Escribo esta columna aún conmocionada por el atentado que ha sufrido mi ciudad, Barcelona. Los terroristas han elegido a conciencia el escenario para sembrar el terror y causar el mayor daño posible. La Rambla no es un lugar cualquiera, es su avenida más popular, querida y concurrida. Un mundo aparte, donde se concentran a diario gentes de todos los credos y nacionalidades.
Un lugar con tanta personalidad que tiene hasta su propio verbo, 'ramblear', que significa pasear por este tramo que discurre entre la plaza Cataluña y el monumento a Colón. Las Ramblas nacieron en el siglo XIX cuando Barcelona derrumbó sus murallas y se construyó un amplio paseo para unir la parte alta de la ciudad y el mar. Ahoar se han teñido de sangre y me invade una enorme tristeza y nostalgia.
Nostalgia de mis años de juventud, cuando adentrarse en la Rambla era traspasar una línea fronteriza y descubrir lo que no enseñaban en la escuela. A mí me inició en el barrio chino (hoy el Raval) un amigo que vivía allí y lo conocía bien. Por las noches, en su Vespa, me llevaba por calles oscuras y peligrosas donde ni la policía se atrevía a entrar. Para mí, que aún no había comenzado a ver mundo, esas escapadas eran una excitante aventura.
En sus tugurios y locales bohemios se mezclaban prostitutas, amrineros americanos, travestis con mucho arte y poetas que se consideraban malditos. Recuerdo bien los nombres de aquellos reductos de la Barcelona bohemia, canallay arrabalera que forman parte de su leyenda. Como el Pastís, un bar diminuto y oscuro con ambiente nostálgico francés, donde solo se escuchaban canciones de Edith Piaf.
En sus altos taburetes había que probar un aguardiente de anís y regaliza. O la Bodega Bohemia, un cabaret kitsch donde cantaban celebridades de la farándula, glorias olvidadas del cuplé y travestis. Cuando de madrugada llegaba a mi casa, no era la misma. Bajar a las Ramblas tenía algo de viaje iniciático y a mi edad me abrió a nuevos horizontes.
Hace mucho tiempo que vivo en Madrid, pero cada vez que visito mi ciudad acabo sentada en un banco de las Ramblas o tomando un café con mis amigas de la infancia en una de sus terrazas. Me encanta empaparme de la alegría y vitalidad que se respira en sus rincones. Ha tenido que ocurrir esta tragedia para darme cuenta que sigo atada a ellla por un invisible cordón umbilical. Siempre regresamos a los lugares que han dejado en nosotros huella.
Tras el brutal ataque, la vida ha vuelto a la Rambla. Los comercios han levantado sus persianas, los puestos de la Boquería ofrencen sus productos y las terrazas están como siempre abarrotadas. Turistas y barceloneses se pasean de nuevo bajo sus plataneros y rinden homenaje a las víctimas de la masacre. Mi querida Rambla ha mostrado estos días su rostro más solidario y se ha llenado de altares improvisados con flores, peluches, velas y notas de cariño. Está más viva que nunca y dispuesta a no dejarse vencer por el miedo.
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