colecciones privadas

Viaje a las islas del arte

Los grandes coleccionistas han trasladado sus mejores piezas a museos ubicados en islas de su propiedad, para ofrecer a los aficionados al arte una experiencia personalizada, imposible de replicar en pinacotecas convencionales.

eduardo bravo

Tradicionalmente, las islas han tenido un papel destacado en la historia del arte. En el archipiélago polinesio, Gauguin pintó sus mejores lienzos; Lanzarote fue la isla en la que el canario César Manrique desarrolló casi toda su obra y, hace un par de años, la antigua isla militar de Vallisaari acogió la Bienal de Helsinki. Fue también en las islas Allen y Benner, en la región estadounidense de Maine, donde el pintor Andrew Wyeth encontró la inspiración para pinturas que son ya clásicos del arte norteamericano del siglo XX. Tras su muerte, y después de que la universidad de Colby adquiriera sendas islas a la viuda del pintor, son muchos los artistas que se trasladan a alguna de ellas para crear sus obras, gracias a los programas de la institución educativa.

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Museo del Colby Collage, en las islas Allen y Benner (Estados Unidos).

La Benesse Holdings y la Fukutake Foundation son dos de las organizaciones que abrieron esta senda cultural tras convertir la isla de Naoshima en uno de los enclaves museísticos más importantes del mundo. Situada en la prefectura japonesa de Kagawa, a casi ocho horas de automóvil de Tokio y sin acceso directo por avión, Naoshima posee galerías para exposiciones temporales; un museo al aire libre que cuenta con, entre otras piezas, las calabazas gigantes de Yayoi Kusama; un museo dedicado a James Bond o el centro Tadao Ando, en cuyas salas están colgados los nenúfares de Claude Monet. En este edificio, que lleva el nombre del arquitecto japonés que lo proyectó, los lienzos del pintor impresionista pueden ser disfrutados con luz natural. Se rompe así la tendencia de los museos convencionales, en los que la luz artificial no sólo es una cuestión ornamental o de diseño, sino una herramienta para facilitar la conservación de la obra.

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Yellow Pumpkin, de Yayoi Kusama, en Naoshima (Japón).

Tampoco es necesario desplazarse a lugares remotos para disfrutar de estas islas del arte. En la Illa del Rei, ubicada en el puerto de Mahón, la galería Hauser & Wirth ha abierto un centro con exposiciones temporales que invitan a los visitantes a reflexionar sobre el entorno, los habitantes del lugar y los retos a los que unos y otros se enfrentan a causa del cambio climático o el turismo.

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Spider (1994), de Louise Bourgeois, en la galería Hauser&Wirth de la Illa del Rei (Menorca).

Y cuando no hay isla, se crea una artificial. Ese es el caso del Museo de arte de Pingtan, proyecto de MAD Architects construido en hormigón mezclado con arena y conchas marinas, que se integra en el entorno y que, con sus más de 40.000 m2 de extensión, pretende ser el museo privado más grande de Asia.

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Elogio del vacío VI, de Eduardo Chillida, en la galería Hauser&Wirth de la Illa del Rei (Menorca).

Iniciativa privada

Artificiales o naturales, lo que es innegable es que el auge de estas ínsulas del arte es responsabilidad de la iniciativa privada y tiene su origen en el deseo de los grandes coleccionistas de trasladar sus obras a lugares exóticos. Una tendencia que suele ir acompañada de la construcción de edificaciones vanguardistas, firmadas por arquitectos de fama internacional y cuya finalidad es tanto exponer las piezas como servir de alojamiento a aquellos que desean disfrutar de ellas en un escenario exclusivo y sin la masificación de los grandes museos.

« Comprarse un terreno para hacer alarde de una colección de arte no es novedad. Un ejemplo de ello es el Parque de los monstruos de Pier Francesco Orsini, duque de Bomarzo, o los jardines suntuarios de los Médici o los Borghese», explica Joaquín Jesús Sánchez, crítico de arte y escritor, que destaca cómo «en cada época histórica, el poder ha usado a los artistas para impresionar a las visitas: los embajadores que tenían audiencia en el Palacio Apostólico, por ejemplo, debían recorrer la Sala de Cartografía de camino a la reunión, para que les quedase claro el poder terrenal de la Iglesia. El mismo cometido tenían las pinturas de batallas o las alegorías mitológicas. Sospecho que el paseo hasta este tipo de islas cumple la misma función: epatar al visitante por el camino».

Arte y rentabilidad

Si bien los centros de arte de estas islas, así como sus instalaciones hoteleras o de restauración, están abiertos a cualquiera que desee visitarlos, lo exclusivo de la propuesta hace que los ingresos que se generan difícilmente puedan cubrir los gastos del proyecto arquitectónico, la conservación de la colección y cualquier otra inversión asociada al mantenimiento. Por eso no es extraño que a la decisión de trasladar allí las colecciones se sumen otras razones.

Patrizia Sandretto Re Rebaudengo, que tiene parte de su colección de arte en la isla italiana de San Giacomo.

«Por nuestra experiencia, las personas con importantes recursos económicos acostumbran a poseer estructuras societarias complejas, incluidas fundaciones sin ánimo de lucro, y se encuentran perfectamente asesoradas a nivel jurídico para buscar la manera en que estas estructuras sean, dentro de la legalidad, lo más efectivas posibles a efectos de desgravación de impuestos y aplicación de beneficios fiscales», explican Beatriz e Isabel Niño, socias fundadoras de Nial, despacho dedicado al derecho del arte y radicado en Barcelona.

«Aunque los gastos que genera semejante inversión no vayan a tener un retorno con los ingresos por visitas, puede ser la propia inversión, y no su rendimiento futuro, el objeto de la posible desgravación o de la compensación de ganancias en otro de los vehículos inversores que se utilicen», explican desde Nial, donde destacan otra ventaja de tener una isla de arte con puerto propio: disfrutar de una regulación más flexible en la circulación de bienes culturales. «Habría que analizar jurisdicción por jurisdicción para ver si la normativa que se aplica en ese país es favorable a desgravaciones fiscales en el ámbito cultural».

A pesar de su atractiva propuesta, en el binomio formado por las islas y el arte suele primar la exclusividad del destino sobre la calidad de la propuesta museística. Como explica el crítico Joaquín Jesús Sánchez, salvo contadas excepciones, «ninguna colección privada puede competir con los grandes museos. De hecho, si una colección crece lo suficiente en importancia, no solo en número, termina convirtiéndose en un museo: ahí están los Guggenheim o, poniéndonos domésticos, Helga de Alvear. Parte de la gracia de tener obras maestras es enseñarlas, por lo que puede parecer un contrasentido llevar los cuadros a un atolón».

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Vista aérea de la isla de Skorpios, que fue propiedad de Aristóteles Onassis y de la que ahora es dueño Dmitry Rybolóvlev.

Entre esos adinerados personajes que poseen su propia isla del arte se encuentran nombres como Dmitry Rybolovlev, dueño de Skorpios, anteriormente en manos de Aristoteles Onassis; Patrizia Sandretto Re Rebaudengo, que ha trasladado parte de su importante colección de arte a la isla de San Giacomo; Édouard Carmignac, propietario de un terreno en la pequeña Porquerolles, una isla situada en el sur de Francia que acoge la fundación que lleva su nombre o la baronesa Francesca Thyssen-Bornemisza, directora creativa de Lopud 1483, isla de arte ubicada en Croacia.

Francesca Thyssen-Bornemisza en Lopud 1483, la isla croata que alberga parte de su colección.

«Llegué a Dubrovnik poco después de que se levantara el sitio de guerra, en mayo de 1992 –cuenta Francesca Thyssen-Bornemisza–. Mi familia había sido mecenas de arte durante generaciones y conservaba una de las mejores colecciones privadas de Europa. En ese momento, estaba preocupada por la destrucción del patrimonio cultural de Croacia y ayudar a salvarlo se convirtió en mi prioridad. Trabajé con las autoridades locales durante 10 años para restaurar los tesoros renacentistas de sus iglesias. Instalamos un estudio en el magnífico monasterio franciscano, en el casco antiguo, y nos hicimos amigos de los monjes. Un año después, el padre Pio Mario me llevó en barco a Lopud para mostrarme las ruinas del monasterio de Nuestra Señora de la Cueva, ¡y me enamoré! Las paredes aún podían hablar: conservaban su carácter sagrado tras más de un siglo de abandono. Lo que necesitaba el lugar era amor, dedicación, una mirada sensible y mucha paciencia», explica la aristócrata, que define Lopud como un lugar de curación, asombro y alegría, una experiencia que justifica la travesía. λ

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