrategia: luchaban colectivamente, pero asociados en parejas. La instrucción consistía no solo en aprender el manejo de las armas y asumir las estrategias bélicas sino, sobre todo, en proporcionar al soldado la posibilidad de encontrar entre sus compañeros un cómplice con quien emparejarse; alguien concreto que daría la vida por él, por el único motivo de que él haría lo mismo.
Y es que en el durísimo combate de la existencia, la cuestionada “pareja” ha sido y sigue siendo el mejor catalizador de la complicidad. De todas las múltiples asociaciones afectivas derivadas de nuestra condición erótica, la pareja sigue siendo la que mejor permite el trenzado de ese particularísimo lazo metalingüístico que llamamos “complicidad”. Un “pegamento” que muchos confunden con sometimiento y con aceptar, pase lo que pase, lo que hace el otro por el simple hecho de ser el otro. Pero este sentimiento es algo más complejo que una aceptación; es, en realidad, una concordancia. Un afinarse en la línea que exige –no la disolución de las identidades– sino el ajuste de los criterios individuales. Porque la complicidad no puede ser ciega, y ser responsable implica también saber perderla cuando el otro se extravía.
Al final, es el mayor logro de una pareja y su verdadera medida de concordancia. Lo es mucho más que el tiempo de convivencia, los besos perdidos por alguna esquina, las actividades en común, los proyectos o el compartir gustos en las eróticas.
El hecho de que esté más allá de las palabras hace que su forma de expresarse sea mucho más cercana a la mirada que al verbo. Es gracias a una mirada cómplice –a esa mirada en concreto que lo dice todo– por lo que una sexóloga puede distinguir, nada más entrar una pareja en consulta, si va a tener un día plácido o, por el contrario, la tarea que le espera con las dificultades sexuales es tan ardua como reconquistar Troya.
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