Aquí no hay distinciones entre unas princesas y otras: ni las más modernas ni las más antiguas, ni las que acaban reinando o las que no están destinadas a ello se libran de sufrir algún problema de salud mental y cada vez tienen menos miedo de confesarlo. Puede que los Windsor se lleven la palma a la hora de sincerarse en público sobre este tipo de problemas de salud con las recientes confesiones de Enrique y Meghan Markle, duques de Sussex, a la cabeza, pero los británicos no están ni mucho menos solos. Las princesas estresadas, deprimidas y angustiadas se encuentran en todas las épocas y en todos los países del mundo donde hay una cabeza coronada al frente del gobierno y parece que la epidemia va a continuar. La última en confesar sus visitas frecuentes al psicólogo para asumir lo que se le viene encima es la jovencísima Catalina Amalia de Orange, futura reina de los Países Bajos. ¿Y una vez que asuma su puesto en la corte definitivamente? Pues la realidad es que nadie puede asegurar que no le suceda como a Charlène de Mónaco, que según su propio esposa, el príncipe Alberto, se ha quedado exhausta física y mentalmente.
Los Windsor, con la reina Isabel II a la cabeza, no se caracterizan por su empatía hacia el sufrimiento ajeno, aunque lo estén padeciendo miembros de su propia familia como se demostró con el caso de Diana de Gales y sus múltiples peticiones de auxilio en forma de intentos de suicidio y trastornos de la conducta alimentaria reconocidos por ella misma.
Pero lo que los Windsor no estaban dispuestos a hacer con la futura reina Diana, décadas más tarde tampoco estuvieron dispuestos a hacerlo por la mujer de Enrique de Sussex: en su explosiva entrevista con Oprah Winfrey Meghan Markle habló sin pelos en la lengua al mundo sobre cómo la presión mediática le había provocado ideaciones suicidas y cómo el departamento de relaciones públicas de la corona había ignorado su petición de ayuda profesional para gestionar su salud mental.
En realidad, en este tema llueve sobre mojado. No olvidemos que para conservar el trono la familia real fue capaz de ocultar durante décadas a sus familiares «defectuosas» y las encerraron de por vida en una institución mental (y el mismo duque de Edimburgo vio como su padre repudiaba a su madre y la ingresaba en un manicomio). Pero se podría decir que la ocasión más memorable de falta de piedad ante un problema de salud mental lo mostró la propia reina Isabel II hacia su hermana la princesa Margarita en los últimos años de su vida.
Mientras la princesa Margarita padecía una depresión en los últimos años de su vida que la impedía salir de la cama e incluso comer, se dice que la respuesta de su hermana fue impedir que se pudieran usar sillas de ruedas en palacio para obligarla «a moverse» si salía de la cama, un tratamiento de choque que obviamente no funcionó.
No era la primera vez que la salud mental de la princesa Margarita daba motivos de preocupación: en 1974 la princesa sufrió una crisis nerviosa en la isla de Mustique en la que se encontraba con su amante de aquel momento y existe la teoría de que intentó suicidarse tras su divorcio de Antony Armstrong-Jones. Durante años Margarita buscó ayuda y terapia en el ala de psiquiatría de la Priory Clinic, pero nada evitó que muriera sumida en una profunda depresión derivada de sus graves problemas de salud y la indiferencia de su familia.
Pero si hay una corte exigente con las mujeres que forman parte de la familia real esa es la japonesa. Ser princesa o emperatriz del trono del Crisantemo parece un viaje casi asegurado al psiquiatra y al psicólogo y es que la presión sobre las nobles japonesas es extrema porque los estándares que se les exigen desmoralizan a cualquiera. Aunque a la casa imperial le cuesta sangre, sudor y lágrimas reconocer que las cosas de palacio no van como deberían ha habido ocasiones en las que no ha podido ocultar los problemas de salud mental de sus princesas.
El más reciente sin duda es el caso de la ex princesa Mako, que tuvo que abandonar recientemente a su familia para poder casarse con un plebeyo, boda que le hicieron retrasar una y otra vez durante años. Entre las presiones familiares y las sociales con campaña de prensa incluida para que escogiera otro marido, tras cinco años de tensión Mako acabó abandonando el palacio imperial con el diagnóstico confirmado por la propia casa imperial japonesa de trastorno de estrés postraumático, una dolencia que tendrá que tratarse en Nueva York, donde ahora reside tras abandonar su cargo y a su familia.
Las emperatrices tampoco se libran de esa presión constante, lo que hizo que la anterior emperatriz, Michiko, que llegó a palacio como una revolución porque era la primera plebeya, universitaria y deportista que ascendería al trono tras 2600 años de monarquía. De poco le sirvió su carácter fuerte y sus ganas de modernizar la monarquía nipona: las críticas constantes de su suegra, la dura disciplina palaciega que la obligaba a lucir apretados kimonos que la hacía incluso sangrar, la campaña en su contra en prensa por detalles como insistir en dar el pecho a sus hijos o querer cocinar, la acabaron sumiendo en una depresión que se reflejó en crisis de mutismo absoluto: Michiko perdía a menudo la voz. Le pasó tras su boda y en los años 90, cuando se la acusaba de todo tipo de comportamientos abusivos lo que le sumió en un mutismo que le duró siete meses.
El destino de la actual emperatriz japonesa, Masako, no es mucho mejor. La mujer que se dice que rechazó las proposiciones de matrimonio del actual emperador hasta en diez ocasiones no se equivocaba al sospechar que la vida en palacio estaba lejos de ser un camino de rosas. Desde su boda y tras las dificultades para concebir un heredero varón (sufrió un aborto y solo ha podido dar a luz a una niña, la princesa Aiko) Masako ha vivido un calvario.
Antes de su ingreso en palacio era una mujer culta formada para convertirse en una diplomática de alto rango que habla cinco idiomas. Tras su boda su principal papel es concebir un heredero al trono y cuidar los gusanos de seda de palacio mientras le da vueltas al poema que debe escribir la familia real a principios de año. No tiene agenda oficial propia, debe aparecer siempre detrás de su esposo, se la ha criticado por ser incluso más alta que él, y desde 2004 padece oficialmente depresión profunda.
Victoria de Suecia lo confesó ella misma y en televisión cuando cumplió los 40: durante su adolescencia padeció un trastorno de la conducta alimentaria por el que recibió tratamiento psicológico. »Pasé un tiempo difícil. Necesitaba resolver las cosas y recuperar mi equilibrio, conocerme a mí misma, descubrir dónde estaban mis límites y no presionarme demasiado», explicó entonces. La adolescencia parece ser una etapa especialmente complicada para las royals y la joven Catalina Amalia de Orange es un buen ejemplo de ello: ella misma ha confesado que acude regularmente al psicólogo cuando las circunstancias la sobrepasan.
Pero esta situación parece aún peor cuando quien asciende a la realeza proviene de un mundo completamente distinto. La princesa Mette-Marit, la futura reina de Noruega no le dedicó buenas palabras a su entrada a palacio y sus primeros años de relación con el príncipe Haakon, y los culpables, de nuevo, fueron los medios y la presión. «Hay algunos períodos en la vida, quizá en mi primera fase con Haakon, en los que todavía no puedo pensar sin vomitar porque fue muy duro, había mucha presión y llegué sin ninguna experiencia», cuenta la princesa hoy involucrada en numerosos proyectos de ayuda a la salud mental.
La princesa Charlène de Mónaco parece la última en incorporarse a este listado de royals que no han conseguido adaptarse a lo que la sociedad considera que es su papel y sufren por ello. Mientras su marido hablaba de su internamiento en un centro y de que la princesa sufría «fatiga no solo física», en los medios la propia Charlène ha dado pistas durante años sobre por qué no sonríe en las fotos.
Este mismo verano reconocía en una entrevista a un medio de Sudáfrica que su adaptación a Mónaco no ha sido completa, que en diez años apenas ha hecho un par de amigos de verdad, que en el principado nadie entiende su humor… «La gente se apresura a decir: 'Oh, ¿por qué no sonríe al ver las cámaras?'. A veces es difícil sonreír. No saben lo que ocurre en el fondo», confesó en 2019 en una entrevista a la revista Huisgenoot, el mismo año en el que con una diferencia de diez días murieron dos amigos suyos.