En 2022 muchos se sorprendieron cuando Felipe VI y Alberto de Mónaco comieron juntos en La Zarzuela. No era, ni mucho menos, una estampa habitual. La relación entre nuestros Borbones y los suntuosos Grimaldi monegascos no es precisamente fluida ni en lo oficial ni en lo extraoficial, e incluso ha tenido evidentes altibajos.
El más sonado ocurrió cuando Alberto de Mónaco tiró por tierra las ansias de olimpismo madrileño en 2005 por preguntar por el terrorismo en España en plena reunión del Comité Olímpico Internacional. Sus majestades de España respondieron este gesto monegasco con un histórico plantón de los reyes a la boda de Alberto y Charlène años más tarde.
Pero la escasa relación de ambas familias viene de lejos, concretamente de los tiempos en los que la reina Federica, la madre de la reina Sofía , se negaba a congeniar con los «advenedizos» monegascos, la Princesa Grace y el príncipe Rainiero III.
En aquel entonces Mónaco atravesaba su época más extraña. Había vivido una especie de revolución popular mientras cuatro pretendientes al trono distintos aparecían un día sí y otro también en la prensa disputándole públicamente el puesto al príncipe Rainiero.
Y ese era el verdadero problema para la reina Federica de Grecia , que distaba mucho de hacer oídos sordos a aquellos que aseguraban que Rainiero III no era el legítimo gobernante del principado. Con este ruido de fondo la monarca helena se unió al bando de los royals que criticaban en público y en privado al pequeño principado y sus gobernantes.
La reina Federica consideraba que un príncipe ilegítimo y una actriz de Hollywood con fama de perseguir hombres casados no estaban a su nivel y no le temblaba el pulso para recordárselo a menudo.
En este contexto de crisis y ninguneo se celebró lo que la prensa de la época decidió bautizar como «el gran baile de los reyes»: una gala de postín en Nápoles donde se esperaba que acudiera el who is who de la realeza europea, Grimaldi incluidos. Pero ni Grace Kelly ni Raniniero aparecieron por allí, «decidieron» declinar la invitación. Un desplante royal en cuyo centro se encontraba la todopoderosa y temperamental reina Federica.
La revista Garbo aseguraba en aquel momento que «La soberana tenía sus buenos motivos para no desear que en la fiesta participaran los príncipes de Mónaco». Los presentes a la gala aseguraron que Federica llegó a decir «Si viene esa actriz que juega a ser princesa, yo me voy». Pero la decisión de la reina tenía un motivo oculto.
Entre las muchas virtudes de la madre de la reina Sofía no estaba, precisamente, el ser poco clasista. Su linaje era impoluto y exigía al resto de cabezas coronadas que compartían la misma habitación con ella lo mismo. Por ejemplo, Federica jamás habría consentido que sus vástagos hubieran emparentado con burgueses por muy multimillonarios que fueran.
De hecho ni «Juanito el de Barcelona» le pareció suficiente para su hija Sofía, toda una princesa de Grecia. Sofía pertenecía a una monarquía reinante, mientras que «Juanito» era hijo del Conde de Barcelona, y a pesar de descender de 17 reyes de España, languidecía en el exilio.
Motivos más que suficientes para que la reina Federica llamara a su yerno, Juan Carlos de Borbón , «tenientillo de nada». Con semejante exhibición de prepotencia royal en público y en privado nadie esperaba que la reina griega hiciera buenas migas jamás con los Grimaldi.
Pero, además Federica, alemana de pura cepa (de hecho, se apellidaba Hannover), manejaba entre bambalinas otro conflicto con Rainiero. Que el marido de Grace Kelly se hubiera alzado con el poder del pequeño peñasco en la Costa Azul francesa por encima de las pretensiones de otra familia alemana de mejor pedigrí, los Wurtemberg, era un insulto a todo lo que Federica de Grecia respetaba.
Los padres, abuelos e incluso bisabuelos de Rainiero III eran todos personajes divorciados y conflictivos generadores de numerosos escándalos e hijos fuera del matrimonio que enturbiaban su linaje y generaban dudas sobre quién debía, en realidad, mandar en Mónaco.
En el Gotha alemán, que es algo así como la Biblia de los reyes, princesas y nobles, la princesa Carlota, madre de Rainiero, aparecía claramente descrita como hija natural del príncipe Luis II, es decir, ilegítima. Y la propia normativa monegasca deja fuera de la línea sucesoria automáticamente a los hijos naturales de los gobernantes y los descendientes de los mismos.
Para Federica, ni Raniero III ni mucho menos su esposa actriz eran dignos de pasearse por los círculos de las monarquías europeas. El hecho de que el legítimo descendiente del trono monegasco, el duque de Urach (de la familia Wurtemberg) renunciara formalmente y por escrito a sus derechos sobre Mónaco en 1924 a Federica parecía traerle sin cuidado. Simplemente esa gente no debería estar ahí.
Que mientras Federica alzaba la nariz la más borbónica de los Borbones, la reina Victoria Eugenia, se llevara a partir un piñón con Grace Kelly, y que su hija mayor, Carolina de Mónaco, acabara convertida décadas más tarde en princesa de Hannover, el mismo apellido con el que nació la última reina griega, se ha convertido, sin duda, en un acto de justicia poética y karma ante tanto desplante.
20 de enero-18 de febrero
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