JUAN CARLOS LO ODIABA
JUAN CARLOS LO ODIABA
En julio de 2007, Jesús Gatell, entonces presidente de la Comisión de Turismo de la Cámara de Comercio de Madrid, pidió que el Palacio Real diera el mismo protagonismo a la Guardia Real que concede Buckingham Palace, con su icónico cambio de guardia. Madrid luchaba entonces por arrebatarle a Roma el título de la segunda ciudad más visitada de Europa y los ceremoniales monárquicos podían marcar la diferencia (junto con los looks con chaqueta de la reina Letizia). No se equivocaba.
Desde diciembre de ese mismo año, la Guardia Real añadió al Relevo Solemne que celebra mensualmente, con más de 400 hombres y 100 caballos, dos relevos semanales con 27 guardas y seis caballos. Madrid desbancó a Roma, aunque la ciudad continúa en el mismo tercer puesto, superada ahora por Amsterdam. Quedó aún así probado el tirón de cada Casa Real como atractor económico y turístico. Por algo la familia real más rica del mundo, la británica, ha vivido hasta Isabel II en Buckingham Palace.
¿Por qué no viven los reyes Felipe y Letizia en el Palacio Real? ¿Por qué no lo ocuparon tampoco los eméritos Juan Carlos y Sofía? En realidad, el último Borbón que se paseó por sus más de 3.400 estancias fue Alfonso XIII, y después de él solo Manuel Azaña, presidente de la Segunda República, quiso dormir en las mismas habitaciones que había ocupado la reina María Cristina. El complejo palaciego es gigantesco: su tamaño dobla a Buckingham o Versalles.
Este gigantismo convierte al Palacio Real en el más grande de Europa Occidental y uno de los más enormes del mundo. Tiene su propia farmacia, armería, una colección de instrumentos valiosísima que incluye Stradivarius y una red de túneles que Felipe IV llenaba de agua para desplazarse en góndola. En una sola de sus alas podrían vivir dos o tres familias reales. Y, por el motivo de su grandiosidad, su uso ha quedado relegado para ceremonias de Estado y actos solemnes.
«Al final tienes una casa mejor que la mía», dijo Napoleón Bonaparte a su hermano José cuando lo dejó instalado en el Palacio Real como rey de España. Entonces alojaba hasta a 6.000 personas de la corte, entre nobles y personal de servicio, aunque hoy solo acoge al personal de seguridad. Alrededor de 700 personas trabajan para mantenerlo a punto y cuidar de las 60.000 piezas de arte que atesora.
En febrero de 1963, tras contraer matrimonio y al terminar su larguísima luna de miel (duró varios meses), el rey Juan Carlos I y la reina Sofía se instalaron definitivamente en el Palacio de la Zarzuela, un pabellón de caza construido en el siglo XVII a instancias de Felipe IV rehabilitado por Franco. Su arquitecto, Diego Méndez, desveló que el dictador lo había recuperado en 1962 precisamente para que viviera allí su sucesor.
Efectivamente, el nuevo palacio se convirtió en una burbuja para el joven matrimonio, que quedó bajo vigilancia continua del régimen. El control que Francisco Franco tenía de los movimientos de Juan Carlos y Sofía era total, tanto que el historiador Paul Preston calificó la casa como una «jaula de oro». Ya coronado rey, el hoy emérito decidió no trasladarse al Palacio Real: quería una «vida normal».
Así lo contó el emérito a José Luis de Vilallonga, autor de la biografía autorizada 'El rey'. Juan Carlos I aspiraba a una vida lo más parecida posible a la de una familia normal en la que «olvidar de vez en cuando el peso del Estado». Confesó: «La profesión de rey es agotadora. De vez en cuando hay que poder olvidarla».
En esa larga entrevista que el rey Juan Carlos concedió a Vilallonga, citaba otra razón para quedarse en el Palacio de la Zarzuela: «Está lejos de la ciudad, del ruido, de la contaminación y de las visitas inoportunas. La Zarzuela es un verdadero hogar y el Palacio de Oriente no habría podido serlo jamás».
En el documental 'Los Borbones: una familia real', aparecen unas imágenes en las que el rey Juan Carlos vuelve a justificar su negativa a vivir en el Palacio Real. «Cuando llegué a ser rey hubo mucha gente que me dijo que tenía que vivir en el Palacio Real y tengo que decir que me horrorizaba», confiesa. «Mi padre ya me había contado de pequeño que allí la vida era muy complicada».
«Mi abuelo me había contado que solo comía caliente cuando iba de viaje», recordaba el rey Juan Carlos en aquella entrevista. «Como las cocinas del Palacio Real estaban a quince minutos caminando del comedor, todo llegaba frío a la mesa. Yo dije por todo ello que no me movía del palacio de la Zarzuela. Así podíamos mantener esta casa como un lugar de familia y no vivir en aquel lugar inmenso».
Los monarcas actuales, sin embargo, no quisieron vivir en el Palacio de la Zarzuela, pese a que en sus 3.000 metros cuadrados existían metros suficientes para albergar a los herederos. En mayo de 2004, justo después de su boda, Felipe de Borbón y Letizia Ortiz ocuparon una casa todavía más reducida y adaptada a sus gustos y circunstancias, el Pabellón del Príncipe, a un kilómetro del hogar de sus padres.
Aún más resguardada de las miradas indiscretas y completamente ajena a los despachos y espacios administrativos de Casa Real, fue el rey Felipe quien ordenó la construcción de este palacete y supervisó personalmente las obras y hasta el último detalle de la decoración. El Pabellón del Príncipe tiene 1.800 metros cuadrados, cuatro plantas y un jardín de 16.000 hectáreas con vistas al monte del Pardo.
Indudablemente, la presencia de los monarcas en el palacio más espectacular y accesible a la ciudadanía es un plus de cara al turismo. Por eso Buckingham Palace es el palacio más visitado del mundo: no solo luce un llamativo cambio de guardia, sino que muchos visitantes se acercaban por si logran escudriñar en sus ventanas la testa coronada de Isabel II, residente hasta la pandemia, cuando se trasladó al castillo de Windsor.
Con la llegada de Carlos III al trono se ha producido toda una reorganización de las residencias de los distintos miembros de la familia real, con una polémica decisión al frente: permanecerá con Camilla en Clarence House, a solo 400 metros de Buckingham Palace, porque considera que el palacio «no es apto para el propósito del mundo moderno» y su mantenimiento no es «sostenible».
Cuando Isabel II subió al trono también se resistió a mudarse a Buckingham Palace. Fue Winston Churchill quien le pidió que se instalara allí junto a Felipe de Edimburgo y sus hijos, precisamente por una cuestión de imagen importante para Reino Unido: no quería que un símbolo de la monarquía se relegara a residencia de la reina madre.
Winston Churchill convenció a Isabel II para abandonar la comodidad hogareña de Clarence House, por un puro y duro deber sucesorio. La visibilización de la monarca y su familia en Buckingham Palace era importante para estabilizar la monarquía y sustentarla a nivel simbólico. Es la continuidad en todos los aspectos la que sostiene las tradiciones.
A la postre, la decisión se comprobó buena, también en lo económico. Buckingham Palace es el buque insignia de una familia real globalizada que, constituida en una empresa, factura anualmente alrededor de 700 millones de libras, de las que el 75% terminan en las arcas públicas.
Solo en contenido audiovisual, la familia real británica desde su base de operaciones en Buckingham contribuye a la industria mediática por valor de alrededor de 70 millones de libras anuales. Evidentemente, la industria de producción de contenidos británica le saca todo el partido del mundo al patrimonio histórico y a los ritos monárquicos, algo que en España no llegamos a lograr con tanta nitidez.
¿Tenemos desaprovechado el Palacio Real? Probablemente. ¿Podría maximizar su beneficio nuestra familia real, si Casa Real ampliara sus actividades de la gestión de las agendas oficiales a la producción y explotación de contenidos y eventos? Sin duda. Pero este reto no será de Felipe y Letizia sino, acaso, de la futura reina Leonor.