Son los años treinta y Gabrielle Chanel está en su apogeo. Tiene cincuenta y cinco años, pero su belleza es mayor que nunca y su estilo ha alcanzado la perfección. Jamás ha sido tan admirada. En esa época, la Alta Costura parisina era un imperio gestionado solo por mujeres (Madeleine Vionnet, Jeanne Lanvin, las hermanas Callot), grandes reinas de grandes «maisons» que tenían cada una su clientela. Chanel era la más poderosa e influyente de todas. Sin embargo, en esa década ha aparecido en escena otra estrella femenina de la Costura: Elsa Schiaparelli , a la que todos en París llaman «Schiap».
Tímida y rebelde, Elsa había nacido en Roma, en el palazzo Corsini, en 1890, en una familia aristocrática y culta que contaba entre sus antepasados un astrónomo y un arqueólogo. Ha estudiado filosofía y antes de instalarse en París, estuvo en Estados Unidos, en Londres y recorrió el París de los artistas. Había colaborado con Marcel Duchamp y con Man Ray. En París empezó a hacer vestidos para sus mejores amigas, mientras el modista Paul Poiret la vestía a ella gratis. Tras emplearse como diseñadora independiente en algunas casas de costura, se lanzó por su cuenta. En 1927, presentó su primera colección: jerseys, faldas y vestidos de punto tricotado con estampados de efecto trampantojo.
Con sus diseños de estilo aviador, sus faldas pantalón, sus hombreras, sus tejidos experimentales (lana recauchutada, cuero barnizado, plástico,…) y sus sombreros surrealistas, mezcla la moda con el arte en un giro totalmente revolucionario, opuesto al concepto de elegancia de Chanel, aunque ambas atraen al mismo tipo de público, culto y rompedor, seducido por su filosofía liberadora de la silueta femenina. En los años treinta, la «Schiap» cuenta con 400 empleados y ocho talleres en París. Decora sus salones con el mejor interiorista del momento, Jean-Michel Franck. Y celebra una cena de inauguración a la que invita a Chanel. «A la vista del mobiliario moderno y de la vajilla negra, Chanel sintió un escalofrío, como si se encontrara en un cementerio», escribirá más tarde la italiana en su autobiografía.
Gabrielle Chanel está en el otro extremo de la «Schiap» y su aversión hacia ella es imparable. La llama «esa artista italiana que hace ropa». Chanel considera la moda un oficio, no un arte, y cree que una prenda debe ser, ante todo, funcional. Su lujo refinado y austero nada tiene que ver con el rosa «shocking» o el pantalón por encima del tobillo, que inventa la italiana. Schiaparelli, por su parte, describe los diseños de Chanel como «pobres de lujo». Se cuenta que, en una fiesta, Gabrielle empujó a la pareja de baile de Elsa contra un candelabro, y ésta acabó envuelta en llamas. La prensa enfrenta cada vez más a menudo la figura de una y otra: la amiga de los cubistas (Chanel), contra la amiga de los surrealistas (Schiaparelli).
Elsa aguanta en París hasta la invasión de los alemanes y la formación del Gobierno colaboracionista de Vichy, en 1940. Al terminar la guerra presenta nuevas colecciones. Pero quiebra en 1954. No puede hacer frente a un nuevo espíritu, el que ha nacido con el «new look» de Dior, más realista y conservador. Se marcha de París. Dos semanas después, ironías del destino, regresa a la ciudad, tras un largo exilio, Coco Chanel. La dama de la Rue Cambon vuelve a las pasarelas con un nuevo brío y hace historia. Pero una y otra, cada una a su manera, siguen marcando la silueta de las mujeres de hoy.