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Conquistamos el amor cuando disfrutamos de cierta libertad que nos permite reconocer nuestros deseos y respetar los del otro. El amor de pareja nos hace vulnerables porque señala nuestras carencias y nos arranca de la ilusión infantil de ser omnipotentes. Quien ama no tiene más remedio que confesarse a sí mismo que quiere al otro porque le falta algo. Y es que la verdadera fortaleza reside en la aceptación de las carencias propias. En el amor se pide y se devuelve. Y es ese intercambio –entre lo que se da y lo que se recibe– lo que alimenta una relación.
Amar requiere ser generoso con el otro y con nosotros mismos, reconocer los deseos, hacernos cargo de ellos, decidir cómo y hasta dónde podemos realizarlos. Pero cuando la dependencia emocional es excesiva, la relación puede convertirse en asfixiante, aunque ambos estén satisfaciendo deseos que se complementan. El dependiente se sentirá protegido por el otro; mientras el más fuerte se sentirá poderoso por saber que su pareja le necesita tanto.
Si a alguno de los dos miembros de una pareja le molesta mucho que el otro tenga aficiones, amigos y proyectos propios, su vínculo contiene demasiada dependencia.
El dependiente convierte la relación de pareja en una necesidad y quiere disponer del otro continuamente.
Esa dependencia es peligrosa porque puede conducir al abuso por parte del miembro más fuerte de la pareja.
¿Quién depende patológicamente de su pareja? El que la necesita para todo lo que hace, no disfruta con ninguna actividad que no la incluya y tiene necesidad de saber dónde está en todo momento.
Este grado de dependencia es peligroso, porque puede llegar a una relación de abuso. Era lo que le ocurría a Adela. Casada desde hacía ocho años con Pedro, cada día sufría más humillaciones por parte de su marido, que llegaba a insultarla delante de los amigos, diciendo que era una “imbécil” que se creía todo lo que le decían. Además, cuando se encontraban con sus hijos la llamaba tonta “porque no sabía educarlos” y se quejaba de que le tomaban el pelo.
Una noche, durante una de sus cada vez más escasas salidas en grupo, una de las amigas de Adela hizo un aparte con ella para preguntarle cómo podía consentir que su marido la tratara tan mal. Ella le contestó que había malinterpretado lo ocurrido y lo negó todo. “Pedro es así”, concluyó. No obstante, después de esta conversación, Adela comenzó a reflexionar sobre la pregunta de su amiga y tuvo que reconocer ante sí misma que lo que estaba suciendo en su pareja no era normal.
La dependencia emocional tiene como origen una subjetividad llena de conflictos. La historia familiar de Adela es complicada y padece un importante sentimiento de abandono afectivo. No se siente capaz de hacerse cargo de sí misma, sobre todo desde que fue madre y revivió la incapacidad que había tenido su propia madre para acercarse a ella. Aunque se empleó a fondo en cuidar de sus hijos, a partir de ese momento comenzó a depender demasiado de Pedro, al que había idealizado en un intento de suplir sus propias carencias. A él le gustaba responder a esa dependencia porque, inconscientemente, nunca se había sentido valorado por su padre.
Cuando la dependencia en la pareja es excesiva, se puede llegar a sufrir y a negar el abuso por parte del otro. La persona dependiente está dominada por complejos inconscientes. Idealiza mucho al otro y se pone en sus manos, porque no se siente capaz de hacerse cargo de sí misma. Se valora a través de la pareja y supone que es valiosa porque ese otro, tan capaz, la ha elegido. La pareja se convierte así para el dependiente en una fuente de autoestima, al igual que en la primera infancia pasaba con nuestros padres, a los que idealizábamos.
Pensar si hay demasiadas exigencias del uno sobre el otro y poco espacio personal.
Preguntarse si se subordinan en exceso los intereses propios a los de la pareja para no separarse de ella.
Hablar de cómo os sentís y enfrentar los sentimientos que no os gustan sin críticas ni reproches, pero intentando resolverlos. Los rencores que se guardan y no se resuelven deterioran la relación.</
La dependencia emocional del otro, cuando es grande, no da margen a la elección, pues se impone a la voluntad como una necesidad para seguir viviendo. Remite a la dependencia absoluta que tenemos de la madre al nacer y que el crecimiento físico y psíquico resuelven con el tiempo. Para ello, la madre, que es nuestro primer objeto de amor, ha de ser sustituida por otro: en primera instancia, el padre, al que también queremos, ocupará su lugar, pero tendremos que sustituirlo también por los amores que encontremos a lo largo de la vida.
En la dependencia no se puede elegir, se está empujado por la necesidad, igual que le sucede al niño pequeño en relación a sus progenitores.
En el amor se elige, hasta cierto punto, cuando se ha podido construir una identidad madura. Pero cuando las primeras dependencias no se han podido elaborar de forma adecuada, se tiende a repetir con la pareja un modo de vínculo enfermizo en un intento de reparar lo que se vivió en la infancia. La posibilidad de salir de esa dependencia pasa por elaborar psicológicamente los conflictos que conducen a no poder valorarse.
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