Romy Schneider fue la actriz europea más importante de su generación. / getty images

Se cumplen 40 años de la muerte de Romy Schneider: una vida de romances y tragedias marcada por el cine

Tuvo un imperio, vivió romances de cine y quedó marcada por la tragedia. Cuando se cumplen 40 años de su muerte, su leyenda sigue viva.

Coronada a mediados de los años 50, cuando encarnó a la emperatriz Elisabeth de Austria, Sissi, en la célebre trilogía cinematográfica, Romy Schneider (Viena, 1938) fue la actriz europea más popular de su generación y participó en más de 60 películas a lo largo de casi tres décadas de carrera. Sin embargo, como ella misma dijo, su reino fuera de la pantalla quedó marcado para siempre por el signo de la tragedia. Rosemarie Magdalena Albach, su verdadero nombre, nació en el seno de una familia de actores y ya desde niña soñaba con ser una estrella del cine como sus progenitores, que entonces estaban exentos del pago de impuestos por el Ministerio de Propaganda del régimen nazi.

Desde su casa se podía ver el refugio vacacional de Adolf Hitler, Obersalzberg. Allí los recibió un día el Führer, que más tarde declaró que Magda Schneider era su actriz favorita. De hecho, la propia Romy confesó años después que su madre había tenido una aventura con Hitler. Romy debutó en la gran pantalla a los 15 años, en una película protagonizada por Magda y titulada Lilas blancas (1953). Solo dos años después se dio a conocer en Europa gracias a las películas de la saga de Sissi.

Aquella jovencita rubia de ojos claros y pómulos prominentes parecía predestinada a interpretar a la poco convencional emperatriz: de hecho, su abuela paterna había sido nombrada en su día actriz de la corte por el emperador de Austria Francisco José I, casado con Isabel de Baviera, más conocida como Sissi. Tan convincente y encantadora estaba la joven Schneider, que nadie podía imaginar lo mucho que detestaba esos filmes y el impulso que le llevaba a alejarse de aquel personaje. Le pusieron un cheque en blanco para rodar una cuarta entrega, pero ella se negó en redondo, ante la incomprensión y el enfado de su dominante madre.

«Siempre he tenido la impresión de no saber hace r nada en la vida y de saber hacerlo todo en el cine. He vivido mucho tiempo en una cárcel, dorada en realidad, pero cárcel al fin y al cabo», reconoció la actriz, cuya vida dio un giro cuando, a los 20 años, se enamoró de Alain Delon mientras ambos rodaban la película Amoríos (1958). Ella pudo escapar entonces de l yugo familiar, que controlaba su vida y su carrera, y marcharse con el rebelde actor francés a París, algo que no le perdonaron ni el público ni la prensa de su país.

Romy Schneider y Alain Delon.

En la capital francesa, combatió el encasillamiento y comenzó su carrera internacional, trabajando con cineastas como Orson Welles y Luchino Visconti, que en 1961 los dirigió a ella y a Delon en la exitosa adaptación teatral de Lástima que sea una puta, de John Ford. «En Austria y Alemania, no podía ni quería seguir haciendo las mismas películas. Necesitaba quitarme esa camisa de fuerza que me habían puesto», afirmó. Durante un lustro, la pareja vivió un apasionado romance bien documentado en la prensa del corazón. Hasta que, un día de 1964, Delon le envió una nota en la que confesó que se había enamorado de otra actriz, Nathalie Barthélemy.

Se acabó el amor, pero mantuvieron una buena relación, hasta el punto de que él le consiguió uno de los papeles protagonistas de La piscina (1969), una cruda reflexión sobre los celos y la pasión en la que Schneider lució más sensual que nunca y que, de paso, revitalizó su carrera. La austriaca permaneció en París, donde contrajo matrimonio con el actor, productor y director de teatro alemán Harry Meyen. No era un hombre con una vida fácil: depresivo crónico, la Gestapo le había torturado durante la II Guerra Mundial. La pareja tuvo un hijo, David, y la actriz se retiró temporalmente para cuidar del pequeño, pero su relación de pareja fue bastante complicada y en 1975 decidió divorciarse de Meyen.

Al poco, se casó con su antiguo secretario , Daniel Biasini, un seductor francé s 11 años más joven que ella y a quien muchos veían como un arribista. De su unión nació Sarah, en 1977, también actriz. La vida parecía sonreírle a Schneider, que recibió su primer César a la mejor actriz por su papel en el melodrama Lo importante es amar (1975), donde encarnaba a una intérprete casada que se gana la vida actuando en películas de bajo presupuesto. Volvió a ser premiada por Una vida de mujer (1978), pero todo empezó a torcerse a partir de entonces. En 1979, el padre de su hijo se quitó la vida ahorcándose en casa y Romy se sumió en una depresión que motivó su adicción a los tranquilizantes y el alcohol.

Romy aborrecías las películas de Sissi y se negó a rodar una cuarta entrega.

Además, Biasini perdió el interés en ella y, tras seis años de matrimonio, le pidió el divorcio. Y a todo esto hay que sumar la operación a la que se sometió para que le extirpasen un tumor en un riñón. Sin embargo, el peor episodio de su vida se produjo en junio de 1981, cuando su hijo de 14 años murió en un absurdo accidente. David había acudido solo a casa de sus abuelos paternos y no había nadie. Impaciente, el chaval trató de saltar por encima de la verja metálica, resbaló y una de las puntas del enrejado le atravesó la arteria femoral de la pierna.

Murió desangrándose en el hospital. «He enterrado al padre y he enterrado al hijo, pero nunca los he abandonado y ellos tampoco me han abandonado a mí», escribiría en su diario la austriaca, que en el momento se encontraba rodando su última película Testimonio de mujer (1982), un proyecto donde daba vida a una madre que pierde a su hijo y que no abandonó por consejo de su gran amiga la actriz Simone Signoret, que le convenció de que sería la mejor forma de afrontar tan terrible duelo.

Completamente rota, Schneider intentó recuperar la ilusión al lado del productor Laurent Petin, su última pareja. Pero ya no era ni la sombra de lo que fue y pasaba el tiempo ahogando sus penas en alcohol y fumando hasta tres paquetes de cigarrillos al día. La mejor prueba de esta decadencia fue su testamento: lo escribió 18 días antes de morir y no se le dio validez legal porque estaba completamente borracha en el momento de su redacción. «Soy una mujer infeliz de 42 años y me llamo Romy Schneider», le comentó a un periodista pocos meses antes de fallecer.

Romy con su hijo David que falleciço a los 14 años. / getty images

Estaba en la Bretaña francesa, en Quiberón, ingresada en una clínica para realizar un tratamiento de talasoterapia y perder algo de peso. «Quiero tranquilidad, detesto el tumulto, la publicidad, el show business», señaló en la misma entrevista. Llevaba fatal el acoso de la prensa sensacionalista y denunció que unos paparazzi se habían disfrazado de enfermeros para acceder al hospital donde murió su hijo para fotografiar el cadáver. La noche antes de morir, mientras su novio dormía, la actriz se quedó escribiendo una carta a Le Figaro Magazine.

Quería cancelar una sesión de fotos y una entrevista que le iban a hacer. Fue Petin quien, la mañana del 29 de mayo de 1982, descubrió el cadáver de la actriz, que se encontraba sentada en su escritorio y desplomada en el brazo de su silla. Tenía al lado una botella vacía de vino tinto. A sus 43 años, la austriaca estaba en ese momento en la cima de su fama, pero también de sus desgracias personales.

«No se suicidó, hizo todo lo posible para dejar de vivir», afirmó uno de sus biógrafos. La enterraron junto a su hijo, en el cementerio de Boissy sans Avoir, un pueblo del sur de París donde tenía una casa. Tampoco así logró descansar en paz. Su tumba fue profanada en 2017. Un final a la altura de una existencia tan desdichada.