
TRAGEDIA EN VALENCIA
TRAGEDIA EN VALENCIA
No han querido quedarse sentados de brazos cruzados, sino que se han echado a la calle con trajes de faena improvisados, los pies envueltos en plástico, escobas cogidas de casa y guantes y mascarillas conseguidos de urgencia. Mochila a la espalda. A la denostada Generación Z se les ha llamado generación de cristal, pero ya se está diciendo que en realidad, visto lo visto, son de hierro. La denominación era tan frágil que se ha roto.
Porque esta vez muchos jóvenes de esta Generación Z no han hecho cola para entrar a la última fiesta de Akuarela, una de las discotecas más populares de Valencia, junto a la playa de la Malvarrosa, ni para disfrutar de las famosas paellas universitarias, sino para ayudar a los afectados por la DANA. Los primeros días espontáneamente, de pueblo en pueblo, de casa en casa. Muchos incluso han podido sacar provecho de su recién estrenado carné de conducir.
«Es la responsabilidad que debemos asumir ahora mismo ya que nos han suspendido las clases y tenemos las fuerzas para poder ayudar. Yo creo que es lo correcto», dice Mateo, estudiante de Arquitectura en la Universidad Politécnica de Valencia. Él lleva unos días acudiendo junto a tres amigos: Amaya y Gabriel, también futuros arquitectos, y Jonsson, de Psicología. Los cuatro tienen 19 años. Confirman que, en efecto, la mayoría de voluntarios son jóvenes, entre 18 y 25: «Los mayores que ves son gente del barrio o que vive cerca. Son los que conocen los problemas y lo que pasa, y quienes han acabado organizándolo todo».
Mateo considera que «cuando hay una situación tan grave y tan difundida por las redes, que son un arma de doble filo, la gente se conciencia más. Al final estás viendo el daño que está causando a otras personas. Y ves también que sigue existiendo un sentimiento de empatía bastante fuerte. Esta mañana estábamos limpiando la casa de un señor mayor. Es lo mínimo que podemos hacer. Dar una respuesta a cambio».
Estos cuatro universitarios hablan también de autoorganización, sobre todo los primeros días: «Llegas, te das una vuelta, donde ves que hace falta ayuda te metes y te pones a vaciar una casa o un garaje, llevas cubos, barres, lo que sea. El que más tiempo lleva, como sabe más, es el que indica al resto. Y cuando tú ya sabes, indicas al que llega y así poco a poco. Es totalmente natural». Hoy, sin embargo, las cosas han ido mejor. En Aldaia, por ejemplo, ya está todo mucho más organizado que ayer: «Ya hay maquinaria pesada, está el Ejército, la UME, bomberos de todas partes».
Aun así, se han puesto manos a la obra: «Cuando hemos llegado, hemos ayudado a quitar el parqué de una planta baja, que lo tenía levantado, y hemos achicado el agua. Después hemos ido a una casa que acababan de abrir, donde hemos estado trabajando con bomberos y con militares, haciendo una cadena, sacando las cosas que tenían llenas de barro. De todo, muebles, nevera, televisor, ropa, conservas... Era una casa que tuvo casi dos metros de agua».
La imagen de lo que han visto se quedará en su memoria para siempre. La tragedia, por desgracia, suele ser la mejor de las maestras. Conmueve y enseña. Lo explica Mateo: «Cuando lo ves tienes una sensación que te encoge el corazón. Parece que ha habido una guerra sin armas. Las calles están totalmente devastadas. Hay gente a la que no le ha quedado nada, no tienen ni luz ni agua, no se pueden duchar. La basura está en las calles amontonada».
Pero, al mismo tiempo, «hay mucho sentido común y mucha fuerza colectiva. Ahora mismo hay muchos puntos de logística que tienen agua almacenada y comida, y también sitios que preparan comida caliente para la gente. Hay hasta quien coloca una puerta en horizontal con cuatro cajas y se pone a cocinar unas lentejas con un hornillo».
Y no solo eso: «Se reparte agua a los voluntarios, te preguntan qué quieres. Ahora mismo lo que son suministros y material, por lo menos aquí en Aldaia, ya hay. Hay palas, agua, te dan hasta EPI y además todos los vecinos a los que ayudas siempre te dicen si quieres un zumo o cualquier otra cosa. Nosotros ya venimos con comida. Eso mejor para la gente que lo necesita».
El día que la DANA se cebó con los pueblos de la ribera, a Mateo le dio tiempo a terminar su trabajo para Urbanística, repasar Matemáticas e incluso ir al gimnasio. No llovía en el Cabanyal, el barrio en el que reside. A la mañana siguiente la tragedia estaba consumada, tan lejos y a la vez tan cerca de allí.
El agua caída del cielo en la cabecera de los ríos había hecho de la tierra un infierno. Se está citando estos días mucho a Dante, porque, sí, los pueblos que quedan al otro lado del nuevo cauce del Turia se habían convertido en el paisaje después de la batalla pero sin batalla. El verdadero infierno al que siempre nos han sabido llevar los poetas. El de la Divina Comedia pero también el de Rimbaud.
Y de pronto todo cambió. Poco se ha dicho que pasó en el preludio de Halloween, cuando todos los chavales se disponían a salir. En medio de la carrera a contrarreloj que son estas fechas, en que todo, exámenes, estudios, trabajos, se precipita ante la inminente llegada de la Navidad. Así que sin universidad hasta nuevo aviso, con todo paralizado y, sobre todo, en medio de tanta destrucción y semejante dolor, había que seguir madrugando, pero esta vez no para asistir a clase, sino para ayudar.
Lo hemos visto en las imágenes que han poblado los medios de comunicación y que han colonizado nuestras cabezas. Los voluntarios que cruzaban el puente en un emocionante desfile, armados de escobas y cubos, los que hacían cola frente a los lugares donde se almacenan la ropa y los alimentos, los que querían y no sabían cómo echar una mano eran, en su mayoría, jóvenes.
Reinaba el caos y ellos estaban allí. El lunes, por ejemplo, la labor consistió en «vaciar garajes cubo a cubo, haciendo cadenas, pasándose los cubos desde el local hasta el río. Y luego arrastrar el barro de las calles a las alcantarillas que no estuviesen taponadas o directamente al río entre unos cuantos, haciendo una pantalla de escoba y bajando el agua y el barro por la calle a la vez. Ayer fue todo organización ciudadana y hoy ya está el Ejército», describe Mateo.
En muchos casos han sido los hijos los que han convencido a sus padres y madres para ir a Valencia. Así le ha pasado a M.V. -prefiere no dar su nombre-, que viajó desde Madrid hasta la zona arrasada con sus dos hijos y amigos de estos: «No te puedes imaginar la cantidad de jóvenes que hay. Aquí no importan los partidos ni si eres pijo o cani. Lo que ves te pone los pelos de punta. El viernes era todo un desastre. Sobraban voluntarios y faltaban profesionales».
Y de nuevo la buena fe y la improvisación: «Tú hacías lo que creías que tenías que hacer. No sabes si lo estás haciendo mal o bien, pero lo haces. Todo con un objetivo común, que estás personas vivan mejor. Hay muchísima solidaridad. Allí había mucha empatía. Los jóvenes de ahora están muy implicados». Las redes sociales, en este caso, juegan a favor. Así lo corrobora esta madre que habla por sus hijos veinteañeros: «Con un tuit mueves montañas. Mi hija a lo mejor tiene 50 amigos en un chat y cada uno de esos están en otro chat, y en cuestión de minutos se movilizan».