vivir
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El deseo ama la novedad, pero también ama perpetuar lo mismo. Es su función atender a lo distinto, a lo que le procura al sujeto apertura, del mismo modo que lo es el conservar lo que al mismo sujeto le gratifica, lo que le da sentido. Y es que lo radical del deseo en un sujeto es la continua posibilitación de existir desde la insistencia. Eso conforma en nosotros una doble condición; somos “excéntricos”, nos gusta probar nuevos territorios, colonizar nuevas subjetividades, salirnos del surco pero, por otro lado, somos “concéntricos”, la apertura la afrontamos siempre desde una centralidad (desde mi “yo” y mi voluntad de permanecer en él), lo que hace que seamos repetitivos, insistentes y propensos a la monotonía y a la estabilidad. A ambas fuerzas que nos gobiernan, la centrífuga y la centrípeta y que se reequilibran en una estructura psíquica estable,las coordina el deseo que insiste en que yo siga siendo yo misma (con mi personalidad, mis gustos, mis valores) pero no ceja nunca en la posibilidad de que yo pueda ser alguna otra (con nuevas personalidades, gustos y valores). Y ese movimiento de fuerzas deseantes que, como el pedaleo de una bicicleta combina lo circular y estático del pedaleo con el avance de la bici, es el que nos permite crecer y desplegarnos, el llegar a ser lo que en este momento soy pudiendo siempre ser otra.
En la sexualidad, nos pone lo novedoso pero también buscamos la estabilidad
En terrenos de nuestra sexualidad, el deseo funciona exactamente igual; nos enciende lo novedoso y lo distinto pero buscamos garantizarnos una estabilidad en lo mismo. Y ello, qué duda cabe, es uno de los quebraderos de cabeza que nos acompañan perpetuamente. Estoy bien sexualmente con mi pareja, conoce a la perfección mis gustos, sabe lo que me apetece y cuándo me apetece… Sin embargo, de repente irrumpe el otro, con no sé qué gesto en su rostro, con no sé qué palabra, acompañado por vaya Vd. a saber qué paisaje, y allá que reclama el deseo probarlo, meterle mano, catarlo para saber si mi “yo” va a ser más “yo” allí que aquí. Y eso es tan humano como singular; somos seres eminentemente curiosos pero no queremos nunca perder lo conquistado.
En el sexo, lo de “nadar y guardar la ropa” es un dicho, con toda su carga trágica, que nos define a la perfección. Lo singular es que no parece que tengamos demasiado control sobre esos “no sé qué” que hacen que nuestro deseo dirija nuestra libido y nuestro cuerpo hacia allí. Podemos saber, en determinado momento, lo que queremos pero no sabemos porque queremos lo que queremos, lo cual desactiva en gran medida nuestros mecanismos racionales que podrían llevarnos a conclusiones del tipo “no te líes que lo único que vas a conseguir es perder a tu pareja”, pero también desarticula la racionalidad de los juicios contrarios que explican cómo, estando con un gilipollas integral y frente a una nueva oportunidad claramente favorable, preferimos quedarnos con el gilipollas conocido (lo del estúpido “más vale malo conocido que bueno por conocer” también nos categoriza más de lo que creemos).
¿Cómo resolver este libidinal sudoku?
Pero cuando perseveramos en lo de siempre o nos abrimos a lo novedoso, siempre hay un objetivo final; la satisfacción. También eso es aplicable al sexo. “Encarmarse” por primera vez con fulanito esperando el polvo de nuestras vidas o no hacerlo y mantener la cama con menganito, tiene también esa finalidad (éticas aparte) de aumentar mi propia satisfacción. Y esa satisfacción, y por responder un poco a la pregunta que da título, suele ser distinta. En un apetecible nuevo encuentro sexual con un desconocido, lo que suele disparársenos es la euforia, en un encuentro sexual con mi pareja y sus virtudes, lo que suele incrementarse es la felicidad. Y ambas “satisfacciones”, aunque parezca que no porque vivimos tiempos de la perpetua e infantil “euforización”, son cuestiones muy distintas. Ante la simple posibilidad de un encuentro erótico con alguien apetecible, nuestros mecanismos deseantes y, con ellos, nuestro cuerpo y nuestra bioquímica, se disparan como si nos hubieran metido un jalapeño en el culo. Nos montamos la película, nos compramos lencería fina…nos ponemos eufóricas. Pero la felicidad atiende más que a los “arreones” y las subidas de adrenalina, a eso que los latinos llamaban “securitas” y que hace referencia más que a la seguridad al sosiego, a la serenidad, a la gratificación del proyecto establecido.
Mientras la euforia es puramente emocional, la felicidad es eminentemente sentimental. Así que, aun pudiendo pecar de cínica, el sexo no es mejor ni con un desconocido ni con una pareja estable, sino con los dos. Y talento del propio deseo, del control emocional sobre éste y de la honestidad con una misma y los demás, será cómo resolver este libidinal “ sudoku” (a ese talento compartido en pareja, por cierto, se le viene en llamar “gestión de la promiscuidad”…aunque sin el talento propio de los aparejados suele acabar con piezas que sobran y con que el gatito del puzle se acabe pareciendo más a un “ pit bull”).
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