Josep Maria Esquirol es filósofo, ensayista y profesor en la Universidad de Barcelona. / /
«Una propuesta luminosa y esperanzada en tiempos de desorientación». Así se presenta el libro La escuela del alma, de Josep Maria Esquirol (Sant Joan de Mediona, 1963). Suena muy bien. Pero lo que sigue es aún mejor: «Una conspiración singularísima, la orden filosófica del amor».
Un momento, ¿estamos en la Academia de Platón? ¿Nos hemos dado de bruces con Sócrates en la vieja Atenas? El «liceo» de este filósofo, ensayista y catedrático se llama nada menos que «escuela del alma» y promete no la vida eterna, sino «una vida madura, fecunda y espiritual». Desde luego, otra forma de eternidad.
Además -lo dice en sus páginas-, la puerta está abierta, no hay paredes ni techos; sí nubes, letras, números, herramientas, pájaros y sueños. Todo muy exquisitamente alentador y socrático. Esquirol insiste en ir contracorriente, como el salmón, hacia las fuentes, a lo básico. En repensar las cosas, practicar la resistencia íntima, defender el umbral, no asimilarse y restaurar, como si fuera un catedral, el sentido común y la confianza. En su opinión, «sobran etiquetas, test, encuestas, protocolos…».
Adelantamos que esto es filosofía, pensamiento, nada que ver con los prontuarios de autoayuda . El índice ya anticipa capítulos que son un caramelo vital con el que deleitarse; en ningún caso tragárselo entero. «Felices aquellos que van a la escuela: cruzarán el umbral». «Felices los que encuentran buenos maestros: se acordarán de ellos». «Felices los que van contra el destino: ya son origen». Y así hasta diez, que es el número del que están hechos los decálogos. Una versión moderna y bellamente útil de las bienaventuranzas.
Josep Maria Esquirol es el profesor de Filosofía que todos querríamos tener, o haber tenido. En este sentido, La escuela del alma: De la forma de educar a la manera de vivir (Acantilado) aparece como una clase magistral (de maestro) en la materia. Y, como tal, conviene prestar atención. También así seremos felices «porque entrenaremos nuestro espíritu para recibir».
Lo reconocemos. Hemos sucumbido a los cantos de este filósofo de proximidad , un docente agradecido, un pensador a la manera de Rodin. Nos hemos dejado llevar por las elocuentes palabras que guían sus páginas: contemplación, creación, enseñanza, compañía, mundo. También embelesa su prosa, llena de enseñanzas, muy cercana y suficientemente poética. Si resulta laberíntica, él mismo nos dará el hilo para no perdernos. Un ejemplo: «Quien da gracias a la vida no ignora la oscuridad. Quizá porque no ignora la oscuridad, da gracias».
No hay floritura alguna en sus escritos, sino puro ejercicio filosófico. Detrás de estas lecciones hay mucha serenidad y reflexión, múltiples y agudas lecturas, además de tres décadas de entregada docencia en la Universidad de Barcelona. Preceden a La escuela del alma otros libros igualmente celebrados, como Humano, más humano: Una antropología de la herida infinita (2021), La penúltima bondad: Ensayo sobre la vida humana (2018) y La resistencia íntima (2015), que le valió el Premio Nacional de Ensayo en 2016.
El profesor recuerda que la escuela es una cima, «un lugar que tiene sentido por sí mismo», fuera de la lógica de la eficacia y del rendimiento, fuera del «economicismo». Un lugar de igualdad y de libertad básicas, por si lo habíamos olvidado. «Casi como un paradigma de la república: todos los alumnos igual de libres», escribe. La llama «la escuela de la no indiferencia». No indiferencia es igual a cultivo de la bondad.
Su filosofía de la proximidad, matiza, no es pesimista ni optimista. Parte de la premisa de que «es necesario trabajar para que mañana se pueda seguir trabajando». O lo que es lo mismo: «Ser obrero de mundo», porque «la amenaza de la barbarie y de la oscuridad es muy grande». Nos traslada que « el alma es la vida de la vida», que cada lugar tiene su luz, que « la filosofía busca la diferencia , para entender». Hay que estar atentos y tomar nota.
En La escuela del alma, los niños tienen que volver a ser niños: «Hacer del niño una especie de preciudadano es un error y lo es aún más proyectar en su ámbito las dinámicas y las obsesiones de la sociedad adulta». Ni emprendedores ni líderes. «Los niños deben salvarse de la excesiva exposición y de ciertas preocupaciones; su momento requiere permanecer más a cubierto», dirá más adelante. También que «un mundo con escuelas de verdad es más mundo que un mundo sin escuelas».
Esquirol es hábil con las palabras. A la universidad la convoca a «alcanzar la universalidad desde la marginalidad». Pone el acento en no desfallecer, no abandonar, no ceder. Tampoco ante la «pantallización» del mundo. Es de la creencia de que hay que recuperar el realismo del sentido común y volver a «un materialismo de la gente que anda y que cocina, que sierra maderas o cuida las plantas». A que los pies vuelvan a tocar el agua. «Al menos en el río de Heráclito uno podía bañarse», se lamenta.
Para la prisa también tiene palabras, cómo no. No para proponer lentitud, sino un más cotidiano tener tiempo. Tiempo para el cuidado, el estudio, la ensoñación imaginativa, la creación y los encuentros auténticos, que no tienen que ver con interacciones reducibles a roles sociales, consumos en grupo o movimientos en masa.
Frente al tan cacareado «Si quieres puedes» de los manuales de autoayuda y de «un buen pelotón de youtubers arrogantes», anota que «ser inicio significa sentirse capaz». Y cita a San Agustín: «Siente que su alma se mueve por sí misma quien siente en sí la voluntad». La evidencia es que «algunas cosas que tal vez anhelamos profundamente y con toda nuestra alma son las que en modo alguno podemos alcanzar». Irá citando también a Platón, a Heidegger, a Nietzsche, a Foucault, a Derrida…
Josep Maria Esquirol habla más de asombro que de admiración. Aconseja cuidar del alma, empeñándose en una manera de vivir que sea honda, generadora y reflexiva. Puntualiza que «leer es igualmente prestar atención a las cosas bellas». Prefiere decir «alimentarse del mundo» que el coloquial comerse el mundo. Y, como buen filósofo , define pensar como «aproximarse a la hondura de las cosas».
Como cabía imaginar, afirma que «toda tierra debería ser tierra de paz». Recurre a las inagotables palabras de Albert Camus: «En medio del invierno venía a saber que en mí había un verano invencible». Mientras, en tiempos de inteligencia artificial , se pregunta qué pasaría si de verdad fuéramos un poco más humanos. Y sube el tono poético para decir que «la gracia es el exceso de azul en el cielo azul». Verdaderamente, leerlo es sentirse un poco en aquella Atenas.