La vida era más fácil cuando Carlos de Inglaterra , durante décadas príncipe de Gales y duque de Cornwell, podía comportarse según dictaba su naturaleza circunspecta, protocolaria y más bien fría. Jamás fue simpático, como Andrés, ni carismático, como Ana. Su figura más bien triste cargaba con la amargura de una espera que se le hizo eterna y de un matrimonio de conveniencia que, a la postre, resultó fatal. Jamás fue llano ni empático ni sensible. Alérgico a lo popular, sin embargo se casó con un icono pop: Diana de Gales.
Si rebobinamos hasta aquellos maravillosos años 90, podemos rememorar todo el desprecio que Carlos de Inglaterra tenía para los derrapes populares y derroches sentimentales de Diana de Gales. Los han inmortalizado las series de televisión y películas que han desgranado la desgraciada relación de la pareja. Entonces, él no entendía por qué una futura reina mendigaba amor por las esquinas. Apostamos a que en estos días debe acordarse, y mucho, de aquellos desvelos.
Ahora mismo, las encuestas de popularidad no favorecen al rey Carlos III entre las generaciones jóvenes, aunque tampoco es que después de los 50 concite unanimidad: solo el 67% de los encuestados maduros apuestan por la continuidad monárquica. Entre 25 y 49 años, el porcentaje desciende hasta el 48%. La cifra se desploma entre los jóvenes menores de 24: solo el 32% apuestan por el nuevo reinado. Evidentemente, el rey Carlos III no conecta.
Atrás quedaron aquellas décadas en las que la reina Isabel II solo tenía que posar, con su cara de póquer, su bolso rígido y sus trajes de colores, para alimentar su leyenda como icono pop. Su efigie fue irresistible hasta en la subversiva cultura punk desde que Sex Pistols le dedicara su irreverente 'God Save the Queen', un disco que salió con la ilustración que abrió la veda para que los artistas se apropiaran de la imagen de la reina. Su intención era despreciarla, pero la convirtieron en un icono.
Probablemente, Carlos III reconoce lo inalcanzable de la leyenda de su madre. Imposible no ya imitar, sino reflejar pálidamente la no-política de comunicación de Isabel II. Su secreto fue parapetarse tras el personaje que la ciudadanía quiso crear, incluso en el genial sketch con el oso Paddington en el que sacaba de su bolso un sandwich de mermelada, un clásico del 'low cost' nacional. Desafortunadamente, hoy los británicos saben demasiado del nuevo rey como para inventarse uno a su gusto.
Sintomáticamente, el nuevo rey de los británicos que guarda el máximo respeto a su madre sí parece creer que puede imitar a la mujer que tanto le molestaba hace tres décadas. Nos referimos a Diana de Gales , claro, y a su facilidad para trasladar sus estados emocionales a la ciudadanía con un simple pestañeo. Escama ver a Carlos III sonreír, reír, carcajearse, gesticular y saludar más que en toda su vida. Como nunca. Como jamás. Como si le importara.
Lo que a Diana de Gales le salía de manera natural, en el rey Carlos III resulta artificial, extraño y hasta forzado. Sus constantes apariciones en plan campechano no convencen porque, como hemos dicho, la ciudadanía conoce su naturaleza y no es tal. Charles guarda las esencias británicas y el protocolo del viejo imperio, con lo que verle en una avanzadilla de Eurovisión con Camilla difícilmente cuela en el cerebro emocional. Parece lo que es: marketing.
El nuevo rey no ha dejado de aparecer en programas de televisión en los últimos meses: ha reparado muebles y aceptó un cameo en el culebrón 'EastEnders'. «¿Quién mendiga amor ahora?», podría preguntarle Diana de Gales. Acaso sus hijos hayan notado cierto vacío en el estómago al enterarse de que su padre había invitado a Elton John a cantar a su Coronación . Eso es más que un saqueo: es usurpación. Un error que trae su propio karma, pues Adele, Ed Sheeran, Spice Girls o Harry Styles también han dicho no a cantar en su Coronación.
La desesperación del rey Carlos por cambiar su imagen de colérico, vanidoso y caprichoso heredero, insensible a los padecimientos de una ingenua veinteañera que terminó dándole dos hijos, no conoce fronteras. De hecho, un documental que se estrena unos días antes de la coronación avanza como gran descubrimiento que Diana de Gales tuvo una aventura extramatrimonial antes de que el entonces príncipe de Gales volviera con Camilla Parker Bowles .
Pretender que ese detalle sea significativo en el cómputo global de aquella relación es no haber entendido nada de la profunda desgracia de un matrimono que no debió suceder. Si el equipo de comunicación del rey Carlos III respaldara este documental, sumaría otro lamentable resbalón. El nuevo monarca parece decidido a defraudar las esperanzas de los que esperaban asistir a una verdadera salida del armario del primogénito, al fin coronado y libre para ser más él que nunca.
Carlos III estaría mucho más cerca del icono pop que desea ser si no reprimiera su mal humor ni escondiera su desagrado por lo común, lo vulgar y lo llano. Si elevara a la categoría de caricatura eso que ya lo es en pleno siglo XXI: el desesperado ceremonial de la distinción del rancio abolengo aristocrático. Es la única manera de neutralizar toda esa leyenda que tan bien conocen sus conciudadanos: convertirla en 'drag'. La propuesta es radical, sin duda, y al alcance de genios.
En un lugar intermedio, Carlos III dispondría aún de una salida de emergencia. Convertirse en el primer monarca con poder real que liderara la lucha contra el cambio climático, demostrando que la preocupación medioambiental que mostró en décadas pasadas es real. Carlos de Inglaterra podría ser el primer Green King de la historia y llevar sus demandas hasta Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional o las Cumbre del G-6. Llegaría adonde Isabel II ni pudo ni quiso llegar nunca.
20 de enero-18 de febrero
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