Cuando empezaba a despertar a la adolescencia, unas imágenes demoledoras de Rock Hudson , con la guadaña de la muerte sobre su cuello, irrumpieron en mi desarrollo emocional. El actor, a quien había idolatrado en comedias románticas como Pijama para dos y Confidencias a medianoche (tambien a su compañera de reparto, Doris Day ), desvelaba con un gesto inaudito de valentía que estaba enfermo de sida.
En aquel entonces se hablaba del «cáncer de los gays» y eran muy pocos los que se atrevían a desvelar su dolencia, porque además de la condena a a la pena capital que pendía sobre ellos, sufrían el doble oprobio de la estigmatización social.
Quizás muchos recuerden cómo Freddie Mercury y Anthony Perkins, el inigualable Norman Bates de Psicosis, lo ocultaron hasta el final, pero tal vez no muchos sepan que la cantante israelí Ofra Haza no se atrevió a acudir a ningún hospital a recibir tratamiento por temor al señalamiento. Cuando se intentó salvar su vida fue demasiado tarde.
En El fantasma de Rock Hudson (ed. MaLuma), mi primera novela, he rendido tributo no solo al legendario actor, sino también a toda una generación que crecimos con miedo a ese virus que ahora, afortunadamente, se ha logrado cronificar y para el que hay tratamientos profilácticos.
Y, cómo no, al propio Rock Hudson que tantas pasiones desató en melodramas como Escrito sobre el viento o Gigante. El libro también es una reivindicación de la crónica social como género, porque a través de los famosos hemos soñado con un mundo mejor.
Por eso, en un marco de ficción, cuento también anécdotas reales que viví como periodista junto a Shirley MacLaine, la entrañable Irma la dulce; Anthony Quinn, el mexicano más universal (con permiso de Frida Kahlo y Diego Rivera), que nos emocionó hasta las lágrimas en La Strada de Fellini, o Emir Kusturica, el director serbio que creó una forma de contar y de sentir únicos con la delirante Gato negro, gato blanco.
Rock Hudson también fue un referente para Terenci Moix, a quien tuve la suerte de conocer en su esplendor y también en los momentos más frágiles de su vida, cuando necesitaba una silla de ruedas para desplazarse por el aeropuerto de El Prat y asumía que su vida estaba eternamente ligada al letal cigarrillo, uno de los signos de identidad del cine negro. Tanto Terenci (Ramón en su partida de nacimiento), como Rock, que en realidad se llamaba Roy Harold, no solo se merecen mis humildes líneas. Les debemos la gloria eterna.
Por eso, El fantasma de Rock Hudson vuela desde el terror a la comedia romántica para revivir en el recuerdo a un actor que se jugó su reputación, cómo pasar a la historia, para reivindicarse como ser humano doliente y para abrir un camino a los que llegaron después.
20 de enero-18 de febrero
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¿Qué me deparan los astros?