Hannah Ritchie, divulgadora e investigadora de la universidad de Oxford. /
Como buena millennial tardía –nació en Falkirk, Escocia, en 1993–, Hannah Ritchie creció con la misma ansiedad climática que ha definido a toda su generación. «Cuando era una niña, ya era muy consciente del cambio climático. Y cuando decidí estudiar una carrera ambiental mi preocupación solo empeoró. Estaba obsesionada con las noticias y tenía la sensación de que el mundo iba a peor, que los problemas no tenían solución y que no había futuro», recuerda.
Para ella, que estudió Geociencia Medioambiental en la Universidad de Edimburgo, la perspectiva cambió cuando descubrió el trabajo del estadístico sueco Hans Rosling y, con él, una manera más posibilista de mirar hacia el futuro. «Cuando das un paso atrás y te concentras en los datos, te das cuenta de que nos enfrentamos a desafíos enormes, pero también de que hemos progresado mucho. Hay espacio para el optimismo », cuenta la científica de datos y divulgadora, que acaba de publicar El mundo no se acaba (Editorial Anagrama), un ensayo sobre cómo podemos convertirnos en la primera generación capaz de construir un planeta sostenible.
Ritchie, investigadora del programa para el Desarrollo Mundial de Oxford y directora de la publicación online Our World in Data, pone, para empezar, el ejemplo de la capa de ozono. «Era un gran problema, pero el mundo se unió para atajarlo y los gases CFC se redujeron en un 99%. Aunque llevará varias décadas, la capa de ozono se está reparando poco a poco. Es un problema resuelto. Igual que la lluvia ácida», ilustra.
Vayamos, pues, a los datos: ¿cuáles pintan un paisaje más optimista? «Uno de los más significativos es la polución del aire . Es un problema enorme porque tiene un efecto masivo en nuestra salud. Sin embargo, en países como España, Reino Unido o Estados Unidos, los niveles se han reducido, en algunos casos en un 80%. A veces, miramos por la ventana, vemos los coches y las ciudades y pensamos que nunca ha habido tanta contaminación, cuando es justo al revés: las ciudades son más limpias de lo que han sido en siglos», explica la divulgadora desmontando una creencia muy extendida.
No es la única. «Las emisiones de CO2 en muchos países son mucho más bajas de lo que eran hace unos años. En el Reino Unido, nuestra huella de carbono es mucho menor que la de nuestros abuelos, porque en su época el país funcionaba a base de carbón. Y el año pasado nos libramos de él por completo», apunta sobre el cierre de la última central eléctrica que quemaba el mineral en el Reino Unido.
Otro dato para la esperanza está en el abaratamiento de la energía limpia. «El precio de la tecnología solar, eólica o los coches eléctricos se ha desplomado en la última década. Pero también hemos superado el peor momento de la deforestación y ahora estamos replantando bosques. O produciendo más alimentos por persona que nunca, pese a ser ya 8.000 millones. Creo que señalar el progreso es útil porque impulsa la idea de que estos son problemas que pueden resolverse», argumenta la investigadora.
Pero si los datos son relativamente optimistas, ¿por qué el estado de ánimo global apunta en la dirección opuesta? La explicación está en los tiempos que requiere el progreso. «Las cosas buenas se dan de manera ascendente, después de un año, otro y otro más. Ocurren entre bambalinas, pero un par de décadas después el cambio es radical. En cambio, las malas noticias, los eventos dramáticos, suceden en un instante: una guerra, un ataque terrorista, un desastre natural... Eso ocupa los titulares de manera inmediata. Si no damos un paso atrás y miramos a los datos, nos perdemos ese progreso».
Parte del problema, según la experta, está en hablar del cambio climático en términos apocalípticos. «Mucha gente que podría involucrarse se ve arrastrada a pensar que no se puede hacer nada. Es un mensaje que paraliza a muchos», opina Ritchie, que cree que ese tipo de discursos solo alimenta a los negacionistas, que los utilizan para «su beneficio», pero también para «tratar de socavar las preocupaciones reales y genuinas sobre el cambio climático y otros problemas ambientales».
La divulgadora mantiene que, pese a todo, la oportunidad de construir un planeta sostenible no es una quimera. Su definición tiene dos patas. «Una tiene que ver con reducir nuestro impacto ambiental para dejar un mundo habitable a las generaciones futuras, pero también a las demás especies. La otra es que toda la gente que está viva ahora mismo pueda tener una buena vida. La sostenibilidad solo se alcanza cuando tengamos las dos cosas al mismo tiempo. Antes, nuestro impacto en el planeta era bajo, pero las condiciones de vida eran muy pobres y le dimos la vuelta en la dirección opuesta. Las dos cosas a la vez son posibles», reflexiona la investigadora.
Cómo se consigue eso depende de las coordenadas geográficas. Los países pobres, que todavía deben sacar a parte de su población de la miseria, necesitan más recursos. Los más avanzados son otro tema. «El progreso no tiene por qué estar solo relacionado con el crecimiento económico. Los países ricos deberían enfocarse más en la felicidad y satisfacción de las personas, la salud, las condiciones laborales o la lucha contra la desigualdad».
Ritchie acaba de publicar El mundo no se acaba, de la editorial Anagrama. /
Sin embargo, no todo son buenas noticias. También hay motivos, igualmente fundamentados en datos, para el pesimismo. «Uno de ellos es la biodiversidad, que estamos perdiendo a una velocidad mucho más grande que nuestros ancestros. También estamos comiendo más animales y los hacemos crecer en peores condiciones que nunca. La producción de carne y lácteos tiene un impacto ambiental enorme», explica sobre los 75.000 millones de animales que se sacrifican al año en el mundo.
Y esa, reconoce la científica, es una realidad difícil de cambiar. Aunque cada vez hay más gente concienciada sobre su impacto, la dieta sigue siendo un asunto personal. En este sentido, Ritchie, que es vegana, confía más en encontrar una vía intermedia que en hacer la revolución vegetariana. «A veces, planteamos los debates como todo o nada. Sería más efectivo y realista convencer a mucha gente de que coma menos carne que a poca gente de que se haga vegana».
No es lo único que está en nuestras manos. Pero para ser eficaces, de nuevo, hay que acudir a los números. «Si reciclar es lo único que haces, tienes que saber que esa solo es una pequeña parte de tu huella de carbono », ilustra. Es mucho más crucial el medio de transporte que utilizas. «Si necesitas un coche, mejor uno eléctrico. Y si puedes invertir en paneles solares en tu casa, eso sí tendrá un gran impacto». Los alimentos de kilómetro cero, advierte, también pueden tener trampa. «Influye mucho más el tipo de comida que consumes que desde dónde ha viajado. Una verdura o una fruta que ha cruzado medio mundo tiene una huella de carbono mucho más baja que una hamburguesa de ternera producida localmente».
Para la investigadora, otra clave está en nuestra resiliencia . «Históricamente lo hemos hecho: ya no tenemos las hambrunas que padecíamos hace unas décadas y construimos edificios a prueba de terremotos. Tenemos que lograr que nuestra producción de alimentos sea más sostenible, que las infraestructuras para soportar inundaciones o desastres naturales sean mejores o que haya mayor acceso al aire acondicionado en los climas más cálidos».
Y luego está la inteligencia artificial , el perejil de todas las salsas, que en este caso, como en todos, implica tantos desafíos como oportunidades. «La demanda eléctrica aumentará debido a la IA, pero hay espacio para mejorar su eficiencia. También se decía que los centros de datos consumirían la mitad de la energía de un país y eso nunca sucedió. Por otro lado, están sus beneficios potenciales para ayudarnos en la transición energética y hacernos más resilientes. Por ejemplo, en la capacidad de prevenir desastres naturales».
Ni siquiera el clima de tensión política y geoestratégica inquieta en exceso a la experta. «La llegada de Trump a la Casa Blanca y el avance del negacionismo es preocupante, y quizá pueda retrasar o desacelerar el progreso, pero no creo que lo haga retroceder. Es muy difícil frenar cambios tan transformadores como la energía solar o los vehículos eléctricos. No solo porque nos preocupe el clima sino porque, simplemente, tienen más sentido. Además, nadie va a frenar a China, que está avanzando muy rápidamente con la energía limpia y la ve como una oportunidad económica enorme. Europa tampoco está dando pasos atrás. Al contrario, está apostando todavía con más fuerza».
Frente al optimismo basado en datos, está el pesimismo del fenómeno antinatalista, un discurso que ha ganado tracción entre sectores de la generación Z por sostener que, ante semejante paisaje climático, lo más sensato es dejar de reproducirse. La investigadora lo desactiva, una vez más, echando mano de la estadística. «Tener hijos es algo muy personal y sobre lo que nadie debería opinar, pero si tu motivación es ambiental deberías saber que, si yo tuviera un hijo ahora mismo, su huella de carbono sería mucho más baja que la mía o la de sus abuelos: nunca tendrá un coche de gasolina y quizá no coma demasiada carne porque habrá otras alternativas. En 2030, el Reino Unido habrá descarbonizado por completo su electricidad. Por eso, para cuando empiece la escuela, el país funcionará con energía limpia», concluye la experta.