A Sofía de Grecia le enseñaron a mantener un gesto impasible para proteger su vulnerabilidad. Por eso, ante la tumba de su padre, que había muerto hacía seis días, no derramó ni una lágrima. «Sabía desde niña que los sentimientos no se exponen en público», describe la escritora Carmen Gallardo en La última reina. Fue uno de los muchos momentos críticos en los que la reina se mantuvo impertérrita ante el caos o los dramas.
De luto, con sus largos guantes y sus perlas, se mostró serena. No la derrumbaron ni siquiera los acordes de La pasión según San Mateo, de Bach; la pieza que sonaba en el último adiós de Pablo I de Grecia.
Estas escenas que marcaron la vida de la reina las retrata Gallardo en un libro que considera «un cuaderno de campo que engarza fragmentos recogidos a lo largo de una vida y su interacción en un contexto histórico». Ante el cuidado que suelen tener los reyes, la autora se atreve a recrear anécdotasque pueden tener más veracidad que las entrevistas medidas que ha concedidola casa real.
En el momento del fallecimiento de su padre, Sofía tenía 25 años, ya había sido madre y su misión era luchar por restaurar la monarquía española en medio de la dictadura. Se había casado hacía dos años con Juan Carlos de Borbón y, tras su luna de miel, se habían mudado a La Zarzuela.
La princesa griega, hija de los reyes Federica de Hannover y Pablo I de Grecia, no era voluble ni una frívola abducida por la comodidad y el lujo. Todo lo contrario, su vida estuvo en vilo desde que era muy pequeña. A los dos años vivió el exilio por la invasión de las tropas nazis en Atenas. Los próximos cinco años y medio los pasó en 11 casas de países diferentes, lo que la curtió en la inestabilidad.
La boda con Juan Carlos fue para toda la familia un alivio. La madre, Federica, y su hija Irene viajaron de su exilio en India al hogar de los reyes. Allí, la mujer de Pablo I de Grecia solía discutir su nuero, el actual rey emérito.
A esas tensiones se unía el hecho de que, cuando se instalaron en Madrid, el dictador Francisco Franco les insistió que evitaran las cenas informales con familiares, las fiestas con amigos o las borracheras con artistas. Los seis primeros años en Madrid vivieron en la Zarzuela como si fuera una copia de El Pardo, un lugar aburrido y sin ruidos.
Aunque estaba rodeada de guerras y conflictos, Sofía no era una reina temerosa, según retrata Gallardo. Lo demostró en 1971, cuando los príncipes de España presidían un acto religioso en la Iglesia de San Francisco el Grande (Madrid). El evento era para hijos de militares y al terminar se dieron cuenta de que el edificio estaba rodeado por un grupo de estudiantes que gritaban en contra del régimen.
Los encargados de seguridad les advirtieron de que corrían peligro, y Juan Carlos intentó proteger a su mujer. Él quería salir y que ella esperara dentro del local a que llegaran los coches. Sofía no solo mantuvo la compostura, también decidió acompañar a su marido, con determinación y sin mostrar ni un ápice de miedo.
El matrimonio entre los reyes ya había empezado de una manera excéntrica. El joven Juan Carlos le lanzó una cajita a Sofía y le gritó: «¡Cógelo!». Como un juego, le tiró su anillo de pedida; un aro de oro con dos rubíes redondos, engarzados en una línea de diamantes, según explica el libro.
Ella agarró el estuche. El gesto sucedió delante de las dos familias, durante una cena organizada por la reina Federica en el hotel Beau-Rivage de Lausana. Esa anécdota concluyó con una triple boda: católica, ortodoxa y civil.
Después llegaron las tragedias, los rumores, las imágenes de amantes. Y los nombres: la reportera gráfica Queca Campillo, la vedette Bárbara Rey, la empresaria Corinna Larsen... Una larga lista ya que, según el historiador Amadeo Martínez, el rey se ha acostado con unas 5.000 mujeres.
¿Por qué lo permitió Sofía? «La historia hablará bien de mí», afirmaba la reina entrevista en 2008 por sus 70 años. De hecho, la biógrafa Pilar Eyre ha asegurado que la monarca, no solo sabe de los entresijos turbios de Juan Carlos; sino que le ha exigido que impida que se hagan públicos.
Sofía ha aprendido a cargar con el peso sin que se note en los momentos más duros. Lo cuenta Pilar Eyre: «Si pregunto qué siente la reina por el rey, me contestan: «La indiferencia más absoluta. Esa sonrisa que exhibe en las fotos junto a él se apaga cuando se quedan solos y se va cada uno por su lado».
La reina Sofía ha luchado por el amor personal y por el social, en España y en su país natal. Le costaba comprender la actitud intransigente de los griegos, su repudio por la boda de sus padres; un príncipe con una nieta del káiser, según retrata Gallardo.
El rechazo no tenía límites, hasta el punto de que la misma noche que murió su madre, el presidente Constantinos Karamanlís declaró por la radio: «Hoy se ha extirpado el cáncer del cuerpo de una nación».
Ese día Sofía se vio sobrepasada. Federica de Grecia falleció de manera repentina mientras su hija estaba de vacaciones, esquiando en Baqueira. Su madre había sido su apoyo ante las deslealtades del rey, la había animado para que siguiera casada y la había acompañado para que se sanara mentalmente en un viaje por la India.
Era su fortaleza en el día a día y se fue de imprevisto. En febrero de 1981 se iba a someter a una blefaroplastia en una clínica de Madrid, una cirugía estética muy sencilla. Nadie se esperaba que ese día sufriera un infarto masivo cuando se recuperaba de la anestesia, a sus 63 años.
«A pesar del dolor inmenso por la pérdida y por el impacto de una muerte inesperada, la disciplina inculcada desde niña afloró, como aquel día en que su madre la obligó a acudir a un acto protocolario con una sonrisa en los labios a pesar de padecer un intenso dolor de muelas», describe Gallardo sobre su estoicismo a sus ocho años.
Aguantó la tortura que atravesaba de cara al público, pero se dejó llevar en privado. «Cuando entró en la salita donde se encontraba el cadáver, cerró la puerta y, durante todo el tiempo que permaneció junto a su madre, el personal la oyó llorar desconsoladamente», cuenta Jaime Peñafiel.
Cuando sí se le escaparon las lágrimas delante de otras personas fue junto al rey emérito Juan Carlos I. Ocurrió en 1993, durante el funeral de Juan de Borbón y Battemberg. Solo consiguió emocionarla ver a su marido llorar. Esa excepcionalidad les puso en el foco mediático, algo que no fue de su agrado. No confesó su dolor hasta tres años después: «Sentí un vacío muy grande con la muerte de mis padres y con la de Don Juan».