vivir
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Un chaparrón, una cagada de pájaro, un tiesto con geranios: son tres cosas que a nadie le gusta que le caigan del cielo. Eso no significa que detestemos la lluvia, las aves o las flores, sino que las circunstancias en las que aparecen varían nuestra percepción de las mismas. Con el piropo pasa lo mismo: oscila entre el insulto y el halago, entre la coacción y la alabanza.
Lo que pensamos del piropo depende de la situación en la que se genere, de su finalidad y de lo que engloba el concepto de piropo, que está mal definido y es demasiado amplio. Y, teniendo en cuenta todo esto, resulta absurdo afirmar que a las mujeres nos gustan, o no; del mismo modo que es absurdo intentar establecer si nos gustan las nubes, los pájaros o los geranios. Todo depende.
Así, si un desconocido eyecta sobre nosotras el ladrido de un perro sin bozal (la cosa va a ir de perros, lo aviso) en una situación inoportuna, intimidatoria, de indefensión o de inferioridad manifiesta. Y si lo hace fuera de un marco de cortejo establecido y asumido o de una relación sentimental ya clarificada... eso no es un piropo, es someternos a una situación de riesgo frente a la que solo podemos sentir reacciones poco gratificantes (por no decir violentas). Y no porque las mujeres seamos finas o temerosas, porque tengamos una piel hipersensible o porque necesitemos la perpetua compañía de un ente masculino y omnipotente (un padre en forma de guardaespaldas o de Estado) que nos ampare.
A veces, esta situación emana de una relación de poder en la que la mujer es el elemento dependiente y, por lo tanto, coaccionado en cuanto a su respuesta. Por ejemplo: un jefe que nos piropea no está arrojando confeti sobre nuestras capacidades o habilidades laborales. En esta situación, nuestra capacidad de reacción se reduce al mínimo, se incrementa la violencia inherente a la desigualdad y se dispara la angustia de que ese piropo sea el preliminar de otras exigencias indeseadas. Aquí, el piropo tampoco es un halago sino un estilete untado con curare.
Cuando el piropo se produce en esas situaciones, su finalidad es la cosificación: mostrar una posición de dominio y autoafirmarse exhibiéndola desde lo alto de la escalera. No busca la seducción en un marco de cortejo consentido, porque no existe el consentimiento. Tras la inicial sensación de que alguien ha puesto en valor las particularidades de la "piropeada", constatamos que lo que ha sido en realidad es cosificada sexualmente. Con sus palabras no está intentando engrandecer a un "yo" concreto, sino a un "yo" cualquiera que pasara por allí y se ajustara a las ansias libidinales y a los elásticos criterios estéticos y del emisor del mensaje.
Es decir, estos "piropos" no tratan de magnificar las cualidades específicas de una mujer. Suelen ser, más bien, como los correos electrónicos publicitarios: textos estandarizados, en los que basta con cambiar el destinatario ("rubia" por "morena", "tía" por "señorita"). Lo que pretenden poner en valor es al piropeador, que manifiesta así, de manera estúpida, una especie de superioridad moral basada en su sensación de dominio sobre lo "piropeable". Esta acción, en resumen, es una mera exhibición genérica de poder, de desprecio y de dominio sobre la "cosa" (la mujer) que por allí pasaba... y debe parecerse mucho a la sensación cobarde de plenitud de un exhibicionista cuando abre su gabardina.
Cabría pensar, entonces, que el piropo es cosa de botarates o cretinos, de delincuentes que anticipan con estas frases su acción o de mastuerzos ignorantes; de gente, en definitiva, que no sabe que, para ser erótico, el descaro tiene que ir de la mano del respeto. En ese caso, bastaría con desaprobarlo moralmente y con perseguirlo con la ley en la mano, bajo los oportunos epígrafes y encuadres. Pero ¿y si no fuera tan sencillo? ¿Y si el piropo no fuera solo lo que acabamos de explicar?
¿Puede el piropo, por ejemplo, ser elegante? Para ello, tendremos que acotar el término: "elegante" es aquello que está bien definido, lo que sabe escoger los rasgos que le son propios y con ello marca sus límites, atribuciones y competencias. Al piropo, como concepto, no hemos sabido hacerlo elegante. El término engloba todo un abanico de atribuciones excesivamente dispares. Y eso encierra un peligro: al acumular tantos significados diferentes, basta con que uno nos desagrade o nos resulte colectivamente inapropiado para que, inmediatamente, los demás sean quemados en la misma hoguera.
Y eso, además de un peligro, es una ventana a las manipulaciones casi siempre puritanas e involucionistas. Imaginaos, por ejemplo y volviendo a los símiles caninos, que yo detestase a los perros. Una de las características de los perros es que, al morder, pueden transmitir la rabia. Si, a partir de esa caracterización y excluyendo todas las demás, yo establezco una relación unívoca entre perro y rabia, estaré perfectamente legitimada para proclamar que los perros (todos los perros) son un peligro social que hay que eliminar, una amenaza pública para nuestras frágiles integridades, unos mamíferos a los que hay que acorralar mediante todas las herramientas de la ley. Y, después de emprender mi cruzada para evitar la rabia en nombre del bien común y la corrección política entre las especies, quizá alguna persona, probablemente mucho más lista que yo, me preguntaría: "Pero, ¿tú con qué quieres acabar? ¿Con la rabia o con los perros?".
Y esa duda de si vamos a por el rábano o a por las hojas es la que se me plantea cuando, tras una serie de iniciativas que tienden a dificultar sobremanera la relación entre los sexos, se nos trata de convencer con argumentos protectores y maximalistas de que un "piropo" (algo que, hablando de perros, puede ir desde el lamido al mordisco) es un producto cultural a extinguir, equiparable al circo romano o a los cinturones de castidad.
Hoy en día, por un lado, se intenta coartar, mediante leyes y normativas, cualquier modo erótico de relación entre los sexos; y, por otro, parece que nuestra existencia se sustenta en un exhibicionismo que propicia la posibilidad de ser piropeados (y si alguien duda de esto, que se pregunte por la fraternidad entre el like y el piropo). En estos tiempos, esa tendencia a alertarnos indiscriminadamente frente a los piropos no me recuerda a los perros de don Quijote ("Ladran, pues cabalgamos"), sino a otro can: el del hortelano, que ya sabemos de qué manera solía usar sus fauces: que ni come ni deja comer...
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