La saga Dos amigas, las cuatro novelas que Elena Ferrante ha publicado en los últimos años, se ha convertido en un fenómeno internacional. En 2016, la autora fue declarada por la revista Time como una de las 100 personas más influyentes del mundo, aunque sea un pseudónimo y aunque no se sepa a ciencia cierta quién es (tal vez la traductora Anita Raja, según reveló un periodista recientemente).
El año que viene, los productores de Gomorra presentarán en todo el mundo la serie de televisión Las novelas napolitanas, adaptación de la tetralogía que en español ha publicado con gran éxito la editorial Lumen y que será emitida en HBO. Tanto las novelas de Ferrante como la serie de Roberto Saviano han impulsado el turismo en Nápoles, convirtiendo a la ciudad italiana en un icono del siglo XXI. La recorremos, siguiendo los pasos de los personajes de Dos amigas. Desde la periferia marginal hasta el centro turístico.
Las declaraciones y las cartas de amor se suceden en los muros, escritas con espray en grandes letras mayúsculas, interrumpidas por las esquelas impresas en DIN-A3. "Por el mañana, amor mío, por todo aquello que hemos hecho juntos; ahora que no te tengo siento que muero". "Francesco d´Assisi Vanacore, jubilado técnico de radiología, descanse en paz".
"Te amo, princesa, eres lo mejor que me ha pasado". "Los nietos Elita, Valentina, Enrico y Federica recuerdan con amor al abuelo Enrico". "Te necesito, Marika, para estar completo, sin ti soy una quinta parte de mi ser". "Anna Schettino, viuda de D´Auria, misa por el primer aniversario de su fallecimiento". Las paredes de Nápoles son un largo cuento de amor y de muerte.
Elena Ferrante es mucho más que un pseudónimo: es una máscara. Una máscara inspirada por un nombre, con el que rima y al que evoca: Elsa Morante (una escritora a quien considera su madre espiritual y literaria). Elena Ferrante es una máscara que firma una obra: seis novelas, las cuatro últimas de las cuales configuran una tetralogía, Dos amigas (o L´amica geniale). Nápoles es el topónimo que con más insistencia invocan esos relatos protagonizados por sus protagonistas, Lena y Lina, que se hacen muy amigas en la infancia y que se vampirizan mutuamente durante 60 años. Elena Ferrante, imaginamos, es medio Lena medio Lina, Elina, otra máscara.
Lena logra estudiar y convertirse en escritora en Turín y en Milán; mientras que Lina queda atrapada, mal amada, en el barrio maldito. Ese barrio es el centro espiritual de las cuatro novelas, aunque muchas de sus escenas ocurran lejos de él. Porque mentalmente ambas conviven en las calles de su niñez, donde tanto ellas mismas como los familiares y amigos cohabitan con la violencia, el machismo, la Camorra. Un barrio de mala muerte.
Hacia él me dirijo en este preciso momento.
Rione Luzzatti y la zona de Gianturco se encuentran entre una cárcel y una estación de tren. Entre la reclusión y la huida. Camino desde la Estación Central por Taddeo da Sessa, dos carriles y cuatro filas de coches aparcados, a las 10 de la mañana. Estos metros cuadrados de extrema desolación, paralelos al muro de las vías del tren, contrastan con el Centro Direzionale que tengo a mi izquierda: un complejo de edificios modernos con peatones de traje y corbata.
Visité la prisión de Poggioreale en un viaje anterior, rastreando las localizaciones de la serie Gomorra. Las mujeres hacían cola ante la puerta de acceso para visitantes. Los muros eran tensos y grises: no había lenguaje en ellos. En los últimos años, Nápoles ha generado dos relatos poderosos de impacto global. Pronto la tetralogía de Ferrante también será una serie de televisión. De modo que este viaje es mi última oportunidad de imaginar los escenarios mentales de la literatura, antes de que se conviertan en localizaciones.
El asfalto se va desintegrando. En el horizonte aparecen hierbajos, la zona de los estanques donde Elena descubrió su sexualidad. Si están en lo cierto el periodista Andrea Sposito y la librera Lia Polcari, este Rione Luzzati -en la zona de Gianturco- es el barrio real que inspira el de las novelas. Se trata de un conjunto de edificios de cuatro pisos construidos después de la II Guerra Mundial, rodeado de calles constantemente castigadas por el tráfico rodado de gran tonelaje.
Casi se puede oír como ese camión de 12 ruedas resquebraja la calzada. Tantas grietas. Grietas que nos llevan hasta los años 40 y 50, hasta el territorio arrasado por el fascismo y por la guerra ("La angustia, las ruinas, el luto de Nápoles", escribió Curzio Malaparte en La piel). La pátina de abandono conserva en formol la atmósfera de la época novelada. Ahí está la biblioteca pública donde Elena y Lila descubren la literatura y fabulan modelos de futuro. Y la vía del tren que es la frontera de sus vidas. Y el campo alrededor: urbanización precaria: la naturaleza siempre al acecho.
- Yo llegué aquí en 1956 -me dice Agostino Merelli, en el bar Santa Cruz- desde Amandole, muy cerca del epicentro del terremoto.
- Espero que su familia esté bien.
El nombre del establecimiento es el de la marca de café brasileño que llegaba en sacos al principio de todo, en los años 50, cuando además de servirlo en tazas lo tostaban y lo vendían a granel.
- Entonces decíamos "vamos a Nápoles".
- Todavía hay gente que lo dice -añade su hija Sabina.
- Sí, pero menos, mucho menos. También dice la gente que esta es una zona industrial, pero ¿dónde está la industria?
El Santa Cruz es un local diminuto con una barra de bar y bolsas de patatas, botellas de vino espumoso y cajas de galletas. Lo preside la placa del 50 aniversario. Este año cumple 60 años.
-¡Ay que ver cómo pasa el tiempo! -dice Agostino Merelli tras sus gafas de pasta beige.
En frente del café hay un mercado de fruta en ruinas. Las dos mesas de la acera están ocupadas por un cincuentón con pantalones militares y pelo teñido de rubio, y por una treintañera de gestos masculinos, camiseta de tirantes y auriculares puestos.
-De los cinco bares de Rino Luzzatti, este es el más antiguo -me cuenta, orgulloso, Agostino Merelli, la camisa metida con ahínco en los pantalones de pinzas.
No han oído hablar de esa tal Elena Ferrante. Les cuento la historia de las dos amigas del alma, sus amores, sus violencias. Y que aparecen los pantanos y muchos otros detalles de esta zona. Menciono la palabra "Camorra", aunque ahora sea más común decir "Sistema".
- A nosotros nunca nos han molestado -afirma Agostino.
- Si nos han robado ha sido siempre de noche, forzando la cerradura -añade su hija, tras sus propias gafas de pasta, desde el otro lado del mostrador.
- Durante décadas, este fue un barrio muy tranquilo, pero en estos últimos años ha llegado gente indeseable...
-Papá -dice en voz baja-, que este señor lo está apuntando todo...
La vida de Lena Greco, caracterizada por la progresiva visibilidad pública, se puede dibujar en un mapa de Italia, como una sucesión de fronteras vencidas. La vida de Lina, en cambio, marcada por el deseo de desaparición, no sale -menos los veranos en la isla de Ischia- de la ciudad de Nápoles. En su lento camino hacia Turín, Elena accede primero al liceo clásico, que sí se corresponde en la realidad con el Garibaldi, que está justo entre Rione Luzzatti y el centro urbano, al otro lado del Centro Direzionale. Será allí donde conocerá por primera vez a alguien con una gran biblioteca, la profesora Galiani ("En aquella casa había más libros que en la biblioteca de mi barrio").
No es casual que sea su propio padre quien le descubre a Lena la ciudad: "Conocía a la perfección el espacio enorme de la ciudad, sabía dónde coger el metro o un tranvía o un autobús". Pasan un día paseando. Fue el único día en todas sus vidas que compartieron de principio a fin: "Sentí como si el barrio se hubiese ensanchado hasta abarcar toda Nápoles", escribe Elena. Pero Lina se empeña en imponerle la reducción que es su mundo: "Yo le describía el centro de Nápoles y ella colocaba en el centro de todo la casa de Gigliola, en uno de los edificios del barrio". Con su padre pasó por primera vez Elena por Port"Alba.
Pero fue durante una época en que faltó a clase para descubrir la ciudad por su cuenta, cuando visitó con frecuencia ese pasaje lleno de librerías: "Hurgaba entre los libros usados de los puestos de Port" Alba, memorizaba sin proponérmelo títulos, nombres de autores, seguía en dirección al mar". Su primer trabajo será en una librería de la calle Mezzocannone. Tras dejar atrás el arco y su puesto de cómics (Corto Maltés, Tex, Dylan Dog), atravieso el callejón, franqueado por mesas llenas de libros de ocasión.
En el otro extremo, el que da a la Piazza Dante, me encuentro con un tópico.
Pero no es un tópico: es pura realidad, lo estoy viendo. Un joven regordete y sonriente, con camisa blanca, que silba una melodía mientras esquiva a los peatones en su vespa, una mano en el manillar y la otra sosteniendo una bandeja con tapa, en cuyo interior tiemblan los vasos de plástico de tres espressos.
Sería posible recorrer Nápoles tanto leyendo sus declaraciones de amor y sus esquelas en los muros sucesivos como saltando de una bandeja a otra, de uno a otro café. Sería posible bajar así por esta Via Toledo o hacerlo, también, por el Corso Umberto I, donde las dos amigas y sus amigos, machitos suburbiales y en celo, comen pizza y protegen con amenazas a las hembras de las miradas que las desean. Sería posible, siguiendo a esa rubia teñida de pantalones ajustados y tacones, que lleva cinco espressos o macchiatos, quién sabe, en vasos diminutos. Sería posible, en fin, encadenar a esos camareros que reparten sus dosis de cafeína por las tiendas y las oficinas de la via Medina o de la via Chiaia, dejando a cada lado la Galleria Umberto I y el Teatro San Carlo, para llegar al Gran Café Gambrinus.
Allí también las tazas de porcelana esperan su turno sumergidas en agua hirviendo y me sirven mi cortado en una que me arde en los labios, como debe ser. El café en Nápoles no es una bebida, sino una filosofía. En el Gambrinus se enorgullecen de haber servido más de un 1.200.000 cafés. Mientras pago el mío, que me ha costado 1 ¬, le pregunto a la cajera si vienen muchos turistas preguntando por Elena Ferrante.
-¿Elena qué?
- Ferrante. Una novelista muy famosa. En una escena de una de sus novelas aparece este café.
Las ediciones norteamericana, rusa, china, brasileña, italiana, española, alemana y francesa de las novelas de Ferrante. En cada país la estética ha sido muy distinta.
¿Cómo sería la Via Chiaia en los años 60? En las fotos de época encuentro fragmentos de aquella ciudad, recorrida incansablemente por tranvías. Pero ha sido en el museo MADRE donde he hallado la mejor representación posible de la Nápoles de Elena Ferrante: en su obra Supernapoli, Cherubino Gambardella representa esta metrópolis dicontinua como un collage roto, de dibujos y textos superpuestos. Se ajusta formalmente con mayor rigor a la ciudad que se muestra en la tetralogía. Sin embargo, Ferrante opta por el realismo y la continuidad y la ilusión verosímil para hablar de lo roto, del fragmento, del cambio, del caos.
La tetralogía habla del esfuerzo de Elena por conquistar el lenguaje italiano y -fuera de foco- el de Lina por conquistar el lenguaje informático. Una, para aparecer; la otra, para desaparecer. Dice la narradora sobre sí misma (en Las deudas del cuerpo): "El miedo a que ahora, precisamente allí, el desorden del que llevaba huyendo desde niña pudiera atraparme"; y sobre su amiga (en Un mal nombre): "Lo que más había atemorizado a Lila desde siempre es que las personas, mucho más que las cosas, perdieran sus contornos y, ya sin forma, se desbordaran". A causa de las escenas de sus ataques y sus crisis, el pánico de Lina por romperse eclipsa el de Elena por que se rompa todo a su alrededor. Toda la saga es una constante inversión.
Mientras paseo por Nápoles, mientras leo las cartas de amor y los comunicados de difuntos en sus muros, pienso que todo el proyecto supone la represión del dialecto de la infancia y todo lo que este representa: la miseria, la violencia, el desorden. Al mismo tiempo, la opción por la novela realista responde a la misma voluntad de organizar el caos. La escritora Elena Greco ha publicado libros que no respetan los géneros (le dice Nino: "Has escrito un texto difícil de definir, no sé si es un ensayo o un relato. Pero es extraordinario"); pero la escritora Elena Ferrante apuesta fuerte por un realismo convencional, con pocas licencias, como si temiera que si la forma no es rígida el material podría desbordársele.
En algún momento, es consciente de ello: "Debería escribir como habla ella, dejar vorágines, construir puentes y no terminarlos, obligar al lector a mirar fijamente la corriente". La forma es la gran obsesión del proyecto. El lenguaje es el modo de domesticarla. Justo después de esa reflexión explota la tierra: un terremoto. Y solo entonces, en medio del temblor, con las manos de las amigas geniales muy unidas, Lila le puede confesar que desde niña ha sabido que la realidad no tiene contornos sólidos: "El mundo verdadero, Lenù, lo hemos visto ahora". Es constante temblor.
Llego a la Piazza dei Martiri, donde está en las novelas la tienda de los camorristas hermanos Solara, que venden los zapatos que Lina diseñó cuando era genial y niña. En una de las paredes de la zapatería, cuelga una foto en que se capta la belleza salvaje de la adolescente indómita. Y ella la desgarra, la rompe, la vuelve collage, obra de arte desbordada.
Entro en la librería Feltrinelli. Venden las novelas de la tetralogía tanto en italiano como en inglés. Compro la nueva edición de La Frantumaglia, esa antología de entrevistas en que Ferrante fragmenta su poética. La hojeo: "La Nápoles que narro es parte de mí -leo-, pero cualquier porción de realidad que entre en una historia debe rendirle cuentas a la verdad literaria, que es distinta de la de los mapas de Google". Y en otra página: "El dialecto es para mí el depósito de la experiencia primaria", y sus personajes tienen la sensación de "que nunca podrán entrar del todo en el italiano". Y en la fila de la caja: le encanta la performance de Marina Abramovic, The Artist is Present. "Presente, pero como cuerpo obra", leo. "Escribir -y no solo ficción- es siempre una apropiación indebida".
- ¿Algo más?
- No, solo esto, gracias. ¿Se venden mucho sus libros?
- Sí, mucho, también compran a Ferrante en inglés, los turistas...
- ¿Y a usted le gusta?
- Yo todavía no la he leído, la tengo pendiente -y me sonríe.
El Vesubio siempre está ahí. Su poder difuminado. No hay forma de ignorarlo desde la autopista o desde el litoral. Mientras paseas por el centro urbano, aparece y desaparece, según el azar de las fachadas, las calles, las perspectivas. Ninguna de las veces que he visitado Nápoles ha habido un seísmo, pero puedo imaginar -por el relato de quienes los han vivido- que lo primero que haces es mirar hacia el volcán, recordar su lava, su furia.
Como el realismo literario de Ferrante, esta ciudad ha alimentado la ficción de su existencia, ha construido la máscara de su control, pero todo podría desmoronarse en cualquier momento. Dice la narradora, en el tramo final de la tetralogía: "Era realmente feo, y lo era porque estaba bien organizado, escrito con un cuidado obsesivo, porque yo no había sabido imitar la banalidad descoordinada, antiestética, ilógica y deformada de las cosas".
En la ficción es así: el personaje se niega a hablar en dialecto porque así puede controlar el relato de su vida. Y escribe una novela formalmente realista, impecablemente realista, porque en ese orden formal tal vez se puede estabilizar el caos napolitano. ¿Pero cómo es en la realidad? Hasta ahora podríamos haber creído en la sinceridad de las entrevistas que Ferrante respondía por e-mail. Pero es casi seguro que -como ha desvelado, tal vez aburdamente, el periodista Claudio Gatti- tras la máscara esté Anita Raja, que nació en Nápoles, pero que se crió en Roma y, por tanto, no tiene la relación que suponíamos con Rione Luzzatti ni probablemente tampoco con el idioma napolitano.
Creíamos que lo que se reprime en sus novelas es el idioma napolitano. Pero está ausente, no reprimido. En realidad lo que late debajo de todas esas páginas es la herencia judía: Raja es hija de supervivientes del exterminio nazi. Un último desvío. Una última inversión. Una última transferencia. Una performance. La única que cuenta en verdad: la definitiva, la del arte literario.