vivir
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En la llamada “respuesta sexual humana” (que, en realidad, se refiere a cómo experimentamos las distintas y consecutivas fases psicofisiológicas con las que se puede reaccionar a un estímulo erótico), el deseo constituye la primera etapa. Es la ignición, previa a la excitación, pero también es algo más importante; el estímulo necesario que proporciona un “ por qué” no siempre claro (la mayoría de las veces, bastante opaco) sobre el motivo y el sentido que puede tener para nosotros el responder a un estímulo erótico. Sin deseo, no hay ese “por qué”, no cobra para nosotros sentido el responder por más que haya un activador y una capacidad de respuesta. Si tenemos delante una bebida fresca y la capacidad de beberla, nunca nos la llevaremos a los labios sin motivo (por ejemplo, el tener sed)… La sed (el deseo) es la que hace que nos apetezca (nos excite su obtención) ingerir la bebida.
Pero, el deseo erótico no sólo se manifiesta en esa llamada “respuesta sexual”. Su presencia es permanente, de manera poliédrica y variable, en todos nosotros, en todos los seres sexuados, pues de él depende el que despleguemos los distintos procesos derivados de esta condición; por ejemplo, nuestra sexuación y nuestra sexualidad. En el ejemplo, yo puedo tener una apetencia (deseo) puntual de beberme ese refresco concreto pero, sin la apetencia general y sustancial de hidratar mi organismo, éste devendría inoperativo. Así, el deseo no es poca cosa y su correcta gestión y comprensión son determinantes a la hora de mantener una estructura psíquica estabilizada y un devenir existencial satisfactorio.
De un sujeto pulsional a uno deseante…
Algo que no todo el mundo sabe es que los humano no nacemos sabiendo desear, aprendemos a hacerlo. En gran medida, gracias a la instrucción de una madre que sabe estar presente pero que también sabe estar ausente, que sabe proporcionar ternura y amparo en la misma medida que proporciona ausencia y desatención y que nos educa en que ella es también un sujeto autónomo (no exclusivamente dedicado) a nosotros, con deseos propios que no siempre se corresponden en exclusiva con mi figura.
El cómo gestionamos ese traumatismo de no estar siempre (ni literal ni conceptualmente) atendidos por nuestra madre es lo que nos posibilita el trasladarnos de un sujeto exclusivamente pulsional a uno deseante, el que nos permite, con mucho esfuerzo, el comprender que el deseo necesita de una fase de espera, otra de progresiva satisfacción y de otra de resolución o de duelo al comprender que lo conseguido por el deseo no satisface permanente nuestra apetencia (“mamá” está aquí pero se volverá a ir).
Además, nos enseña, cuando lo conseguimos aprender que, tras esa fase “resolutiva” de hastío, volverá a emerger (“debe” volver a emerger) un nuevo deseo. De aprender bien esta lección depende que nuestro devenir en cuanto humanos sea llevadero; desear mal, estar demasiado cerca de un estado pulsional (porque, por ejemplo, no sabemos atender la desesperante espera de un nuevo deseo) o paralizar el conveniente enlazamiento de deseos que cumplen estas etapas (entrar en un proceso más o menos severo de melancolía) interfiere, en ocasiones, de manera trágica en nuestra existencia. Y todo eso es aplicable también al deseo erótico, pues antes que erótico es deseo.
Alimentando el deseo
El problema es que no basta con aprender eso; hay también que aprender a mantenerlo bien nutrido, a que no decaiga ni se empobrezca el sustrato en el que puede emerger (las, en ocasiones temidas, fantasías eróticas dentro de nuestro imaginario erótico) de manera que el siempre acechante en cuestiones sexuales deseo “hipoactivo” no se instale en nuestra lógica deseante. Ello no significa que haya temporadas en las que una tiene “menos ganas” y otras en las que más, pues eso no sólo forma parte del propio desear sino que, además, es necesario (saludable) para el propio deseo, pero lo que no hay que descuidar es que el deseo “hipoactivo”, el que no consigue un enlazamiento recurrente de deseos o se enquista en la fase de hastío sin que un nuevo deseo erótico brote, se instale en nosotras (del mismo modo que, tampoco nos resultará muy saludable un deseo siempre en plena emergencia que no permite las fases de resolución por encontrarse demasiado cercano o parcheado por las pulsiones). Para evitar eso de un deseo erótico debilitado, hay que esforzarse en activarlo, proponerse (los deseos no siempre caen del cielo como la lluvia) el que haya capacidad simbólica suficiente como para que devenga un motivo para existir en cuanto ser sexuado.
Los medios para conseguirlo son múltiples y sobrepasan la extensión de este escrito pero, por señalar aunque sea uno; acceder, aunque nos cueste de inicio (porque nos parezca que no deseamos desear), a representaciones eróticas que nos activen la carencia narrativa que un deseo débil no nos propone. Por ejemplo, leyendo literatura erótica… Y, si es posible, buena literatura erótica (hay bodrios por ahí que le quitan las ganas al más puesto) y no exclusivamente erótica. Sus efectos, para quien no los conoce o no suele hacer uso de ellos, son sorprendentes y enormemente eficaces, pues en nuestra proverbial capacidad empática, somos capaces de trasladarnos a lo representado de forma que hacemos nuestro el deseo del otro. Y es que cuando algo no se tiene, en ocasiones es conveniente tomarlo prestado, sobre todo si se trata de algo tan humano y tan sustancial para seguir siéndolo como es el deseo (y otro día, si acaso, nos preocupamos de las isoflavonas, los novios de la “it girls”, las falditas de moda y demás…).
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