Murió Constantino II de Grecia y la reina Sofía invocó, sin querer, todos sus recuerdos más sombríos. Era doloroso enterrar a su hermano, como lo fue despedirse de sus padres. Primero, Pablo I de Grecia dejó el mundo de manera apacible, mientras escuchaba a Bach y charlaba con su mujer. Años después, ella, Federica de Hannover, no sobrevivió a una sencilla operación. Un estacazo imprevisto.
La reina aguantó estoica hasta en los momentos más críticos de sus 84 años de vida. Se adaptó en el funeral de su padre, que fue diseñado y majestuoso. Ella no lloró, se pudo contener.
La inesperada muerte de su madre fue la que la destrozó. En público, una vez más, se mostró firme. A pesar de las duras críticas hacia su familia. A pesar de la ausencia de su marido, Juan Carlos I, las dudas existenciales que asaltan a los huérfanos a cualquier edad o la incomprensión.
La mujer del rey se enfrenta de nuevo a vivir una pérdida rodeada de miradas y cámaras. La familia de Constantino de Grecia se prepara para darle un último homenaje este sábado en la Catedral Metropolitana de Atenas.
Vivirán juntos una reunión en el templo, una ceremonia presidida por el Santo Sínodo de los altos jerarcas de la Iglesia Griega y un rezo funeral en el cementerio de Tatoi (donde reposan los restos del monarca). La reina está prevenida, la jornada será durísima.
La periodista Carmen Gallardo recoge en La última reina los episodios más traumáticos de la vida de la madre de Felipe VI, unas escenas que dan pie a indagar en su carácter. Sofía quería aparentar que era de hierro, que nada podía rozarla. Y eso era un reto imposible.
Ante la tumba de su padre, Sofía no lloraba. «Hacía seis días que Pablo el Bueno, como le recordarían muchos griegos, el rey que había ocupado el trono de Grecia durante dieciséis años, once meses y cinco días, se había despedido de la vida bajo los acordes de La pasión según San Mateo de Bach, la pieza musical que le mantenía en paz consigo y con el mundo», describe.
De luto integral, con la excepción de unos guantes blancos, mantuvo su máxima: los sentimientos se controlan si hay otro que mira. Estaban cerca los primos de su padre Pedro y Miguel de Grecia, su hermana Irene y su marido, su hermano Constantino, coronado como rey de los helenos, y su madre, la reina Federica.
La viuda se mostró elegante, como siempre. Con un largo vestido negro, el velo cubriendo el rostro, condecoraciones reales y algunas de sus joyas. Tenía la mirada perdida y el pensamiento en las últimas horas de su esposo. Los dos recostados en la cama, abrazados, charlando de temas espirituales. Él le había prometido que se encontrarían al otro lado.
A sus 64 años, Pablo estaba en paz. Silenciaba los dolores de su cáncer de estómago, dio negativas a los calmantes y se agarraba a su fe de cristiano ortodoxo. Se despidió definitivamente de su mujer sin pomposidades. Era el viernes 6 de marzo de 1964.
Como recoge la periodista, a pesar del carácter humilde del monarca, recibió una majestuosa ceremonia. Convergían anónimos y royals de todas las casas: la familia de Federico IX de Dinamarca; Gustavo II Adolfo de Suecia; la reina Juliana de los Países Bajos; Balduino de Bélgica; el príncipe Rainiero de Mónaco o Simeón II de Bulgaria.
Una multitud se concentró en el lugar escogido por el monarca, el bosque del palacio de Tatoi. Era un lugar que le removía, a diferencia de «sepulcros barrocos, imágenes y esculturas», como cuenta Gallardo: «Tan solo una losa en el suelo y una cruz; una sepultura protegida por los pinos, los cedros y los cipreses del bosque. Quiso que los animales que allí habitaban, a los que acarició en vida, pudieran reposar sobre su tumba».
Eligió lo sencillo hasta la posteridad, en honor a su propio lema: «Mi fuerza es el amor de mi pueblo». Su mujer, en cambio, sufrió todo lo contrario; el desentendimiento de los griegos.
El funeral de Federica de Hannover y su muerte estuvo en las antípodas. Inesperado, desagradable, misterioso, solitario y poco solemne. Unos ingredientes implacables para el dolor de una hija.
La madre de Sofía tenía 64 años y se acababa de someter a una intervención quirúrgica en los párpados, una operación sin riesgos. Entró en el hospital un día de 1981 con mucha discreción y sin miedos. Jamás salió.
Como cuenta El Español, ni Sofía sabía que tenía programada una cita médica. Ella estaba de viaje de fin de semana en Baqueira-Beret. Disfrutaba ajena a que, mientras Federica se recuperaba de la anestesia, le sobrevino un infarto masivo.
La noticia se la dio su marido, Juan Carlos. Las formas dejaron mucho que desear, como cuenta Carmen Gallardo. Le dijo vaguedades y la mandó para España. Él se quedó, no le parecía oportuno acompañarla. Cuando la reina Sofía llegó a Zarzuela descubrió la tragedia. Su cuñado, el doctor Carlos Zurita le dio los detalles. Y Sabino Fernández Campo había puesto el cuerpo de su madre en una habitación del Palacio para ser velado, según ha descrito Pilar Eyre.
La reina se encontró frente a sus miedos. «Cuando entró en la salita donde se encontraba el cadáver, quiso hacerlo sola, cerró la puerta y, durante todo el tiempo que permaneció junto a su madre, el personal la oyó llorar desconsoladamente», contó Jaime Peñafiel.
Los primeros en llegar fueron sus hermanos Constantino e Irene. Se ofició un responso religioso por el eterno descanso de Federica de Grecia, según el rito ortodoxo. Las hermanas (juntas, pero sin nadie más) se permitieron expresar todo el dolor que les brotaba, les caían las lágrimas frente al féretro.
La reina tenía que aceptar la pérdida, la vunerabilidad, la exposición y las duras críticas. Todo de golpe. «Sofía no alcanzaba a entender por qué detestaban a su madre, cuál era el origen de la leyenda negra acerca de su persona», describe la periodista.
La sensación se manifestó en hechos. El gobierno de Grecia se negaba a acoger el cuerpo de Federica junto al de su marido. Tuvo que intervenir el ejecutivo español que presidía Adolfo Suárez. Tras mucho debate, se permitió a la familia griega a viajar a Atenas.
Casi una semana después, los restos de la abuela materna de Felipe VI fueron enterrados en el panteón familiar de Tatoi, a pocos kilómetros de Atenas. Las condiciones fueron tremendas para la familia. Solo podían estar en suelo heleno un día. Llegó la familia apretada en un mismo vuelo, para apoyarse.
«Enseguida, otro avión aterrizaba en el aeropuerto de la capital», cuenta Gallardo. «Solo llevaba un pasajero a bordo, el rey de España». Sus recibimientos fueron muy distintos a los de la familia de su suegra, recién fallecida. «Le rindieron honores propios de un jefe de Estado ante la presencia del Primer Ministro de Grecia que acudió al aeropuerto».
20 de enero-18 de febrero
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