Cuentan que la británica Grace Marguerite Hay fue la primera mujer en dar la vuelta aérea al mundo; lo hizo a principios del siglo XX y en un zepelín. No sabemos gran cosa de las circunstancias vitales que llevaron a esta mujer a emprender semejante hazaña, pero podemos suponer que, en general, no estaba muy a gusto en casa.
En física, a la permanencia de un cuerpo en un estado de reposo o de movimiento (y su resistencia a abandonarlo) se le llama inercia. Y, para salir de ese estado, necesita siempre que una fuerza actúe sobre él. Esta fuerza, normalmente traumática, recibe el nombre de crisis.
Si entendemos la pareja como un sistema inercial en el que todo movimiento rueda de manera más o menos constante, y entendemos una mala racha económica como esa fuerza que puede alterar la inercia, nos encontraremos con que una crisis económica en la pareja es aquello que no aporta nada bueno para su estabilidad e inercia. Esto se manifiesta de forma individual (en cada miembro de la pareja) cuando se activan las ganas de exploración de nuevos territorios, en la misma medida en que se observa con desidia el terreno ya conocido. En estas circunstancias, lo que está más visto pasa a ser lo peor visto.
Dentro de cada una de nosotras hay una exploradora, una colonizadora que quiere descubrir nuevas latitudes, una aventurera que repudia las inercias. Su ámbito natural es la apertura y, al pensar en nuevas posibilidades de existencia, hablamos también de deseo sexual.
Las crisis en general, y las económicas en particular, afectan a la asociación afectiva de la pareja. Tienden a debilitar enormemente sus interacciones sexuales y, a la vez potencian el ansia por establecer vínculos eróticos con otras personas, con las que podemos diseñar un escenario sin crisis. Dicho más clarito: cuando las estrecheces económicas amenazan a una pareja, no es que indefectiblemente sus miembros dejen de tener ganas de sexo, es que suelen perder las ganas de sexo con sus parejas. La eterna lucha entre las fuerzas centrípetas y las centrífugas del deseo está, en medio de una crisis, servida.
El sexo en pareja es un bien muy curioso y tiene unas características muy particulares. Su puesta en práctica, en forma de interacción sexual, refuerza la autoestima individual de cada miembro, debilitada, lógicamente, si la economía personal no anda bien. También fortalece el vínculo afectivo, ese que se puede resquebrajar cuando la crisis nos sugiere con insistencia la pregunta: "¿Y si estuviera mejor en otro sitio?". Por otra parte, la acción sexual nos hace más comprensivos hacia el otro, y minimiza, por tanto, los reproches sobre quién tiene la culpa de nuestra situación de penuria, que solemos proyectar en quien nos acompaña.
Si los humanos fuéramos, como sostenía el clásico, animales racionales, nos volcaríamos sexualmente con nuestras parejas cuando el camino se vuelve especialmente duro. Pero los humanos no somos exclusivamente racionales, y ni siquiera cuando creemos saber lo que es lo mejor actuamos siempre en consecuencia. En esto, en esta tragedia, interviene especialmente la propia constitución del deseo y en particular la estructura del deseo en pareja. Y es que el sexo, pese a ser un osado aventurero, se lleva muy mal con cualquier interferencia que amenace con distraerlo. No hay peor enemigo de una interacción sexual que el ruido de fondo en forma de ansiedad, estrés o angustia. La respuesta sexual, especialmente en pareja y especialmente en nosotras, las mujeres, requiere de la liquidación de cualquier exterioridad que dificulte la concentración, el cierre de cualquier grifo que, goteando, altere el silencio introspectivo... Y en tiempos de crisis, el goteo deja de ser un molesto ruido para convertirse en la amenaza acuciante de una inundación.
Es, por tanto, muy difícil abstraerse de una situación externa que reclama insistentemente nuestra atención (las dificultades económicas) durante una interacción sexual con la persona con la que compartimos esa preocupación. Además, la respuesta sexual, particularmente la nuestra, es impredecible en el deseo. Esa imposibilidad de controlar el motivo que activa nuestra libido ha sido la gran preocupación de los hombres durante siglos y un desconocimiento y asombro que les llevó, como mejor opción a reprimirlo, en vez de a intentar comprenderlo. Además, el deseo femenino es sumamente volátil en sus fases de excitación y meseta. Ni sabemos cuándo, cómo o por qué nos excitamos ni podemos, metidas en faena, desviar la atención de nuestro propio gozo bajo pena de que se nos escape como el agua entre los dedos.
Obviamente, en una situación conflictiva de crisis económica que exige un cambio, lo imprevisible del deseo y lo volátil del gozo incrementan sus exigentes requerimientos; especialmente hoy, cuando la posibilidad de "algo mejor" se nos muestra, aparentemente al alcance de la mano, constantemente. Hoy, un cambio de pareja ya no se efectúa tanto por el "no estoy bien" como por el "puedo estar mejor". Hoy, la novedad (el gran alimento del deseo) parece ser el único sustento de nuestras pulsiones consumistas. Lo viejo, independientemente de su valor, se percibe como viejo. Hoy, también, el éxito se mide por el número de visualizaciones, nunca por la calidad de quien te mira, y el yo parece dejar muy poco sitio al nosotros en la comprensión del mundo.
Aquello de "contigo, pan y cebolla" se ha quedado, hoy más que nunca, en un buen propósito irrealizable. Cuando la escasez de pan acecha, aparecen las calabazas... y, en primer lugar, se las suelen dar a los encuentros sexuales. La realidad hace más bien honor a otro refrán, el que reza que cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana.
Pero, puestos a recordar frases recurrentes, hay que tener muy presente esta, de origen latino: mutatis mutandi. No significa, como creen algunos "cambiando a toda mecha", sino "cambiando lo que deba ser cambiado".
En llevar esto a la práctica está el verdadero talento, no en dar todo por perdido y buscar, como los niños en el juego del rescate, nuevas "casas" donde evitar ser pillados. Y es que, por lo general, cuando nos vamos, con nuestra condición sexuada a cuestas, a dar la vuelta en mundo en zepelín, conviene asegurarse de que uno está a bordo de un globo aerostático y no en uno de esos de feria, rellenos de helio, que se acaban perdiendo en el cielo. Algo que, sin duda, bien sabía la aventurera Grace Marguerite.
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