«Si en algún momento topan con algunas de las historias que pueblan mis libros, por favor créanselas. Créanselas porque me las he inventado». Así cerraba su discurso la gran Ana María Matute al recibir el Premio Cervantes en 2010. Lo más probable es que después lo celebrara por todo lo alto con un whisky. Seguramente brindando por Hans Christian Andersen.
Para entonces, esta excepcional cuentista ya era académica de la lengua, desde 1998, aposentándose en el sillón K. La letra de Kafka, de Kundera, de Kipling y de Conrad, que en realidad se escribe con K. Como ellos, Matute se había coronado con innumerables honores por las hazañas de sus ficciones. La misma Carmen Laforet dijo tras leer su primera novela, Los Abel (1948), que Ana María poseía la felicidad de contar. Algo parecido al elixir de los cuentos medievales.
Es curioso, o tal vez mágico, que naciera el mismo año que Carmen Martín Gaite . Ambas llegarían a los 100 este 2025. Y, como Gaite, también Ana María Matute irrumpió con todo su poderío en el panorama literario de los años 50, que era cien por cien masculino. Pasó cuando resultó ganadora del Planeta con Pequeño teatro (1954) casi recién estrenado el premio, y la prensa de la época dijo sin remilgos que «contra todas las previsiones también ahora ganó una mujer (frente a hombres importantes)». Para no escandalizar al personal, se aclaraba que, pese a sus veleidades, era una madraza, incluso un primor en el zurcido y las labores de cocina.
Menuda era la prodigiosa autora de Olvidado rey Gudú, libro magistral que la rescató en los años noventa de un duro e injustificado olvido. Para ella, su testamento literario. Había nacido en 1925 en el seno de una familia burguesa catalana, la segunda de cinco hijos, y fue una niña de cuarto oscuro y altos vuelos imaginativos. De madre severa, colegio de monjas temibles, veranos con los abuelos en su querido Mansilla de la Sierra (La Rioja) e inocencia interrumpida por el estallido de la guerra.
Por cierto, Mansilla quedó sepultado por el pantano como la mejor de las metáforas. Un mundo que se extinguía y solo quedaba contarlo. Al respecto dijo: «No sé lo que es ser escritora. Es como si naces tuerta, o alta y rubia, o baja y morena, o eres un señor con bigote. Cuando naces, ya está decidido».
Nunca pudo evitar trasladar lo novelesco a su relato vital. Lo decimos porque a su primer marido, Ramón Eugenio de Goicoechea, con el que se casó en aquella España de los sesenta, le apodó el Malo. La separación, impensable entonces (1963), le costó perder sus derechos como madre y ver a su único vástago, Juan Pablo, nada más que los sábados, y ello gracias a la generosidad de su suegra.
Tres años tardó en recuperar la custodia. Fue entonces cuando viajó a Estados Unidos como profesora de literatura y conoció a quien sería su pareja, el francés Julio Brocard, alias el Bueno. Después vinieron los años en Sitges, los de la Gauche Divine, con Carlos Barral, los hermanos Goytisolo, Ana María Moix o los Tusquets. Por su casa pasó hasta Cortázar. Brocard falleció en 1990, curiosamente el día del cumpleaños de la escritora, el 26 de julio.
Atrás quedaba el premio Nadal, conquistado en 1959 con Primera memoria, que había escrito a mano en una libreta escolar y presentó con el pseudónimo Eduardo Ayala. Ana María mostraba al mundo a sus personajes enfrentados a una realidad hostil, pero en medio de una inaudita poesía. Abría también las páginas de lo literario a los recuerdos, deslumbrada ya ante lo inabordable de la condición humana, y componiendo al tiempo el retrato de su generación, la de los niños de la guerra.
En su caso, niños burgueses cayendo de su cielo. De las nubes al barro. De las vacaciones en Zarautz a las colas del pan. De hecho, el estallido pilló a los Matute con las maletas hechas para las vacaciones en el citado paraíso guipuzcoano. Nunca partieron. Ella andaba ya refugiada en la literatura.
Más allá de los apuntados, ganó el Café Gijón con Fiesta al Noroeste (1952), el Nacional de Literatura con Los hijos muertos (1958), el Nacional de Literatura Infantil y Juvenil con Solo un pie descalzo (1984) y el Nacional de las Letras Españolas por el conjunto de su obra (2007). Hay que subrayar que nunca fue solo una escritora para niños, como se la quiso encasillar por puro prejuicio. Y sí presa fácil de la censura, desbordante y desprejuiciada como era. Su libro Luciérnagas, por ejemplo, estuvo años sin poder publicarse. Cela, que fue amigo, era un entusiasta de Los niños tontos.
Quien no inventa no vive. Así se tituló la exposición que le dedicó el pasado otoño el Instituto Cervantes como preludio de su centenario y homenaje por los diez años de su muerte (2014). Servía no solo para descubrir a la escritora sin límites , sino también a la dibujante. Ana María Matute pintaba siempre a sus criaturas antes de echarlas a la intemperie de sus mundos imaginados con el abrigo o no de la fantasía.
A quién puede extrañar entonces que al depositar su legado en la Caja de las Letras del Cervantes en 2009 proclamara: «La literatura es mi vida». Cinco años después fallecía y una palabra quedaba huérfana en su traqueteada máquina de escribir: Mada. Era el nombre de la tata de la novela que dejó inacabada, Demonios familiares. Al ingresar en la RAE lo había dejado claro una vez más: «Yo solo sé escribir historias porque estoy buscando mi propia historia, el deseo de una posibilidad mejor».
20 de enero-18 de febrero
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