El presidente Joe Biden no quería que fuera a Taiwán. Lo dijo por activa (con los micrófonos de la prensa delante) y por pasiva, a través de sigilosos movimientos políticos entre el Ala Oeste y la oficina de la presidenta de la Cámara de Representantes. Pero el pasado 2 de agosto, Nancy Pelosi (Baltimore, 1940) viajó finalmente a esta isla al sur de China tras varios meses de rumores y amenazas cruzadas a tres bandas.
Ningún político norteamericano de ese rango visitaba la isla desde 1997. Lo hizo pese al desafío del Gobierno chino y con la opinión contraria de la Casa Blanca. Era una jugada arriesgada. En primer lugar, por sus imprevisibles consecuencias: en horas, China, que considera a Taiwán una «provincia rebelde», suspendió la cooperación en asuntos clave como medio ambiente y canceló las reuniones militares entre las dos potencias, una tensión que ha ido a más.
«El Pentágono le advirtió que no lo hiciera y ella hizo caso omiso. Algunos observadores, entre los que me incluyo, lo ven como una señal de que, a sus 82 años, sabe que sus días en el Congreso están contados. Parece un giro hacia un legado global. Está adoptando una postura moral agresiva en cuestiones de derechos humanos que espera que sea recordada», explica Mike Lillis, periodista parlamentario del periódico The Hill.
Su oposición al régimen de Pekín no es nada nuevo: en los años 90, Pelosi ya se reunía con disidentes políticos y llegó a visitar la plaza de Tiananmén, escenario de la masacre de manifestantes. «Ha desempeñado un papel activo en política exterior desde que llegó a Washington en 1987. Y en 2002 fue la demócrata de mayor rango que se opuso a la guerra de Irak. Durante la administración Trump, consideró que su papel de servidora a la nación en ese aspecto cobró más importancia», explica Susan Page, jefa de la redacción de Washington del diario USA Today y autora de la biografía 'Madam Speaker: Nancy Pelosi and the lessons of power' [Señora portavoz: Nancy Pelosi y las lecciones del poder].
De fronteras para adentro, su mano dura con China solo tiene ventajas. Sobre todo, en un escenario preelectoral como el actual: el 8 de noviembre, los estadounidenses están llamados de nuevo a las urnas en las denominadas midterms, las elecciones legislativas que deciden la composición de sus dos cámaras y que marcan el ecuador del mandato presidencial.
«En realidad, no creo que estos movimientos tengan demasiado que ver con las elecciones. A menos que Estados Unidos esté involucrado en una guerra, como ocurrió en Vietnam o Irak, la política exterior rara vez tiene impacto en nuestras elecciones nacionales», explica Page. Lillis coincide: «Aparte de Biden y Trump, Pelosi es probablemente la figura política más reconocible del país, no necesita esto para elevar su perfil».
Entonces, ¿por qué quiso tensar la cuerda con la Casa Blanca? «Biden y ella coincidieron en el Congreso durante más de 20 años antes de que él se convirtiera en vicepresidente de Obama. Aunque no son los mejores amigos, son aliados políticos y están de acuerdo el 98% del tiempo. Pero cuando se filtró que el viaje estaba planeado, ya no podía echarse atrás. Hubiese sido una muestra de debilidad frente a las amenazas de Pekín», explica Mike Lillis.
Es, sencillamente, una cuestión de coherencia. Y de legado político. «En lo que se refiere a China, Pelosi no solo ha desafiado al presidente Biden, sino también a Trump, Clinton y Bush», recuerda Susan Page.
Con una trayectoria profesional de más de medio siglo a sus espaldas, 35 años como congresista y dos mandatos como presidenta de la Cámara de Representantes (la primera vez, entre 2007 y 2011; la segunda, desde 2019 hasta la fecha), Pelosi confirmó el pasado mes de enero que volvería a presentarse a las elecciones, pese a que en marzo cumplió los 82 años.
«Es famosa por mantener una agenda frenética que pone a prueba la resistencia de sus ayudantes y de otros compañeros de viaje que son décadas más jóvenes que ella, y eso no ha cambiado. Si se retira, no será por falta de energía o de ambición», explica Lillis.
De hecho, Pelosi todavía no ha querido desvelar si aspirará a revalidar su puesto como presidenta de la Cámara de Representantes o si mantendrá su palabra y renunciará a presentarse a ese puesto, como prometió a su partido en 2018. Tanto ella como su staff esquivan desde hace meses las preguntas sobre su futuro más inmediato.
«Primero ganamos, luego decidimos», ha dicho Pelosi por toda respuesta. Es la pregunta del millón. Nadie lo sabe, ni siquiera su equipo. Y está hecho a conciencia: si juega su mano antes de las elecciones perdería su poder para hacer campaña y recaudar fondos. Si la Cámara sigue controlada por los demócratas, ella podría mantenerse. Si pierden, ¿por qué querría quedarse en la minoría? La decisión dependerá del resultado de las elecciones», explica Lillis.
Sin embargo, dentro del partido demócrata también hay quienes piensan que su tiempo ha terminado. Es el caso de Alexandria Ocasio-Cortez, que en 2020 y sin dar nombres, dejó clara su posición: «Necesitamos un nuevo liderazgo». Page, que cree que dejará Washington tras las elecciones, se atreve con un vaticinio: «Aunque no tengo información, sí tengo una teoría sobre lo que hará: embajadora en Italia, el país donde nacieron todos sus abuelos».
No es fácil dar un paso atrás. Sobre todo para alguien que no ha conocido otra cosa que la política. Su padre, Thomas D'Alesandro, fue congresista antes de encadenar tres mandatos como alcalde de Baltimore. Ella era una niña cuando le ayudaba a apuntar en un agenda los nombres de quienes le debían un favor político.
Con 12 años, asistió a su primera Convención Nacional Demócrata; a los 20, fue invitada al baile inaugural de John F. Kennedy en la Casa Blanca. Creció en una familia de siete hermanos y su madre, de profundas convicciones religiosas, siempre pensó que sería monja. «Yo, en todo caso, habría querido ser cura. Me parecía que había algo más de poder en eso», ha explicado ella.
Aunque estudió Ciencias Políticas en el Trinity College de Washington y soñaba con ser abogada, conoció a su marido, Paul Pelosi, en la universidad y se casó a los 23 años. Los niños llegaron pronto y en abundancia: cinco en apenas seis años. Y ella se convirtió en ama de casa.
Cuando la familia se mudó a California (y los niños ya eran mayores) volvió a la política. Trabajó en la campaña del gobernador de California Jerry Brown en 1976 y, gracias a una envidiable red de contactos, fue escalando en la estructura demócrata hasta ocupar, en 1987, un asiento en el Congreso, tras una campaña en la que reclutó a 4.000 voluntarios, recaudó siete millones de dólares y organizó un centenar de eventos.
Ahora, 35 años después, se asoma a la última etapa de su carrera política. Susan Page, autora de su biografía, detalla cuál será su legado político si finalmente decide retirarse. «Pasará a los libros de historia porque fue la primera, y hasta ahora la única, mujer en ser elegida presidenta de la Cámara de Representantes. Por eso, es sin duda la mujer más poderosa en la historia de la política estadounidense. Pero también porque es una de las oradoras más eficaces de cualquier género y generación. Ha demostrado la destreza legislativa y la perspicacia política de las figuras legendarias cuyos nombres están inscritos en los grandes edificios del Capitolio».
Como congresista, siempre ha marcado perfil propio luchando activamente por los derechos del colectivo gay en los años más duros del sida, pero también fajándose en el ingrato trabajo legislativo. «Negoció el impopular rescate que ayudó a evitar otra depresión durante el colapso financiero de 2008 e impulsó la mayor reforma sanitaria de Estados Unidos en generaciones. Y durante el mandato del presidente Trump, se convirtió en el rostro de la oposición demócrata al presidente más perturbador de nuestra historia», concluye Page.
Precisamente, y a su pesar, sus grandes momentos mediáticos se los debe a él. Convertida en bestia negra del presidente (y principal instigadora de los dos procesos de impeachment contra él), su aplauso sarcástico al discurso del Estado de la Unión pronunciado por Trump en 2019 es un clásico de YouTube.
Un año más tarde, el gesto subió de tono cuando rompió el discurso frente a las cámaras antes de calificarlo de «manifiesto de mentiras». Con el magnate lejos de la Casa Blanca, ella ha vuelto a centrarse en lo que mejor sabe hacer: conseguir apoyos para sacar adelante legislaciones clave en materia de cambio climático o infraestructuras.
«Se ha ganado una merecida reputación de convencer a legisladores reacios para que apoyen leyes controvertidas», explica Lillis. Su apellido tiene potencial para convertirse en una saga. Su hija, la estratega política Christine Pelosi, ha desempeñado diversos cargos en el partido y desde 2012 forma parte del Comité Nacional Demócrata. No es descartable que, antes o después, trate de hacer carrera política, quizá por el distrito de San Francisco, por el que su madre llegó a Washington hace tres décadas.
En septiembre, la presidenta viajó a Armenia encabezando una delegación del Capitolio y en medio de otra escalada de tensión: la del país ex soviético con la vecina Azerbaiyán, con la guerra de Ucrania y las amenazas de Rusia de fondo. Pocos días antes, su marido era sentenciado a cinco días de cárcel y tres años de libertad condicional por conducir bajo los efectos del alcohol.
El titular ha dado mucho juego a la prensa, pero es anecdótico. Pese a vivir en el foco desde hace más de dos décadas, ha preservado su vida privada. Solo un puñado de detalles iluminan su perfil: duerme poco, prefiere el agua caliente con limón al café y nunca perdona el crucigrama diario del New York Times. Y una excentricidad: le gusta comer helado de chocolate para desayunar. Eso hace Nancy Pelosi, mientras deshoja la margarita de su futuro político.</P>
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