La única diversidad que se admite hoy en día es la sexual. Aquello que, hace años y en el mejor de los casos, se toleraba porque se pasaba por alto, en la actualidad, no solo se permite, sino que se reivindica como algo natural. Seguramente, se trata de un paso adelante en la forma de relacionarse civilizadamente de las personas entre sí, pero yo no puedo dejar de oír en ese paso, aunque sea en el fondo, un leve crujido.
Viví mi juventud en los años 70 y mi educación sentimental se basó en una suerte de completo libertinaje. Quizá por este motivo no puedo más que mirar con estupor esta nueva domesticación de la diversidad. Hoy se persiguen con obstinación cosas que, en mis tiempos, eran vistas como una auténtica peste: el matrimonio, las listas de boda, las comidas de domingo con la familia política. ¿Por qué?¿Cómo ha podido ocurrir este cambio tan drástico en las tendencias?
¿Y qué puede significar una diversidad que anhela fervientemente convertirse en aquello que, hasta ahora, venía siendo considerada la normalidad? Estoy convencida de que cualquier relación afectiva tiene derecho a que la tratemos con el mayor de los respetos (pues el entendimiento y la aceptación del otro son lo que más de verdad y de hondura hay en nuestra naturaleza), pero también estoy convencida de que la imposición de esta nueva "normalidad" comporta el riesgo de empujarnos hacia una situación cada vez más claustrofóbica.
La condición esquemática del individuo se ha apoderado de la complejidad de la persona, y todo el movimiento por los derechos es consecuencia directa de esta analogía. Para el individuo, el derecho de uno debe ser el derecho de todos, mientras que la persona es consciente de que, en la vida, solo la muerte nos democratiza verdaderamente a todos.