La triste, solitaria y desconocida infancia de Carolina de Mónaco: Rainiero no les dejaba tener amigos, pasaban más tiempo con la niñera que con su madre, Grace Kelly, y tenía que esconderse para leer libros porque lo tenía prohibido

Creció en una jaula de oro, reconoce ella misma, y con la idea de que las mujeres no tienen por qué estudiar. Pero Carolina de Mónaco venció los prejuicios de su madre y fue a la Universidad. De su infancia a quien más recuerda es a su «nanny».

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Elena Castelló
Elena Castelló

«Teníamos más contacto con nuestra niñera que con nuestros padres». Así recuerda su infancia la princesa Carolina de Mónaco, la hija mayor de Grace y Rainiero de Mónaco , nacida en 1957, en una biografía sobre su hermano Alberto, «Alberto II, el hombre y el príncipe» , escrita por los periodistas Isabelle Rivère et Peter Mikelbank, y publicada hace tres años. Lo primero que la princesa rememora de sus años de niña es su estrecha relación con su hermano, con quien se lleva apenas 12 meses. Siempre estaban juntos, siempre se seguían el uno al otro. Luego está su «nanny» inglesa, Maureen King, a la que siempre recuerdan ambos con nostalgia.

A pesar de que solían ver a sus padres tres veces al día «algunas veces» y pasar el verano con ellos en Rocagel, su propiedad en los acantilados de Mónaco, el personaje central en sus vidas fue siempre su «nana», como la siguen llamando. La joven cuidadora tenía 19 años cuando entró al servicio de la familia Grimaldi , poco después del nacimiento de Alberto. Ella se ocupaba de toda la vida cotidiana de los niños –junto con un ama de llaves francesa– y no se separaba nunca de ellos. Solo una vez al año, en verano, porque se marcha de vacaciones. Cuando el coche que la lleva al aeropuerto se pone en marcha, Carolina y su hermano recorrían el sendero de entrada tras él, gritando «¡No te vayas!». Maureen King dejó la familia un año después del nacimiento de Estefanía.

Entonces empieza para los niños Grimaldi la dura vida de un niño de la realeza. Reciben clases en Palacio, acompañados de otros tres niños cuidadosamente seleccionados entre las familias más importantes de Mónaco. Pero la relación con ellos era muy formal. Carolina y Alberto fueron educados, según recuerda la princesa, en una jaula de oro. Su padre, el príncipe Rainiero, no podía imaginar que se pudiera desear tener amigos. Siempre les inculcó que desconfiaran de los demás y que entendieran que la familia era suficiente. Por esta razón, Carolina y Alberto estaban todo el día juntos. Pero había algo diferente además para la princesa: su propia madre le decía que no necesitaba ir a la escuela, que no era necesario para las mujeres.

Los príncipes protegen a sus hijos de la intrusión mediática, pero los niños no escapan a las sesiones de fotos oficiales. «Nos sentíamos como parte de un decorado», observa Carolina, que recuerda que eso les entristecía. Además, a pesar de la protección que sus padres ponen en marcha, los «paparazzi» les perseguían continuamente, en el camino al colegio, al que empezaron a asistir a los 12 años, en el del club hípico, en el fútbol, en la piscina o en las clases de música. Había tres, a veces seis o siete, siguiendo a los pequeños Príncipes. Los medios publicaban todo lo que hacían, cuál era su agenda, adónde iban, poniendo en peligro a los dos niños con información confidencial. Algo que hoy sería castigado por la justicia.

Aunque su francés no era muy bueno, porque su madre le hablaba constantemente en inglés, Carolina es una gran aficionada a los libros y la lectura, como su hija Carlota, y de niña se colaba en la biblioteca de palacio para robar libros «de mayores» y leerlos de la primera línea a la última, aunque no entendiera nada. Una afición que, según cuenta, heredó de sus abuelos, los príncipes Charlotte y Pierre de Polignac, no de sus padres, que no eran aficionados a la lectura, y que afianzaron sus «maravillosos» maestros de la escuela y de la Universidad. Le encantaba la escuela y siempre fue buena estudiante. Otra de las pasiones que nació en ella desde niña fue el amor por la danza clásica, que practicó hasta el final de la adolescencia. También perteneció a los «boyscouts» femeninos. Y al igual que sus dos hermanos, sigue siendo muy buena nadadora y esquiadora.

En una entrevista que concedió hace un año a la revista francesa Madame Figaro, junto con su hija Carlota, Carolina aseguraba que la educación que había recibido era propia del siglo XIX, por la ausencia de sus padres y la importancia de sus cuidadoras. Estudió, además, en un internado femenino, el de Saint-Maur, en Mónaco, y más tarde fue enviada a otro, el St Mary´s School Ascot, en Inglaterra, donde acudían todas las hijas de aristocracia europea. Una educación bien diferente a la de sus propios hijos, que asistieron desde el principio a escuelas públicas en Saint-Rémy, el pueblo de la Provenza al que se retiró Carolina cuando falleció Stefano Casiraghi. Se educaron en un ambiente de gran libertad y sencillez.

En sus primeras salidas al extranjero, Carolina pasó algunos veranos en casa de sus abuelos maternos, en Filadelfia, y en campamentos infantiles en Estados Unidos. Y, al regresar de su internado inglés, pasó el examen de ingreso en la Universidad, a pesar de los consejos de su madre, e ingresó en la Sorbona, donde se licenció en Filosofía e hizo algunos cursos de biología y psicología. Luego se inscribió en el Instituto de Estudios Políticos de París. Habla cinco idiomas –francés, inglés, italiano, alemán y español– y le ha gustado escribir sus propios discursos, con un marcado estilo literario, cuando ha asistido a ciertos eventos relevantes del mundo de la cultura. Una afición por la escritura y la lectura que ha heredado su hija Carlota, también licenciada en Filosofía por la Universidad de París.

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