Recordando a Wallis

La romántica historia de un apuesto monarca que renunció al trono de Inglaterra por el amor de una plebeya

Cristina Morató
Cristina Morató

Hace 30 años, Wallis Simpson fallecía sola en su mansión de París rodeada de sus perros falderos. En estos días que Gran Bretaña celebra por todo lo alto el 90 cumpleaños de la reina Isabel ll, el aniversario de la muerte de la duquesa de Windsor ha pasado desapercibido. El pueblo británico siempre detestó a esta extranjera que les arrebató un príncipe guapo y encantador al que todos adoraban.

Los duques de Windsor deseaban que algún día la familia real los perdonara

Pero, contra todo pronóstico, su matrimonio duró 33 años, hasta la muerte de él. Cuando el mundo conoció la romántica historia de un apuesto monarca que renunció al trono de Inglaterra por el amor de una plebeya y divorciada norteamericana, parecía un cuento de hadas. Durante décadas, los duques de Windsor ocuparon portadas de revistas y el público siguió su interminable y fastuoso exilio deseando que algún día la familia real los perdonara.

Malvada, pérfida, advenediza, espía, promiscua... son algunos de los adjetivos con los que la prensa se refería a esta mujer con dos divorcios a sus espaldas que nunca quiso ser reina. Cuentan que el día en que desde su refugio en Cannes escuchó el discurso de abdicación del rey, lloró de rabia y exclamó: "¿Cómo has podido hacerme esto?".

Wallis, que pasó penurias en su niñez pertenecía a la rama pobre de una rica familia de Baltimore y fue víctima de los malos tratos de su primer marido, un aviador alcohólico, era feliz como amante de un príncipe que la adoraba y la cubría de joyas.

Sus restos descansan juntos en el panteón de la familia real. Un reconocimiento que se le negó en vida.

No pedía más: asistir a elegantes fiestas, viajar a lo grande, vestir alta costura y decorar sin límite de dinero sus palacios. Pero desde que el príncipe de Gales la conoció, se convirtió en una enfermiza obsesión. Nadie como ella se atrevía a decirle lo que pensaba, a recriminarle en público como si fuera un chiquillo y a darle órdenes. Eduardo quedó cautivado por esta mujer altiva, chillona y mandona que bordeaba la anorexia.

Al principio, los duques de Windsor caían bien porque parecían víctimas de una gran injusticia. Pero con el paso del tiempo su imagen se fue empañando y las revistas mostraban lo que eran: una pareja excéntrica, banal y caprichosa.

En aquellos años en los que la gente moría de hambre, ellos vivían en mansiones, rodeados de una corte de sirvientes. Wallis hacia que le plancharan el dinero porque le gustaban los billetes crujientes y sus perros comían el menú de un chef francés. Además estaban sus simpatías nazis y sus intrigas para recuperar el trono con la ayuda de Mussolini.

Tras la guerra comenzó su patético declive. Se convirtieron en asiduos de la jet set, se codeaban con actores de Hollywood y frecuentaban la Costa Azul. Wallis sobrevivió a su esposo 14 años prácticamente recluida en su residencia de Bois de Boulogne. Deprimida y abandonada, fue perdiendo facultades. Cuando falleció tenía 90 años y parecía un espectro.

Gracias a la obstinación del príncipe Eduardo, sus restos descansan juntos en el panteón de la familia real en Frogmore. Todo un reconocimiento que se le negó en vida.

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