¿Era Andy Warhol divertido? ¿Qué se le había perdido al de Pittsburgh en Madrid en los años ochenta? ¿Qué pintaba el rubio más extrañamente divino con Alaska, Pitita Ridruejo y Ágatha Ruiz de la Prada en un palacete madrileño? ¿Quién es el fotógrafo que se sentaba a su siniestra? A todas estas cuestiones va a dar curiosa respuesta una exposición titulada Warhol & Vijande. Cita en Madrid organizada por la Colección Suñol Soler que se inaugura en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid el próximo 17 de mayo.
Entre la incógnitas más interesantes, una de las más desconocidas: qué relación tuvo Andy Warhol con Fernando Vijande (1930-1986), ese dandi seductor de flor en la solapa y hechuras de aristócrata (lo fue) que tendió un puente entre España y Nueva York por el que transitó lo más granado e iconoclasta de la época. Tampoco sabe el gran público adorador del personaje «multimedia» por excelencia que el coleccionista Josep Suñol (1927-2019), casi su antagonista por discreto, tenía un Warhol colgado en el comedor de su casa mediterránea en la Ciudad Condal, diseñada por Josep Lluís Sert, nada menos que el Mao más retocado y experimental, que no se había visto en 45 años.
Y si Andy Warhol, ese profeta de la modernidad que hoy nos suena a Velvet Underground y nos sabe a sopa Campbell, a 32 latas nada menos, que nos evoca la copia y la multicopia, que pasó a la posteridad como el artífice de su propia gloria (y no por 15 minutos) y el gran pope del consumo, no fuera como pensábamos. Y si el hombre que nos sedujo con el díptico de Marilyn Monroe como si fuera un Bosco de los tiempos modernos e hizo de la Factory el olimpo de los nuevos dioses, escribiendo en su diario su propia epopeya, llevara puesta una máscara. Los mismos tópicos que encumbraron al rey del pop art han contribuido a desdibujar su figura, dicen sus amigos españoles.
Pasadas las décadas, las movidas, agitada la coctelera de las artes y las experimentaciones, cuando todavía no hemos terminado de hacernos a la impostura de las performances, no digamos aquella de Charlotte Moorman, del movimiento Fluxus, viene una exposición a recordarnos una cita que ya es histórica. O mejor, icónica. Y, de paso, una relación a cuatro bandas para confirmar que el arte siempre ha sido un transatlántico capaz de surcar mares y sortear barreras: Escilas y Caribdis de todo pelaje.
La exposición en cuestión no solo es warholiana a más no poder. Máxime porque va a tener lugar en un templo de las artes como es el Museo Lázaro Galdiano, en el Madrid más noble, por cortesía de la Colección Suñol Soler, del 17 de mayo al 21 de julio, para después recalar en un puerto como BCN.
También 100% «vijandiana», es decir, vanguardista, ecléctica, cosmopolita, además de neoyorquina porque lleva el sello de la «factoría» de Christopher Makos. El discípulo de Man Ray siguió a Andy doquiera que fuese. Con su serie de retratos «Más que imágenes alteradas», que tambien ocupan lugar en esta exposición, el artista, cómodo como nunca, muestra su lado más vulnerable. Es Warhol viendo los Warhol.
Hablamos de «Warhol & Vijande, cita en Madrid», a la que seguirá en el mes de septiembre, con el inicio del curso y las veleidades del otoño, el documental «Más que pistolas, cuchillos y cruces», que dirige Juanjo Ruiz. Y nos explica a qué se debe esta ola, «vijandismo» lo llaman, que se va articular este año y el siguiente. «La Fundación Suñol, de la que el hijo de Fernando Vijande es patrono, se sentía en deuda con él, pues la colección le debe mucho, ya que los Warhol están ahí por su pasión por todo lo americano, y pensaban que esta deuda no estaba saldada», explica Ruiz.
Y qué mejor que deshojar el calendario hacia atrás, en busca del tiempo perdido, hasta dar con dicha «cita en Madrid» fraguada por Vijande, que haría de la capital una suerte de Factory a la española. Primero, desde la galería Vandrés (1970), en la calle Ramón de la Cruz 26, donde se curtieron Muntadas o Gordillo, que llegó a ser acusada de escándalo público. Y, luego, en la bautizada con su nombre (1981), Vijande, en Núñez de Balboa 65.
«Con su visión independiente, transgresora, libre y valiente», donde juntó «no solo a las gentes de los bajos fondos y a los artistas emergentes, sino también a aristócratas que estaban buscando otra cosa y burgueses que habían ido a la universidad, y una nueva generación que no tiene nada que ver con lo convencional», revela Ruiz, para subrayar después que «eso en los ochenta era algo impensable».
Hay que tener en cuenta que entonces no «existía el Reina Sofía y en Europa estaba solo el Pompidou, que ahora nos parece que todas las ciudades han tenido siempre museo de arte contemporáneo». Solo un dato: «De los artistas que tuvo Vijande en su galería, 16 son premios nacionales de artes plásticas. ¡Qué ojo!».
Hemos entrevistado a Makos, digno «legatario» de Warhol, a quien conoció durante su exposición en el Whitney Museum of American Art, y nos ha confirmado lo que intuíamos: «Andy era casi cualquier hombre. No era exactamente como lo ves en los vídeos o en las historias que se cuentan sobre él. Él era un buen amigo, un buen hermano, una buena madre, un buen padre. Él era todo lo que tú querías en un amigo. Lo abarcaba todo».
También da alas inevitablemente al tópico de que «fue un adelantado a su tiempo. Él fue el primer instagramer, el primer autor de selfies, él fue el principio de todo esto. En gran medida, el Marshall McLuhan, el contador del futuro. Él habría adorado este momento en la historia».
Warhol y Vijande se conocieron en los años setenta en The Factory, ese estudio inenarrable donde confluyeron las pasiones desatadas de Lou Reed, Mick Jagger, Truman Capote y hasta Dalí, exaltando la libertad hasta el paroxismo. Pero fue en enero de 1983 cuando se hizo realidad el sueño «vijandiano» de la visita de Andy Warhol a su galería madrileña.
Como cuenta su hijo, Rodrigo Navia-Osorio Vijande, fue una visita con una exposición hecha a medida, con simbología tramada junto al mánager Fred Hughes y el ínclito Bob Colacello, que se llamó muy propiamente Pistolas, cruces y cuchillos. «Pistolas como símbolo de la guerra civil, cuchillos por todo el folclore y el Romancero Gitano de Lorca, y las cruces por el catolicismo». Antes había tenido lugar, hay que citarlo, la exposición «El chochonismo ilustrado», de los inefables Costus (1981).
Así pues, Fernando Vijande mediante, el 16 de enero de 1983, un «extraterrestre» Andy Warhol tomaba tierra bajo el cielo de Madrid. Como llegado, en efecto, de otro planeta llegó para darse de bruces con «artistas, drogatas, rockeros y pijos, allí había de todo», relata Rodrigo Vijande, que lo reverenciaban como a un «sacerdotiso» del pop. «La visita de un cadáver exquisito rodeado de bufones», se dijo entonces. Pero Ágatha Ruiz de la Prada, una de las 23 personas entrevistadas en el documental, con Alaska ejerciendo de maestra de ceremonias, lo expresa mejor que nadie: «Íbamos como si hubiera venido Jesucristo a Madrid».
Los 80 eran para darlos de comer aparte. Lo curioso es que, por aquellos días, también Roy Lichtenstein, otro pintor puesto de rodillas ante el arte popular y la extenuante sociedad del consumo, estaba en Madrid para inaugurar una retrospectiva de su obra en la Fundación Juan March y su presencia, como destaca Vijande hijo, pasó inadvertida. Makos asiente: «Todavía a día de hoy, si tú mencionas el nombre de Andy Warhol, casi cualquier persona de cualquier ámbito sabe quién es. Pero si tú hablas de Frank Stella, Bob Rauschenberg o Roy Lichtenstein, puede que los conozcan, pero no al nivel que a Warhol».
¿Qué recuerdos tiene el propio Makos de aquella visita? «Recuerdo la ilusión que me produjo la idea de venir a España, porque nunca había estado antes. Y ese era el momento, después de la muerte de Franco, cuando estaba teniendo lugar la Movida, a la manera de la Factory de Warhol, así que este viaje iba ser un encuentro de dos movimientos artísticos».
Pongamos que este «Warhol-Vijande» actúa como magdalena de Proust evocando no solo la ya mítica exposición, sino «todas esas fiestas espectaculares que celebramos, muy parecidas a las de Nueva York, donde había gente del Uptown, del Downtown y de todo Manhattan. En este caso, fue toda la gente de la Movida. Ágatha Ruiz de la Prada, Alaska, Miguel Bosé, Bibi Ándersen, todos esos impulsores y agitadores del arte».
Así, divismos y endiosamientos aparte, es verdad que tanto la rueda de prensa de la exposición como su presentación causaron un furor que contrastaba con la figura hiératica, como de cera, y atribulada de un Warhol devorado por su personaje y sin expresión «Llegó a preguntar cuánto habían pagado a la gente aquella por asistir», cuando lo cierto es que fue la gente la que pagó por ver tan rocambolesca exposición plagada de revólveres en aquel insólito garaje del Madrid contracultural.
¿Cuánto? 100 pesetas, «y se llegaron a imprimir más de 12.000 entradas», aunque lo que se dice cuadros, y a ese precio millonario, solo se vendió uno. «Pero otra cosa es la repercusión que tuvo. ¿Cómo se mide eso en términos de rentabilidad? Fue algo muy importante que sirvió para poner a Madrid en el mapa», advierte Juanjo Ruiz, ante un Warhol «in crescendo».
Se ha dicho hasta la saciedad que Warhol, que pernoctó en el Villa Magna, vino a los Madriles «porque estaba desesperado», confesión propia, y para hacer caja, cual Avida Dollars (así llamó Breton al ínclito Salvador Dalí con sus mismas letras), o sea, sediento de dinero. Nada extraño por otra parte, dado que, en su vida y en su obra, lo mismo se multiplicaban las cocacolas que las reinas, los Mickey Mouse que los Elvis o los coches y, sobre todo, los dólares.
Así pues, de la Galería Vijande, que era lo más maldito en aquel bendito Madrid, no tardó en dar el salto al palacete de los March, donde, más allá de los protagonistas de la Movida, se juntaron personajes de la farándula, la nobleza y el colorín: de una pipiola Ana Obregón a la sin par Pitita Ridruejo, pasando por Isabel Preysler y Carlos Falcó , marqueses de Griñón, o el rebelde de los Alba, Jacobo Fitz-James, conde de Siruela, junto a su entonces pareja, María Eugenia Fernández de Castro .
Y otro tanto ocurrió en la mansión de Hervé Hachuel, esta vez en Puerta de Hierro, con actuaciones de Alaska y Dinarama, y Pedro Almodóvar y Fabio McNamara. Un «a quién le importa lo que yo haga, a quién le importa lo que yo diga» en su máxima expresión.
Pero la visita no fue relámpago. Fueron nueve días de farra a la española de los que nadie pudo ni quiso salir indemne. Incluido el empacho de pastas de Mallorca, a la sazón la pastelería de la jet, y la visita casi obligada a Capas Seseña, en la calle de la Cruz para más inri. Se glorificaba así en cierto modo el «santo» Warhol con la indumentaria de Picasso para su enterramiento y de Valle Inclán, están sus obras invocando la modernidad y convocándola. Por el Museo del Prado Warhol pasó como una exhalación, haciendo gala de su impostura en las tiendas de souvenires, igual que en Toledo o Chinchón.
La exposición del Lázaro Galdiano servirá «para descubrir los orígenes de la Colección Suñol Soler, con más de 1.000 obras, de Picasso, Dalí, Mapplethorpe, Zush/Evru, Tàpies, Sicilia…, y la conexión Suñol-Warhol-Vijande», en palabras de su comisario, Rodrigo Vijande. En la muestra está el «Mao», de la serie «10 Early Maos», que Fernando Vijande adquirió en 1975 para la colección de su gran amigo Josep Suñol, que empezaba a tomar forma y fondo entonces. Es el Mao de las sombras azules en los párpados, las mejillas coloreadas y los labios pintados de rojo cual Marilyn.
Además, se podrá ver la serigrafía 128 de la serie «Ladies and Gentlemen», que en un principio se llamó «Drag Queens». También la fotografía «Andy Warhol and member of The Factory», tomada en New York City en octubre de 1969 por Avedon. Así como el film mudo «Mario Banana», cedido por el Museo Andy Warhol de Pittsburgh, que es pura provocación, y unos cuchillos de aquellos, «Knives» (1982). «Una idea tan importante entonces como lo es hoy, cuando el mundo está prácticamente en llamas», dice Christopher Makos.
En cuanto a la serie «Más que imágenes alteradas», su autor explica que «es la idea de jugar con la identidad, basada en la colaboración de Marcel Duchamp y Man Ray, Rrose Sélavy, solo que Andy solamente llevaba pelucas y maquillaje. No llevaba vestido. Halston, el diseñador del momento, nos preguntó si queríamos uno y le dijimos que no. Y esta discusión sobre el género, quiénes somos, es más contemporánea que nunca, es tan importante hoy como era cuando se tuvo por primera vez».
Así las cosas, tenemos delante a un coleccionista silencioso. Un galerista visionario excepcionalmente dotado para las relaciones sociales, que «vivía para el arte, para la galería y sus artistas (llegó a pagarles un sueldo), su trabajo era su pasión», tal y como le retrata su hijo. Y nos da una pincelada más: «Tenía una personalidad apabullante, era un animal social, un seductor nato, era guapo, era culto». Y, junto a él, un artista a quien, a pesar de los pesares, «le costaba salir al mundo», pero guardaba en el fondo su lado divertido. Quien lo probó lo sabe.
Lo cuenta Juanjo Ruiz, que firma el documental sobre su visita a Madrid, donde se lo oímos decir a Makos, a Freemont, otro de sus más estrechos colaboradores, y a Bob Colacello, director de la warholiana revista «Interviú». «Se quejan de que siempre se da de él la imagen de una persona aburrida, como un muñeco, pese a que, cuando se quitaba el traje de Andy Warhol, se lo pasaban en grande en la Factory, hablaban, se reían y era divertidísimo».
Y lo corrobora Rodrigo Navas-Osorio Vijande, que creció rodeado de artistas y lo entrevistó cuando era un joven estudiante en Estados Unidos para un trabajo universitario sobre «acting» en noviembre de 1980 nada menos que en la Factory: «Yo le recuerdo muy simpático, contando incluso algún chiste». Sin duda, a Warhol le habría encantado verse entre los oros, los mármoles, los bronces, la marquetería, los estucos, la platería y toda la exquisita decoración del Lázaro Galdiano, que no deja de ser también la casa de un coleccionista al cuadrado.
20 de enero-18 de febrero
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