Hubo un tiempo en el que Juan Carlos de Borbón era el soltero de oro de las monarquías europeas a pesar de no tener reino en el que reinar. El mismo tiempo lejano en el que la reina Sofía bebía los vientos por él y celaba del resto de princesas a las que se acercaba «Juanito», entre ellas, la princesa Diana de Francia.
Diana de Orleans, princesa de Francia desde su nacimiento y duquesa de Württemberg tras su boda con Carlos de Württemberg en seguida supo que en su vida se iba a alternar lo mejor y lo peor. Nació en Brasil en el seno de una familia numerosa, en pleno exilio de sus padres, los condes de París, y su juventud fue una sucesión de viajes por el mundo.
Aunque su infancia podría haber sido tan triste y amarga como fue la del emérito, la princesa francesa eludió el plomizo carácter gris que caracteriza a los nobles exiliados y desarrolló un carácter vibrante, creativo y especialmente rebelde.
Con el tiempo ese carácter le llevó a situaciones increíbles como afirmar con 12 años que había visto un OVNI en Francia (y confesarlo así en los medios) o a darle calabazas al hijo de los condes de Barcelona porque prefería bailar descalza con el patito feo y germánico de la fiesta, el duque Carlos de Württemberg.
Su actitud la acabó convirtiéndo en un verso suelto en los esquemas royals de la época. Su propio padre la llamaba «el pequeño diablo» y ella misma aseguró que durante su infancia pasó más tiempo castigada que libre. Aún así nadie consiguió meterla en cintura.
Para cuando Juanito y Carlos el alemán cayeron rendidos a sus encantos (era guapa a rabiar), Diana de Francia disfrutaba de sus primeros pequeños actos simbólicos y públicos de rebeldía, desde fumar a pintarse las uñas de rojo.
De su Brasil natal Diana apenas podía contar nada. Sus primeros recuerdos se remontaban a Marruecos, segunda ciudad de exilio de los condes de París. De ahí la familia se instaló en Pamplona y después en Portugal, donde sus padres y los condes de Barcelona, también en el exilio, se hicieron íntimos.
Mientras los progenitores intimaban y los condes de París esperaban que les permitiera regresar a Francia, Diana se entretuvo forjando una amistad (y según algunos rumores algo más) con el adolescente que se acabaría convirtiendo en rey de España, Juan Carlos de Borbón. « De jóvenes jugábamos juntos muchas veces. Ellos eran «los primos de Barcelona» y nosotros «los primos de París»».
Para Diana de París, «Juanito» fue un adolescente gentil y un monarca gentil, al que siguió defendiendo contra viento y marea incluso después del famoso episodio de Botsuana. Para Juan Carlos de Borbón Diana de Orleans fue un interés amoroso evidente durante su juventud ya que tenía todo lo que le gustaba en una princesa en sus tiempos mozos.
Y para la tercera pata de esta historia, Sofía de Grecia, Diana de París era el enemigo a batir y la amiga íntima del rey de la que jamás se libraría: tuvo que compartir la isla de Mallorca con ella verano tras verano. Diana de Orleans disfrutaba del verano balear en un palacete propio en la localidad Esporles, llamado Flor de Lys, donde sus hijos jugaban con los del rey Juan Carlos.
Condenadas a verse y entenderse al final la reina Sofía hasta acabó escribiendo un prefacio para uno de los libros editados por Diana de Orleans con fines benéficos. Eso sí, cuando llegó la hora de casar a la infanta Elena, los hijos de la de Orleans quedaron descartados.
Pero la actual emérita podría haberse evitado el sufrimiento. Desde aquel crucero amañado por sus padres los monarcas griegos para casar a sus tres hijos el destino amoroso de Diana de Orleans ya estaba escrito: casarse con Carlos de Württemberg, el muy germánico heredero de la casa real alemana más acaudalada de todas.
Con su boda en 1960 con Carlos su familia cerraba un círculo de alianzas con la rica familia alemana que había iniciado el hermano de Diana, Enrique de Orleans , al casarse en 1957 con la hermana de Carlos, María Teresa.
La unión entre Enrique y María Teresa acabaría en el peor de los escándalos cuando el hijo de los condes de París abandonó a su mujer y sus cinco hijos, dos de ellos con graves discapacidades mentales. De ambas tragedias familiares, la traición y el abandono infantil, Diana de Francia tomó buena nota, y decidió desde entonces dedicar su esfuerzos a subsanar ambos errores.
Desde el «reino» de la familia de su esposo, Baden Württemberg, en el que su marido tenía el poder (y la fortuna) de un auténtico monarca, Diana de Orleans construyó una vida alejada por completo de la que llevó su hermano y casi opuesta a lo que se esperaba de ella como miembro de la realeza.
Poderosa y carismática en su reducto alemán se la conocía como «madre del país» al estilo ruso donde se denomina «madrecitas» a las zarinas. Desde su primer parto (y dio a luz seis veces, casi a un niño por año) Diana de Orleans se negó a compartir la infancia de sus hijos con nannies o cuidadoras, a sus hijos los quería educar ella. «Antes contratas a una cocinera que a una nanny», le dijo a su esposo.
En contra de la frialdad habitual y el desapego con el que otras royals criaban a sus descendientes, Diana de Orleans era tan cariñosa con sus hijos en público, incluso ya de adultos, que en una fiesta asistió a una pelea entre uno de ellos con su novia cuando la muchacha le preguntó «¿Quién es esta con la que estás coqueteando?».
En contra de su posición tampoco se sentía interesada en convertirse en una princesa bling bling de portada de revista. De hecho diseñaba sus propios vestidos para no someterse a la dictadura de «lo que se lleva este año». «Para que decida el diseñador de turno, decido yo» era su leitmotiv.
Pero su vida que parecía ideal y alejada de todo tópico (se la conoció más como escultura que como princesa) se tiñó de tragedia en 2018, cuando su primogénito Friedrich falleció en un accidente de tráfico. «Este chico era mi sol», repitió una y otra vez en el entierro de su heredero mientras abrazaba a su nieto.
La muerte de Friedrich hizo que Diana de Orleans se volcara aún más en sus labores filantrópicas llegando a subastar en tres días más de 500 objetos y vestidos de alta costura en París para dedicar lo recaudado a distintos proyectos solidarios en Paraguay.
Hace apenas un mes, del brazo de ese mismo nieto que es ahora el jefe de la casa real de Württemberg, desfiló hasta la misa funeral de su esposo Carlos de Württemberg que falleció en junio. La princesa de sonrisa eterna capaz de abanicarse en las bodas de sus hijos con un abanico en el que había escrito «Sí quiero» en español estaba seria, pero entera.
Ya ha cumplido 82 años pero todavía puede dar alguna sorpresa. Al fin y al cabo, como ella misma declaró hace ya décadas: « Yo no soy princesa de «jet set», creo que la jet lo que hace muy a menudo es perder el tiempo, y yo no tengo tiempo para perder».
20 de enero-18 de febrero
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