Raros somos todos
Raros somos todos
«¿Alguno de sus parientes ha estado confinado en una institución mental? Si la respuesta es no, ¿por qué no?». En la última etapa de su vida, todo aquel que quería visitar a la famosa aristócrata y poetisa radical británica Edith Sitwell debía responder a un cuestionario previo que incluía esa y otras preguntas exóticas.
Dueña de una extraordinaria inteligencia y de un talento único para la creación artística, solía referirse a su reputación de artista extravagante con cierto orgullo. « No soy excéntrica, simplemente estoy más viva que la mayoría de las personas. Soy una impopular anguila eléctrica en un estanque lleno de carpas».
Nacida en una familia tan rica como poco ortodoxa, su padre, el aristócrata, político y anticuario inglés George Sitwell, ya era famoso por su comportamiento extravagante: sólo comía pollo asado, se negó a que la electricidad entrara en su casa hasta bien entrados los años 40 y dedicaba su tiempo a inventar cepillos de dientes musicales, pequeñas pistolas para cazar avispas o escribir libros sobre la historia de los tenedores.
«Debo pedir a cualquiera que entre en la casa que nunca me contradiga de ninguna manera, ya que interfiere con el funcionamiento de los jugos gástricos y me impide dormir por las noches», llegó a escribir en un cartel que prevenía a las visitas. Con su madre, que tenía «terribles ataques de ira», sufría alucinaciones alcohólicas y pasó una temporada en la cárcel por un caso de fraude, tenía una relación tan conflictiva que cuando murió, Sitwell ni siquiera quiso acudir al entierro.
«Fui impopular para mis padres desde el momento que nací», escribió en una autobiografía en la que recordó su infancia como un periodo «extremadamente infeliz» marcado por el corsé de hierro que su padre le obligó a llevar para corregir una supuesta malformación en su espalda y por la ausencia de una educación académica. La mayor de tres hermanos, todos ellos convertidos en escritores de éxito, siempre estuvo más unida a su institutriz, Helene Rootham, con la que convivió durante más de tres décadas.
Empezó a escribir poesía en secreto mientras era instruida en el «arduo arte de la conversación ligera» y publicó su primer poema en el Daily Mirror en 1915. Descrita en una ocasión como «tan fea como la poesía moderna», Sitwell destacaba tanto por su estatura (medía 1,80), rasgos dramáticos y estilo exótico de vestir ( sentía predilección por el terciopelo, los turbantes y los anillos) como por desafiar los estereotipos de género y subvertir los cánones de la poesía clásica llegando a recitar sus poemas a través de un megáfono, acompañada de música y detrás de una cortina. Criticada con virulencia por muchos de sus contemporáneos, algunos críticos musicales modernos han llegado a afirmar que Sitwell fue, en realidad, la primera rapera de la historia.
Protagonizó giras poéticas en Estados Unidos y su apartamento en Londres fue punto de encuentro de escritores y artistas como Dylan Thomas, Denton Welch o Alec Guinness. Su enorme círculo social quedó reflejado en una agenda con más de 300 anotaciones que se subastó en 2021 y en la que se mostraba implacable con aristócratas y celebridades e incluía anotaciones sobre personajes como Gore Vidal, la reina madre o Elizabeth Arden.
Sitwell lo apuntaba todo: a quienes debía evitar en lo sucesivo («la mujer americana que copió mi anillo» o «la impertinente católica idiota») y aquellos a los había encontrado interesantes («periodista de la BBC inteligente que me quiere entrevistar»).
Aunque nunca llegó a casarse y según algunos expertos probablemente murió siendo virgen, tuvo apasionadas relaciones románticas con el artista y boxeador chileno Álvaro de Guevara y vivió amores platónicos, con el poeta gay Siegfried Sasson y con el pintor ruso Pavel Tchelitchew, también homosexual y que, según algunos historiadores, jugó con las expectativas y sentimientos de Sitwell mientras la aristócrata se dedicaba a financiar sus obras de artes.
Una década antes de morir y convertida en una autora sexagenaria famosa por su personalidad excéntrica, Sitwell conoció a Marilyn Monroe en el Sunset Tower de Los Ángeles durante una estancia de diez semanas en California. El encuentro debía cristalizar en una entrevista para la revista Life y tanto los editores de la publicación como los representantes de la actriz esperaban una conversación cargada de tensión entre dos mujeres que, a simple vista, no tenían nada en común. «Era obvio que habíamos nacido para odiarnos, que lo haríamos a primera vista, y que nuestros posteriores insultos mutuos causarían conmoción«, explicó después Sitwell sobre cómo se había gestado el encuentro.
No fue, sin embargo, el caso. Sitwell, que compartía con Monroe el trauma de una infancia terrible, quedó impresionada con la inteligencia, sensibilidad y la «dignidad natural» de la actriz. Charlaron sobre Freud y Rudolf Steiner, pero también sobre las obras teatrales de Arthur Miller, que posteriormente se convertiría en el tercer marido de la actriz. Y se hicieron amigas.
Volvieron a verse en Nueva York y Londres y Sitwell se convirtió en una de las defensoras más feroces de Monroe, que moriría trágicamente dos años antes que ella. Sitwell, que abrazó el catolicismo en sus últimos años, falleció en 1964 a los 77 años de edad.