Una muerte extraña
Una muerte extraña
La historia está llena de muertes absurdas. Crisipo de Solos fue un filósofo griego que murió de un ataque de risa tras ver a un burro comerse unos higos. Y el astrónomo danés Tycho Brahe falleció tras negarse a abandonar la mesa para vaciar la vejiga por no faltar a las normas de cortesía.
A estas podemos sumar claramente la muerte del rey Alejandro de Grecia, tío olvidado de la reina Sofía, desencadenada mientras paseaba por los terrenos de su castillo de las afueras de Atenas junto a Fritz, su pastor alemán. En aquel momento, un macaco rabioso atacó a su perro y cuando el royal intervino para separar a los animales, sufrió varias mordeduras que pronto se infectarían.
Los médicos reales consideraron la posibilidad de amputarle la pierna para salvarle, pero ninguno de ellos fue lo suficientemente valiente como para asumir la responsabilidad de que el rey perdiera una extremidad o de su posible muerte en la mesa de operaciones. Así las cosas, a las 4 de la tarde del 25 de octubre de 1920, el rey Alejandro I moría a los 27 años, dejando tras de sí a su joven viuda embarazada, Aspasia Manos.
A excepción de la abuela de Alejandro, Olga, no se permitió a ningún otro miembro de la realeza griega en el exilio asistir al funeral en la catedral de Atenas el 29 de octubre de 1920. Fue enterrado en el palacio de Tatoi y aunque fue investido rey por derecho propio, en su lápida se lee: «Alejandro, hijo del rey de los helenos, príncipe de Dinamarca. Reinó en lugar de su padre del 14 de junio de 1917 al 25 de octubre de 1920».
El rey Alejandro había nacido en 1893, hijo del rey Constantino I y de la reina Sofía, hermana del último emperador alemán, el káiser Guillermo II. En 1917, el joven ascendía al trono después de que su padre se viera obligado a abdicar. Con la Primera Guerra Mundial a punto de terminar, las fuerzas aliadas de Gran Bretaña, Francia y Rusia exigieron a Constantino, simpatizante alemán, que renunciara o su familia perdería el derecho al trono. El poderoso primer ministro griego, Eleuthérios Venizélos, que estaba del lado de los aliados, organizó una insurrección armada para forzar la situación.
La familia real de Grecia: de izquierda a derecha, el príncipe Alejandro, la princesa Elena, el duque de Esparta, la princesa Irene, el rey Constantino I de Grecia y el príncipe Pablo. /
Como segundo hijo del rey en el exilio, Alejandro no era el heredero al trono. Pero las fuerzas aliadas creían que simpatizaba menos con los alemanes que su hermano mayor, el príncipe Jorge, duque de Esparta. Una vez instalado como rey, el joven e inexperto Alejandro siguió el ejemplo de Venizélos y pronto declaró la guerra a Alemania. Tras el fin de la contienda, el político negoció hábilmente para que Grecia ganara territorio.
Los verdaderos problemas para Alejandro comenzaron cuando quiso casarse con la joven plebeya Aspasia Manos. Nacida en 1896 en Atenas, Aspasia era hija del coronel Petros Manos, ayudante de campo del rey Constantino I. Sus padres eran descendientes de las familias griegas más prominentes de Constantinopla y de los príncipes gobernantes de Valaquia y Moldavia y ella creció muy unida a la familia real griega, pero sin compartir su sangre azul.
Al principio, Aspasia se mostró muy reacia a aceptar las insinuaciones románticas del príncipe. Conocido por sus numerosas conquistas femeninas, Alejandro le parecía poco digno de confianza, además de que sus diferencias sociales impedían cualquier relación seria. Sin embargo, la perseverancia del royal, que viajó a Spetses en el verano de 1915 con el único propósito de ver a Aspasia, acabó por vencer sus recelos.
Profundamente enamorados, se comprometieron, pero sus deseos de casarse permanecieron en secreto. Los padres de Alejandro, especialmente la reina Sofía, nacida princesa prusiana de la Casa de Hohenzollern, no se podían ni plantear que sus hijos se casaran con personas no pertenecientes a la realeza europea. Ante esta oposición, decidieron contraer matrimonio en secreto. Con la ayuda del cuñado de Aspasia, Christos Zalokostas, y tras tres intentos, la pareja consiguió que les casara el archimandrita Zacharistas en la noche del 17 de noviembre de 1919. Tras la ceremonia, el religioso juró guardar silencio, pero pronto rompió su promesa.
Alejandro I y Aspasia Manos en una litografía de la época. /
Cuando se conoció la noticia de esta poco convencional unión, tanto la sociedad griega como la familia de Alejandro la desaprobaron. El arzobispo de la Iglesia católica griega se negó a dar su consentimiento al matrimonio y ambos decidieron escapar a París, donde vivieron temporalmente en el exilio. Alejandro regresó a Grecia varios meses después, pero falleció antes de que el matrimonio pudiera ser reconocido oficialmente. Su única hija, Alexandra de Grecia y Dinamarca, nacería varios meses después de su muerte.
Venizélos aceptó la restauración de Constantino I como rey en diciembre de 1920. El rey consideró el reinado de Alejandro como una regencia, y como su hijo no había tenido su permiso ni el de la Iglesia para casarse, declaró que el matrimonio con Aspasia era nulo y que Alexandra era ilegítima. Finalmente, la reina Sofía medió para que la pequeña fuera legitimada en 1922. Recibió el título de princesa Alexandra de Grecia y Dinamarca y ese mismo año se concedió a Aspasia el mismo título.
Pero esto no mejoró la situación de Aspasia en la corte. Odiada especialmente por su cuñada, la princesa Isabel de Rumanía, tras el golpe de Estado que derrocó nuevamente a la monarquía helena en 1922, una arruinada Aspasia y su hija se fueron al exilio junto a su familia política, encontrando refugio en casa de la reina Sofía: Villa Bobolina, cerca de Florencia.
Desde allí comenzaría un peregrinaje que la llevaría desde Venecia hasta Londres, donde vivió durante la Segunda Guerra Mundial. Viuda durante muchos años, su suerte pudo cambiar en 1933, cuando estuvo a punto de casarse con el adinerado príncipe siciliano Starrabba di Giardinelli, pero este murió repentinamente de fiebres tifoideas antes de pasar por el altar junto a ella.
En 1944, su hija Alexandra se casó con el rey Pedro II de Yugoslavia, y Aspasia se convirtió en abuela con el nacimiento del príncipe heredero Alejandro un año después. La princesa murió en Venecia en 1972, tras pasar por numerosas penurias económicas, y fue enterrada en la isla de San Michele. La princesa Alexandra fue, por matrimonio, la última reina de Yugoslavia y falleció el 30 de enero de 1993 tras una vida marcada por la anorexia y la depresión. Ese año los restos de ambas se trasladaron al panteón real del Palacio de Tatoi.