Retrato de María Blanchard que pintó la sueca Tora Vega Holmström en 1921. /
«Era un pájaro salvaje atrapado en una triple jaula: su cuerpo torturado, su corazón ávido y el mundo hostil». La descripción que la escritora Isabelle Rivière hizo de su amiga María Blanchard (Santander, 1881-1932), en una de las pocas biografías que existen sobre la pintora , ayuda a comprender tanto su enigmática figura como su importancia artística .
El mito, construido a base de anécdotas y contradicciones, habla de una mujer atormentada por su físico. «Cambiaría toda mi obra por un poco de belleza», lamentaba. Jorobada y miope, dicen que buscó la perfección en la pintura para acallar el rechazo y la tristeza. Su trayectoria, en cambio, muestra a una pintora independiente y respetada, cuya sensibilidad y compromiso sobrevolaba el dolor, los insultos y hasta el mismísimo patriarcado. Porque Blanchard fue acogida como una igual en un movimiento al que ellas apenas podían acceder como musas o aficionadas.
Los pintores André Lhote y Diego Rivera le atribuyeron las obras más bellas del cubismo, mientras que Picasso , que le reñía por su «falta de sentido comercial» y la recomendaba a coleccionistas y marchantes, reconoció su influencia en composiciones como Muchacha con aro. Miguel López-Remiro, director artístico del Museo Picasso Málaga (MPM), destaca esta dicotomía: «Pese a ser reconocida y admirada entre sus compañeros como una importante artista dentro del movimiento cubista y la Escuela de París, en ocasiones la historia del arte no ha dado cuenta de esa importancia o no ha conseguido trascender desde ese relato».
La muestra monográfica María Blanchard, pintora a pesar del cubismo, que el museo malagueño acoge a partir del 30 de abril, se ha propuesto enmendar el error, redescubriendo a la pintora desde las diferentes etapas y temáticas de su trayectoria: «Aunque destacó en el ámbito cubista, su obra no se quedó en este estilo, sino que evolucionó hacia una figuración muy personal y distintiva, manteniendo una visión auténtica y reconocida en el círculo de arte de París».
La pintora María Blanchard.
Para el comisario de la retrospectiva, José Lebrero, la pionera cántabra fue víctima de su tiempo. «La historia que una generación conoce es fruto de un proceso de selección, a la vez que de exclusión, llevada a cabo por otras anteriores. Ella no quiso convertirse en una pintora de «la vida moderna», condición que ya reclamaba Baudelaire para los nuevos artistas, y ser coherente con sus deseos y obsesiones le costó pagar un precio alto: la invisibilidad».
El estallido de la Guerra Civil y las disputas familiares sobre su legado complicaron aún más su acercamiento al público. La historiadora de arte e investigadora, María José Salazar, responsable de las escasas retrospectivas que se han realizado en España hasta la fecha, señala cómo algunos de sus cuadros acabaron escondidos bajo camas y armarios. Y con ellos, sus aportaciones artísticas. Pero al margen de su borrado histórico, Blanchard despierta otro interrogante: ¿ cómo se puede llegar a lo más alto teniendo todo en contra?
Procedente de una familia burguesa e intelectual de Santander, su padre, Enrique Gutiérrez-Cueto, fundó el diario liberal El Atlántico, en el que Concha Espina publicó sus primeros poemas. A él le acreditó su educación y vocación artística. El relato materno es menos compasivo. Ahora se sabe que la cifoescoliosis que padecía María se debía a una mutación genética, pero durante décadas achacaron la deformación de su columna a una imprudencia de Concha Blanchard, representándola como una madre distante y culpable. Incluso Isabelle Rivière recogía el «rencor feroz que no había dejado de alimentar contra aquella madre, amante pero plácida y satisfecha, que jamás había intentado cuidarla».
Naturaleza muerta (1918), La comulgante (1914) y Las dos hermanas (1921). /
Blanchard se formó en Madrid, en los talleres de Emilio Sala y Álvarez Sotomayor y las tertulias del café Pombo, después de que toda la familia se mudara a la capital cuando murió su padre y los problemas económicos apremiaron. «Pinta los motivos habituales y canónicos del siglo XIX en España: asuntos mitológicos, retratos o temas costumbristas tan populares por aquel entonces como Gitana», enumera Lebrero. Aún estaba construyendo su estilo, pero su excelente ejecución le otorgó premios y becas con las que llegó a París en 1909. En su Elegía a María Blanchard, Lorca recuerda el impacto que le causó la obra Ninfas encadenando a Sileno, fruto de esas lecciones en la Academia Vitti: «La energía del color puesto con la espátula, la trabazón de las materias y el desenfado de la composición me hicieron pensar en una María alta, vestida de rojo, opulenta y tiernamente cursi como una amazona».
En Montparnasse, a nadie le importó su aspecto. «Toulouse-Lautrec fue en hombre el pendant de ella en mujer y vivió admirado y querido por todos», escribió Gómez de la Serna. Atrás quedaron las burlas y las humillaciones que provocaron su renuncia a la cátedra de dibujo en Salamanca. Prefirió la inestabilidad a exponerse otro curso más a esa violencia.
En el barrio más bohemio de París, compartió taller, postulados y una fuerte amistad con Diego Rivera y Juan Gris, adentrándose con determinación en el Cubismo. El primero, apunta Lebrero, «no solo tenía un carácter fuerte sino una razón de ser artística, política y crítica que atrajo a la rebelde santanderina. Ambos eran extranjeros en la capital de la luz y buscaban un lenguaje propio, más que el reconocimiento de los demás».
Para la historiadora María José Salazar, María Blanchard desempeñó un papel extraordinario dentro del movimiento: «No creó escuela, pero contribuyó al desarrollo cubista, con la misma categoría y entidad que los artistas de su generación». La experta destaca su rigor formal y su poética del color en unas composiciones austeras, próximas al orfismo, con las que alcanzó prestigio y reconocimiento internacional. Un año después de la muestra Pintores íntegros, el fallido intento de Gómez de la Serna de acercar España a la vanguardia –«¿Por qué estos artistas se obstinan en hacer estas fantasías tan dislocadas?», se burlaron los críticos–, sus incomprendidas composiciones colgaran en el Salón d'Antín de 1916, junto a Las señoritas de Avignon de Picasso.
¿Proyectó en sus protagonistas figurativos su propia melancolía? A menudo comparan a Blanchard con Frida Kahlo. Ambas comparten un cuerpo lastrado y un vínculo con Diego Rivera, pero sus trayectorias son muy distintas. La mexicana «miraba hacia su interior, pintaba desde lo autobiográfico, sin esa necesidad de conocimiento profundo del porqué de la pintura –razona la escultora e historiadora Pilar V. de Foronda–. María Blanchard mira en su entorno, hacia el afuera, que es un universo fundamentalmente femenino. Había vivido la maternidad de su amiga Angelina Beloff, quedándose al cuidado del pequeño en muchas ocasiones. También acoge en esos años a su hermana y sus sobrinas, víctimas de un marido maltratador. Sabía de las realidades de las mujeres y esa es la razón por las que las representa en su cotidianidad».
La pintora murió en París el 5 de abril de 1932 a causa de la tuberculosis. Lothe aseguraba en su obituario que algún día María Blanchard sería considerada «un héroe de este movimiento prodigioso». Ha llegado ese día.