que trabajen las máquinas
que trabajen las máquinas
«Jamás he sido un empleado. Fui creado para trabajar. A veces, mi compañero humano habla de no querer trabajar, y también dice algo muy raro, totalmente absurdo, sí, ¿cómo es? Dice que «uno es más que su trabajo», ¿o dice más bien que «uno no es sólo su trabajo»? Pero, ¿qué otra cosa podría ser entonces?». En Los empleados, la novela de Olga Ravn, la escritora danesa nos traslada a una distopía corporativa a bordo de una nave en la que humanos y humanoides conviven en aras de la productividad, sin saber muy bien por qué o para quién se afanan en producir.
Considerada la novela laboral del siglo XXII, Ravn reflexiona sobre los grandes retos que enfrenta el futuro del trabajo –la precariedad y la deshumanización del empleo, las jerarquías empresariales o el miedo a la inteligencia artificial–, para preguntarnos qué es lo que nos hace personas.
O, en otras palabras, ¿y si nuestra ventaja frente a la automatización fuera reclamar el derecho a ser algo más que un cargo en nómina? La propia escritora dejó su puesto en una oficina en cuanto entregó el manuscrito de su libro, porque la rigidez corporativa le resultaba ridícula y le impedía conciliar.
Porque al margen de la ciencia ficción, el mercado laboral está viviendo su propia reinvención: desde el espacio en el que se ejerce y la cantidad de horas que debemos dedicarle, hasta quién será, o de qué material estará hecha, la próxima fuerza laboral. Algunos teóricos incluso se cuestionan si será necesario ganar un sueldo para vivir.
«El trabajo como garantía de renta y posición social funcionaba en los años 70 y 80, pero a partir del liberalismo, la productividad aumenta gracias a que la tecnología mejora la eficiencia y crea más riqueza, pero los trabajadores no se benefician de ese crecimiento económico y algunos de ellos, por la automatización, incluso dejan de ser necesarios», señala Albert Cañigueral, autor del ensayo El trabajo ya no es lo que era (Conecta, 2020), apoyándose en datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que indican que sólo el 51,4 % de los ingresos mundiales se generan a partir del empleo, mientras el 48,6% de la riqueza va a los propietarios del capital. «Igual lo que podemos revisar y poner en valor, ya sea mediante un salario o a través de otros mecanismos, son todas esas contribuciones que realizamos, como los cuidados o el voluntariado, sin los que la sociedad no funcionaría», afirma.
Para este experto en el impacto social y económico de la tecnología, nos dirigimos hacia una realidad post-laboral en la que urge resignificar los conceptos de trabajo para diseñar futuros laborales, en plural, más flexibles y deseables de la mano de la tecnología. «¿Puedes imaginar a la gente empleada tres o cuatro horas al día, dedicando el resto del tiempo a trabajos culturales y sociales de los suyos y sus comunidades?», se pregunta.
Es posible que ya estemos empezando a ver los primeros síntomas. No es casualidad que algunas empresas estén empezando a implantar la jornada laboral de cuatro días. Tampoco que las nuevas generaciones abracen el quite quitting, ciñéndose estrictamente a las tareas y condiciones de su contrato y negándose a ser tratados como máquinas.
El verdadero reto, señala Cañigueral, será configurar un nuevo contrato social que tenga en cuenta estas nuevas realidades laborales. «Desde el momento en el que nuestro mecanismo de acceso a la protección social se ha basado en un tipo de contrato, cuando este se vuelve más minoritario, tenemos que buscar maneras de garantizar el acceso: tener derechos por ser persona y no por tener una relación laboral», reclama.
Daniel Susskind, profesor de Economía de la Universidad de Oxford y autor de A world without work (Penguin Books) piensa que la solución podría ser crear un gran Estado que, en lugar de controlar la producción, como se intentó en el siglo XX, se asegure de repartir la riqueza. A su juicio, la tecnología, cada vez más sofisticada, nos irá desplazando del mercado laboral, pero también producirá lo suficiente para buscar otras formas de participar en él.
¿Demasiado utópico? En agosto del año pasado, la empresa de videojuegos china, NetDragon, nombró CEO a un robot con inteligencia artificial. Una aparente excentricidad que en seis meses ha aumentado un 10% el valor de la compañía. «El gran Estado deberá desempeñar dos funciones principales en el futuro: gravar significativamente a quienes logren retener valiosos ingresos de capital y encontrar la mejor manera de repartir el dinero recaudado», subraya el economista, que propone una renta básica para quienes no dispongan de otros ingresos o estén por debajo del umbral de la pobreza. « Mantener unida una sociedad sí será un desafío. ¿Cómo evitas los sentimientos de culpa o de resentimiento por ambos lados?», duda Susskind.
Como asegura el antropólogo David Graeber en Trabajos de mierda (Ariel), una persona incapaz de tener un impacto significativo sobre el mundo deja de existir. ¿Ha llegado el momento de dejar de valorarnos por nuestras profesiones?
Ante eso, la psicóloga Victoria Fernández Aguirre pone como ejemplo la crisis que sufren muchos trabajadores con la jubilación y el despido: se encuentran perdidos, deprimidos, carentes de valor... «Lo que falta en nuestra sociedad, a la hora de afrontar la posible desaparición del trabajo, es la mirada hacia dentro. Cuanto más nos sustente nuestro interior, como individuos, menos tendremos que hacerlo en estructuras externas que pueden desaparecer, cambiar, fallarnos... incluyendo el trabajo».