Sus puntos de color, remedos de pequeños guisantes, quizá de cantos rodados, siempre coloristas y traviesos, simbolizan la minúscula presencia del hombre frente al infinito, un «miserable insecto en un universo increíblemente vasto». Porque, a pesar del color, el sentido del humor y de la cándida imaginería cartoon de sus pinturas e instalaciones Yayoi Kusama (Matsumoto, 1929) cuenta una historia de supervivencia y dolor, en la que la vida quiere vencer a la muerte.
Pintora, escultora, escritora, cineasta y performer, inconformista siempre, Kusama busca en sus obras enigmáticas y alucinógenas respuestas a la angustia, frente a la cual se convierte en una artista total que también domina la música, el diseño, la poesía, la escritura y la moda. A sus 90 años, ella misma, con sus llamativas pelucas rojas y sus vestidos de grandes lunares, se ha convertido en una figura icónica, que fascina en la era de Instagram, y en la artista femenina que más vende en el mundo.
El interés por su obra es tal que tres grandes exposiciones de su trabajo coinciden este verano: una gran retrospectiva en el Guggenheim de Bilbao, Yayoi Kusama, desde 1945, que estará abierta hasta octubre; la instalación inmersiva Habitaciones de espejos infinitos, en la Tate Modern de Londres, abierta hasta fin de septiembre; y una muestra sobre sus últimos trabajos, en la galería David Zwirner de Nueva York.
Además, hace unos meses se inauguró un mosaico de la artista, titulado Un mensaje de amor, directamente desde mi corazón en la estación Grand Central de Nueva York. Y, por segunda vez, Louis Vuitton, ha colaborado con la artista, que ha cubierto de soles, calabazas, flores y, por supuesto, lunares, 450 piezas de las colecciones femenina y masculina, en «una oda al arte y a la audacia». La marca ha instalado también imágenes hiperrealistas de la artista en algunos escaparates de sus tiendas: robótica en la de Nueva York, gigantesca en la de París.
Pero hasta convertirse en estrella del arte global, Kusama ha recorrido un duro camino marcado por el maltrato, varios intentos de suicido y la enfermedad mental, de la que habla abiertamente. El arte ha sido para ella una forma de curación. «Lucho contra el dolor, la ansiedad y el miedo todos los días. Y el único método que he encontrado para calmar mi enfermedad es seguir creando. Pintar me ayuda a mantener lejos los pensamientos de muerte. Ese es el poder del arte», explicaba a la revista Wallpaper, hace dos meses, con motivo de la exposición de Hong Kong.
Kusama nació en Japón, en un entorno rural, de clase media alta de comerciantes agrícolas, muy conservador. Su primer recuerdo son los objetos de papel que fabricaba y pintaba con lunares hechos con sus dedos. De niña sufría alucinaciones. En una de ellas, se vio en un campo de flores que hablaban con ella. Eran como pequeños lunares y ella sentía que desaparecía en ese paisaje infinito. Fue el origen de su «obsesión», como ella misma la ha descrito, por el arte.
Pero pintar no era lo que se supone que debía hacer una mujer, ni estaba bien visto en su entorno que quisiera tener una carrera. Casarse –en un matrimonio concertado, por supuesto– y tener hijos era lo que debía esperar. Su madre, una mujer frustrada y violenta, que la maltrataba y le arrebataba los dibujos, la obligaba a espiar a su padre y a sus amantes, obsesionada por su infidelidad. Fue tan traumático para Yayoi, que desarrolló una aversión al sexo de por vida.
El arte se convirtió en su escapatoria. Cuando no podía comprarse material, pintaba con barro y sacos viejos. Dibujaba sin parar, impulsada por la angustia de no poder acabar sus dibujos. En sus obras de adolescencia ya aparecen sus famosos puntos. Con 20 años, logró convencer a sus padres de que la dejaran matricularse en la escuela de arte para estudiar pintura. Aunque solo estuvo allí un año, de 1948 a 1949, se especializó en un tipo de pintura tradicional japonesa.
Su trayectoria llegó entonces a un punto crucial: descubrió la pintura de la norteamericana Georgia O'Keeffe y empezó a soñar con viajar a EE.UU. y dejar atrás la opresiva vida familiar. Yayoi le escribió una carta: «Sólo estoy en los primeros pasos del largo y difícil camino de ser pintora. ¿Podría enseñarme cómo puedo hacerlo?». O'Keefe le respondió aconsejándole que se trasladara allí y enseñara su obra a todo el que mostrara interés. Sin saber apenas inglés y con billetes de dólar cosidos al envés de su kimono, se embarcó, en 1967, rumbo a Nueva York. Su madre le dijo que no volviera nunca.
Yayoi empezó a frecuentar a los protagonistas de la escena artística: Andy Warhol, Donald Judd, Joseph Cornell (con quien tuvo una relación), Claes Oldenburg y la propia Georgia O'Keeffe. El pop art, el expresionismo abstracto, el minimalismo, el action painting: su obra lo absorbe todo con avidez. Su obsesión por los puntos se muestra en decenas de obras en las que la pintura tiende al infinito, de forma hipnótica. Ella lo llama «la red infinita». Sus happenings exploran también la identidad, la sexualidad y el cuerpo, como en el denominado Grand orgy too awaken the dead, que tuvo lugar en 1969 en la fuente del jardín del MoMA.
Los críticos la acusaban de buscar publicidad. Sus instalaciones inmersivas, como Habitaciones de espejos infinitos, de 1965, empiezan a jugar con los reflejos y los puntos de luz que no tienen principio ni final. «La tierra es solo un lunar entre un millón de estrellas en el cosmos –explica la artista–. Los lunares son un camino hacia el infinito. Cuando fusionamos la naturaleza y nuestros cuerpos con los lunares, nos convertimos en parte de la unidad de nuestro entorno». Se la compara con Jackson Pollock o Mark Rothko.
Pero la escena neoyorquina, donde no siempre es fácil encontrar un lugar si eres mujer, la agota y regresa a Japón en 1973. Desde 1977, vive, por propia iniciativa, en un hospital psiquiátrico, cerca de donde tiene su estudio y trabaja con sus ayudantes, y donde los especialistas practican la terapia artística. En 1993, acompañada por su terapeuta por miedo a que sufriera una crisis nerviosa, representó a Japón en la Biennale de Venecia y se convirtió en una de las grandes artistas reconocidas en todo el mundo.
En 2017 abrió un museo en Tokio dedicado a su obra, cerca de su estudio y del hospital donde vive. «Pinto todos los días, voy a seguir creando un mundo lleno de mensajes de amor, paz, reflejo del universo y de la vida», explicaba recientemente a la revista Art Newspaper. «No siento que haya ninguna diferencia entre lo que hago ahora y lo que hacía en mis comienzos. Nunca me he quedado sin ideas y continuaré mostrando cosas nuevas. Como artista, creo que es importante compartir el amor, la paz y la esperanza con la gente que sufre y no tiene el consuelo del arte».
20 de enero-18 de febrero
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