CENTENARIO

Cien años de Carmen Martín Gaite, la niña bien que se hizo bohemia: una boda literaria, una obra inmensa y la trágica muerte de sus hijos

Era hija de notario en la Salamanca de la guerra y coloreó el Madrid gris de los años 50. Se casó con un escritor excéntrico y entregó su vida a las letras. Pero la realidad volvió trágico el cuento. Perdió a sus dos hijos demasiado pronto. Este año habría cumplido los 100.

La carismática escritora Carmen Martín Gaite. / CORTESÍA SIRUELA

Ángeles Castillo
Ángeles Castillo

Era habitual encontrarse con Carmen Martín Gaite por las proximidades del Retiro madrileño. Andaba como perdida. Y no lo estaba. Era inconfundible su melena blanca recogida con una horquilla joya y una boina roja que la afrancesaba. Martín Gaite (1925-2000) habría cumplido este 2025 sus primeros cien años. Una escritora ilustrada , afectiva, ingobernable y carismática, cero pretenciosa y de gran altura intelectual. También una mujer entre hombres y sobradamente gallega como su madre. Nunca olvidó los veranos en San Lorenzo de Piñor, aldea de Orense. Carmiña la llamaban.

Su propia vida fue de novela y ella un personaje. Su padre, notario de Salamanca con ideas liberales, gozaba de la amistad de don Miguel de Unamuno. El «don» era inevitable. A Carmen le tocó vivir el estallido de la guerra civil española y no pudo trasladarse a estudiar al Instituto Escuela de la capital, como había hecho su hermana. Así que tuvo que conformarse con cursar el bachillerato en el instituto femenino de su ciudad natal, donde tuvo como profesor al insigne Rafael Lapesa.

Para cuando ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Salamanca ya era una letraherida. Algo que terminó agravándose con profesores ilustres como Antonio Tovar o Zamora Vicente. Y con alumnos que pasarían igualmente a la historia de nuestras letras, caso de Agustín García Calvo o Ignacio Aldecoa. Fue este último el que la introdujo en su círculo cuando Carmen se trasladó a aquel Madrid gris de posguerra recién inaugurados los años cincuenta. Antes había pasado por Cannes, donde amplió estudios y perfeccionó el francés y su cosmopolitismo.

De la Salamanca de provincias al bohemio Madrid

De la mano de Aldecoa, Carmen conoció a Josefina Rodríguez (luego Josefina Aldecoa) y al que sería su propio marido, Rafael Sánchez Ferlosio. También a Jesús Fernández Santos, Luis Martín-Santos o Alfonso Sastre. Ellos fueron los que la echaron a perder, o a ganar. Porque Martín Gaite, que venía de provincias dispuesta a triunfar en lo académico, se vio seducida por los cantos enloquecidos de estos marineros de la bohemia . Con semejante panda no se podía hacer otra cosa que escribir. Y nació como del torrente la escritora.

Ya con su primera obra, El balneario, ganó el Premio Café Gijón en 1954. Y solo tuvieron que pasar tres años para que se alzara con el Nadal, el gran premio literario de la época. Se lo granjeó la obra que la haría grande e incontenible, Entre visillos, un fresco impagable de la vida salmantina. Nunca le dijo a su marido que se había presentado «porque temí que me desanimara con sus críticas», confesó. Él mismo lo había ganado en el 55 con El Jarama. Eran otros tiempos.

Carmen Martín Gaite, toda una vida escribiendo. / CORTESÍA SIRUELA

Un libro el de los visillos con el que ya apuntaba maneras y que dedicaba a su querida Ana María: «Para mi hermana Anita, que rodó las escaleras con su primer vestido de noche, y se reía, sentada en el rellano». Porque las hermanas, niñas bien de Salamanca, tuvieron que pasar por el ritual de la puesta de largo . Y mientras duró la vida, que fue intensa, siguió el cuento. Bien contado.

Su desastroso matrimonio y la muerte de sus hijos

Infinitas líneas vitales escritas junto al excéntrico novelista, demasiadas veces con la sintaxis del drama. Con Ferlosio, Carmen se adentró en la cultura italiana. Y con él tuvo en 1954 a su primer hijo, Miguel, que murió a los siete meses de una meningitis. Un final trágico que dejó a la escritora a la intemperie. Solo la llegada de su hija Marta dos años después resultó un abrigo y le devolvió las ganas.

En 1973, cuando se publicó por fin su tesis doctoral, Usos amorosos del siglo XVIII en España, la dedicatoria estaba cantada: «Para Rafael, que me enseñó a habitar la soledad y a no ser una señora». Habían pasado ya tres años de su ruptura. El escritor vivía en su torre de marfil estudiando obsesivamente la gramática, ajeno a los alrededores. Fue el amor de su vida, pero un lobo solitario. Miguel Delibes, que tuvo amistad con los dos, llegó a decir que «Carmen es como una viuda que tuviera al muerto en casa». Cuentan las lenguas, no sabemos si malas, que para entonces ya se había enamorado de Demetria Chamorro, que sería su siguiente esposa.

Ella, sin embargo, había abierto las ventanas de par en par, corrido los visillos. Y hasta en Nueva York terminaron enterándose de su inmenso amor a lo literario, que le valió el Premio Nacional de Literatura por El cuarto de atrás en 1978, hito que repetiría en 1994 con el Nacional de las Letras.

Carmen Martín Gaite con su eterna boina. / CORTESÍA SIRUELA

Pero el cuento seguía con un brusco y cruel giro de guion. Su hija Marta creció, estudió Filología Inglesa, se hizo traductora de Kipling o Patricia Highsmith , se embarcó en la aventura editorial Nostromo y vivió a pleno pulmón, entre demasiadas drogas, la movida madrileña . Hasta que en 1985 se la llevó el sida . Lo mismo que a su pareja, Carlos Castilla Plaza, hijo del psiquiatra Carlos Castilla del Pino, y otros vástagos de la burguesía ilustrada, como Eduardo Haro Ibars o Antonio Valente.

Su huida a Nueva York y Caperucita

Marta Sánchez Martín tenía solo 29 años. Carmen no pudo soportar tanta realidad, se encerró en su ya mítica casa familiar de El Boalo (Madrid) y solo salió para huir a Nueva York con el pretexto de dar clases en el Barnard College. Para entonces ya era una grandísima y reconocida escritora, también más allá de los mares.

Lo testimonia asimismo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1988 cuando aún le quedaba mucho por decir. Su inolvidable Caperucita en Manhattan vio la luz en 1990 y le sirvió para trazar con dolor y sabiduría los pasos de su hija Marta. Antes, nos lo hemos saltado, había publicado Ritmo lento (1963), Retahílas (1974) o El cuento de nunca acabar (1983). Además de coquetear con la poesía, practicar la crítica literaria, hacer adaptaciones teatrales de los clásicos o traducir libros en seis lenguas, incluido el rumano. Martín Gaite era una mujer de letras, con todas ellas.

Carmen Martín Gaite en la portada de uno de sus libros.

Ya en la recta final de su vida, nos regaló Nubosidad variable (1992), La reina de las nieves (1994), Lo raro es vivir (1996) e Irse de casa (1998). Hasta los títulos eran muy carmenmartingaitianos. Siempre cosiéndolos, quitando hilos sueltos, hilvanando, zurciendo aquí y allá. Igual que en sus cuadernos, donde fabricaba sus collages desplegando libremente su creatividad. Los Cuadernos de todo, con reflexiones y anotaciones personales, eran su taller de costura literaria. Los parentescos fue su última obra. La dejó inconclusa, porque la muerte, en 2000 y debido a un cáncer, llegó primero. Le quedaba un año para cumplir su tercer cuarto de siglo. Sirva para acercarse a ella la deliciosa antología del profesor José Teruel, Páginas escogidas (Siruela).

En Caperucita en Manhattan, y tal vez en toda su obra, dejó esbozado su autorretrato: «Para mí vivir es no tener prisa, contemplar las cosas, prestar oído a las cuitas ajenas, sentir curiosidad y compasión, no decir mentiras, compartir con los vivos un vaso de vino o un trozo de pan, acordarse con orgullo de la lección de los muertos, no permitir que nos humillen o nos engañen, no contestar que sí ni que no sin haber contado antes hasta cien como hacía el Pato Donald… Vivir es saber estar solo para aprender a estar en compañía, y vivir es explicarse y llorar... y vivir es reírse». Así era Carmen Martín Gaite.

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